domingo, 30 de octubre de 2011

Las Brujas Alienantes

Como cristiano evangélico, tengo, o debo tener, un motivo absolutamente lapidario para rechazar la celebración de Halloween: cual es su condición de festividad pagana, donde se exaltan cuestiones que son censuradas en la Biblia, como la magia y la idolatría, además de una cierta mirada a la simpática, despreocupada y lúdica, pero a la vez falta de seriedad, de los elementos satánicos. Dicha conducta, ya que se trate de una opción voluntaria o de un aspecto lógicamente ineludible, de cualquier manera puede ser acompañada por argumentaciones de índole, digamos, más secular: puesto que la mentada fiesta tiene su origen en ancestrales ritos celtas relacionados con prácticas animistas. Sin embargo, cuento con otro factor de naturaleza completamente distinta al que acabo de explicar; pero que igualmente otorga argumentos de peso, aunque algunos sólo formen parte del cliché social: mi situación de latinoamericano, enfrentado a una costumbre importada de Estados Unidos, como es la llamada Noche de Brujas, y todas las amenazas de alienación que un contraste como ése es capaz de ofrecer.

Y son ambas causas, en especial la primera, las que al final me impulsan a observar con desprecio y poco entusiasmo dicha conmemoración. Lo relacionado con la fe cristiana, por motivos obvios acerca de los cuales ya me explayé en el párrafo anterior. Y lo otro, porque al tratarse de una tradición adquirida desde el extranjero, no puede sino constituir una amalgama de pastiches y actitudes hueras, hechos que son una alerta acerca de los niveles de vulgaridad y estupidez a los que puede llegar una determinada actividad humana. No obstante, de igual modo resulta legítimo preguntarse por qué una costumbre al cual no estamos familiarizados, por un asunto de cultura y formación, empero consigue penetrar entre los distintos pueblos al punto de erigirse como una celebración con idéntico nivel de aceptación que sus pares consideradas más autóctonas. Y la verdad es que las respuestas no se agotan en el ímpetu avasallador y dominante que muchos por estos lares le atribuyen a los norteamericanos. Para empezar, la facultad de asimilación de los individuos es algo que ha sido comprobado ya desde la Antigüedad clásica, y ha quedado demostrado que es un ejercicio imprescindible en la búsqueda de la madurez y el desarrollo intelectuales. Luego, cabe recordar que prácticamente ninguna de nuestras festividades es en estricto rigor, ancestral; surgiendo en realidad de un híbrido que mezcla viejos rituales indígenas con influencias de las potencias colonizadoras europeas que durante el Renacimiento se repartieron esta porción del mundo, principalmente los españoles. Más aún: feriados que se nos presenta como una tradición milenaria, como los componentes que se le suelen atribuir a la Navidad, en realidad comenzaron a establecerse recién hace un siglo, y producto de la permeabilidad a lo externo.

Tales ejemplos hasta pueden guardar parecidos con el Halloween. Incluso en Chile, así como supongo que en el resto de los países de América Latina, contamos con nuestra propia fiesta de hechizos, que es la Noche de San Juan. Dicha conmemoración acontece durante el solsticio de junio, que en el hemisferio sur corresponde a la llegada del invierno, y por ende al periodo de renovación de las cosechas. Para que éstas resulten satisfactorias, se acude a ciertos rituales de índole mágica, como golpear con una huasca (lazo), los árboles frutales a fin de que den buenos productos, o colocar velas sobre los terrenos cultivables, no dentro de una gran calabaza, sino sobre una bacinica; pero cuya finalidad no es otra que alejar a los espíritus negativos, de igual forma que su par celta, que además se efectúa durante el otoño boreal. En el equivalente latinoamericano, es posible llevar adelante pactos con el diablo, cuya única diferencia con la versión traída del norte es que la de acá posee los rasgos característicos propios del catolicismo hispánico, que a fin de cuentas son sólo detalles, interesantes eso sí para la atracción turística. Ahora: el asunto es que la festividad sureña se encuentra en franca declinación y sus componentes son vistos como muestras de la superchería y la ignorancia que siempre se le ha achacado a las poblaciones de este lado del globo -en síntesis, se trataría de variables alienantes-, pensamiento promovido por plataformas que han pretendido una suerte de "liberación" como los movimientos revolucionarios y reivindicativos. En cambio, lo otro ha ingresado como un paquete comercial y un bien de consumo, por lo que desde el primer instante se asume como banal. Justamente la peculiaridad que provoca reacciones de desagrado.

En México, y de modo paralelo al Halloween estadounidense, se celebra la llamada Fiesta de los Muertos. Dicha conmemoración acaece durante los días 1 y 2 de noviembre, durante la conmemoración de Todos los Santos y el Día de los Difuntos, como debe corresponder a un país de raigambre católica (y en cualquier caso, ¿por qué creen que los sucesivos papas colocaron ese feriado en la misma fecha que la Noche de Brujas?). Lo interesante es que tal conmemoración, que en el último tiempo ha tomado un cariz de banalidad comercial muy parecido al de su par norteamericana -a partir, desde luego, de sus propias particularidades-, ha estado ingresando en la sociedad de Estados Unidos de una forma comparable a como el ritual de origen celta lo está haciendo en el resto del orbe, merced a la inmigración y los medios masivos de comunicación. Y si alguien no cree que los gringos también asimilan eventos de origen exótico, que tan sólo vuelva a ver "El Cadáver de la Novia". Ahora: es cierto que tal fenómeno se da bajo los rasgos que identifican a cada una de las riveras del río Bravo -y a las dos en conjunto, especialmente-. Pero es un indicio de que uno, con astucia e ingenio, es capaz de crear algo atractivo con los recursos que tiene alrededor. Y de que la alienación -real, exagerada o supuesta- tiene bastantes más recovecos de los que se suelen considerar.

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