domingo, 23 de marzo de 2014

Un Dios Que Te Odia

Durante el fin de semana se produjo el deceso de Fred Phelps, el fundador y hasta hace unos meses líder de la inefable Iglesia Bautista de Westboro, ese grupo autónomo conformado por miembros de tres familias, todas emparentadas entre sí, que se hizo conocido por los hostigamientos que efectuaba en los funerales de las celebridades, insistiendo delante de los deudos que a causa de su conducta terrenal iban a terminar en el infierno, así como en los velatorios de los soldados norteamericanos caídos en alguna de las tantas intervenciones de Estados Unidos en territorios extranjeros, no para protestar por la política belicista del país, sino para recordar que, de acuerdo a su propia y peculiar interpretación de las Escrituras, estos hechos formaban parte del enojo divino contra una nación que estaba abandonando los principios bíblicos y tolerando la existencia de la homosexualidad, tendencia que de acuerdo a estos religiosos debía ser condenada con la muerte.

Desde luego que hay bastante de morbo, sensacionalismo y prensa amarilla en torno al fenómeno Westboro, algo que probablemente Phelps nunca se detuvo a analizar en profundidad (la mayoría de estos extremistas religiosos, en todo caso, son poco reflexivos). No obstante, de seguro sí que tanto él como sus dirigidos estaban al corriente de lo que provocaban alrededor suyo, y empleaban tales consecuencias en favor de la divulgación de su mensaje, del que al menos este líder parecía muy convencido.   Así, esa hoguera de frivolidades que integraban todas la celebridades a las cuales Fred atacó de manera tan denodada, finalmente le permitió tanto a él como a su grupo ganarse un lugar en la opinión pública norteamericana y cristiana universal. Juego que en este último tiempo se le volvió en contra, cuando una comunidad de filiación satanista llevó a cabo un ritual en la tumba de su madre, devolviendo con la misma moneda las desagradables intromisiones efectuadas por esta congregación en las pompas fúnebres. Y que ahora anunció que realizará una serie de danzas con el propósito de asegurar que el recién difunto permanezca en el averno para que Mefistófeles lo transforme en gay. Odio con odio se paga.

Sin embargo, ¿fue sólo el sensacionalismo lo que ayudó a instalar en los márgenes más amplios de la sociedad a una insignificante iglesia familiar sita en un suburbio de Topeka? Por cierto que fue un factor muy significativo, en especial en un país que en muchos aspectos, también espirituales, ha sentado pautas en lo que se refiere a frivolidad. Pero esto tiene un punto de partida que subyace en el subconsciente de la mayoría de los norteamericanos, sobre todo en quienes están ligados al cristianismo evangélico. Aunque tal vez ninguno se atreva a irrumpir en un funeral con un cartel que asevere que Dios odia a los maricas, varios en los púlpitos y en los medios de comunicación especializados llaman a detener con la mayor fuerza y de cualquier modo la llamada agenda gay, buscando que a los homosexuales se les nieguen hasta los derechos humanos más básicos, ya que según ellos su conducta está relacionada con los más diversas aberraciones y los más abyectos abusos sexuales, cuestión que está comprobada que no es cierta y que además no es sino una versión más suavizada de lo que preconizan los Westboro, quienes acusan a estas personas de constituir la causa casi exclusiva de todos los males del mundo. Cuando acaece un asesinato homofóbico, muchos de estos creyentes alientan a no darle importancia, pues la víctima era un pecador que recibirá el castigo eterno. Y un grueso muy relevante opina o realmente concibe la idea de que dicha minoría es de lo peor, más aún que los más crueles impíos.

Fred Phelps podrá ser una variante extremista e inaceptable. Pero sólo constituye la punta de un témpano. Muchas de las actuaciones del recién fenecido pastor forman parte de los comentarios privados o los sermones de muchos hermanos, quienes no buscan cruzar la barrera por un asunto de buena crianza. Es por ello que pudo darse un individuo con tales características. Porque hay una base de prejuicios sociales detrás, por desgracia alentados por muchas de esas iglesias que hoy rasgan vestiduras y dicen que lo de Westboro es un camino equivocado. Cabe recordar que en algunas comunidades evangélicas, en los discursos de despedida de algún occiso que en vida no actuó conforme a la visión de sus connacionales de acuerdo a los dictámenes divinos, se le dedicaban discursos en los cuales se aseveraba que dicho finado se pudriría en el infierno. Y parece que hay cosas que no cambian. Ya que por estos mismos días un predicador norteamericano, de visita en Brasil, recalcó que Dios aborrece tanto al pecado como al pecador y que la sola tolerancia a la existencia de los homosexuales era un acto de cobardía y en consecuencia de apostasía que iba de seguro a significar la pérdida de la salvación. ¿El Señor es amor y también fuego consumidor? Completamente de acuerdo. Pero cuidado: no los vaya a terminar fulminando a ustedes.

