jueves, 27 de febrero de 2014

Homofobia U Homosexualidad, Crimen y Pecado

Nuevamente un joven homosexual resultó muerto tras ser agredido en plena vía pública. La víctima de turno es Esteban Parada Armijo, quien agonizó dos semanas en un hospital producto de una brutal golpiza que fue coronada con una estocada con arma blanca. Ha sido detenida una persona. Mientras los tribunales aún deliberan si se trató de un crimen homofóbico, situación que aumentaría los eventuales años en la cárcel que deberían cumplir los responsables.

Antes y después del oneroso asesinato de Daniel Zamudio -acaecido en un momento exacto y en unas circunstancias especiales como para generar conmoción nacional- las estadísticas señalan que en Chile al menos cada cuatro meses una persona es ultimada sólo por declararse gay. Tales homicidios no suelen ser causados por miembros de grupos organizados, sino que muy por el contrario, se dan en un contexto más bien espontáneo, en donde los excesos y la juerga dan pie a que afloren impulsos que en situaciones de mayor sobriedad, serían objeto de una reprobación casi instintiva. No obstante, la repentina manifestación de estas conductas abyectas obedece a la formación cultural del individuo, incluido el marco religioso y la escala propia de valores, factores que con frecuencia se hallan entrelazados. En ese sentido, siempre se ha aseverado que vivimos en un país de raigambre profundamente homofóbica, a causa -me sigo haciendo eco de las teorías más comúnmente expuestas- de la influencia social de la iglesia católica, solventada de modo adicional por los practicantes de otros credos que si bien se encuentran en permanente querella con el romanismo -más que nada por la disputa de fieles- no ofrecen ninguna variante respecto del tema pues tienen planteamientos que son coincidentes. Como muestra de aquello, es interesante señalar que hasta los colectivos más progresistas y revolucionarios que han actuado en la historia local -como las asociaciones izquierdistas de la década de 1960- no se han destacado precisamente por su respeto o siquiera la aceptación de los homosexuales.

En base a lo destacado unas líneas atrás, en la actualidad las expresiones más intransigentes acerca de los gay continúan proviniendo de los altos cargos de la iglesia católica. Sin embargo, en el