                                                                                                                                      

miércoles, 12 de marzo de 2014

Tradicionalmente Gay

Vaya que debe ser difícil la disyuntiva para algunas iglesias evangélicas tradicionales y nacionales que existen en Europa. Como algunas son financiadas por el Estado respectivo ya desde tiempos de la Reforma, han sido obligadas a aceptar que dentro de sus templos se efectúen bodas homosexuales cuando los contrayentes así lo soliciten, en aquellos países donde esa forma de matrimonio ha sido aprobada, pues los aportes gubernamentales las transforman en un bien de uso público disponible para todos los ciudadanos sin diferencias (en lugares muy conocidos por sus notables sistemas de bienestar). Ciertos líderes y pastores se han resistido a estas prescripciones, y en casos puntuales han obtenido pequeños triunfos. Otros, por su parte, se resignan, mientras un tercer grupo recibe estas disposiciones con entusiasmo, ya que ven en su aplicación una señal de apertura y una posibilidad de cumplir el mandato de Jesús que llama a hacer lo correcto con el prójimo aún tratándose de un enemigo físico o un adversario ideológico.

Aunque en la actualidad la mayoría de las congregaciones evangélicas más antiguas, sean nacionales o no, están rodeadas por un halo de progresismo, tolerancia y liberalidad -en especial cuando se trata de abordar temas relacionados con la moral personal-: dicha conducta no se condice para nada con lo que mostraban en sus primeras épocas. Más aún: un buen número de estas comunidades se caracterizaba por una actitud mucho más hermética de la que hoy son capaces de exhibir, por colocar un ejemplo, los fundamentalistas más conservadores. A modo de demostración, baste recordar que hasta hace cien años, los anglicanos de Canterbury no aceptaban como dirigentes a personas zurdas, por aquello de que tras la parusía los justos se sentarían a la diestra de Dios mientras que los impíos a la izquierda (una alegoría que está basada en aspectos de la cultura romana, pero en fin...). Ni hablar de lo acalorado que ha acabado siendo el debate en esa misma organización británica, desde que sus altas cúpulas decidieron incluir a mujeres como pastores y obispos (esto último aún no aclarado del todo). Situaciones que se repitieron, con diversos matices, entre los luteranos holandeses y nórdicos, los cuales llegaron a alentar sendos procesos de brujería.

Con una velocidad mucho más lenta de lo ideal, estas congregaciones han ido abandonando dichos prejuicios. No obstante, para el grueso de la sociedad aún quedan barreras por franquear, y una de ellas es la aceptación de los homosexuales, incluso al interior de los templos. Asunto complejo porque esa tendencia es condenada de punta a cabo en la Biblia, a diferencia de las proscripciones de antaño que más bien estaban sustentadas en interpretaciones erróneas o puntuales de textos específicos sobres los cuales era necesaria un mayor acto exegético. Pero como el pasado condena, y a través de varios siglos los gay han padecido condiciones similares a las experimentadas por las mujeres, los niños, los discapacitados o los grupos étnicos considerados inferiores: entonces no faltan quienes exigen una explicación respecto a por qué se continúa dejando a un colectivo en la marginalidad a la vez que se acoge a todos los demás (y pidiendo disculpas públicas entretanto). Fuera de que es preciso acotar que estas iglesias se hicieron eco de las políticas de sus respectivos Estados protectores, cuya integridad estaban llamadas a salvaguardar. Por lo que en los gobiernos de tales países igualmente se siente una obligación con el particular, y la manera de mostrar un cambio de actitud es entregando nuevas orientaciones a las instituciones dependientes (de qué otra forma en cualquier caso).

En tal sentido, las nuevas iglesias evangélicas (tomando como punto de partida el Estados Unidos de mediados del siglo XIX) no se sienten tan atadas a una responsabilidad ética ni a una sensación de culpa -en el asunto que tratamos en este artículo, de más está decirlo- y sus componentes pueden emitir sus condenas contra los homosexuales con bastante más libertad y convicción. Más aún: en algunas de ellas se han retomado elementos como la restricción del ministerio femenino o incluso la segregación de grupos etáreos en determinados casos, si bien esto último casi siempre se restringe a aspectos de orden ideológico (personas con pensamientos progresistas, por ejemplo). Ocurre que tales congregaciones surgieron cuando sus antecesoras ya no respondían a las inquietudes de los cristianos y la predicación del mensaje y hasta el concepto del ágape se encontraban ausentes. El problema radica en que cada día presenciamos una hendidura más profunda entre quienes desean avanzar en la eliminación de prejuicios nocivos introduciendo modificaciones no menos nefastas, y quienes a modo de reacción se aferran a dichos prejuicios creyendo que constituyen palabra de Dios porque la sociedad no cristiana los detesta. Y en el medio, como la población civil en una guerra, están las almas que buscan a Jesús y no lo encuentran, pues no reciben la orientación adecuada de quienes debieran acudir en su auxilio.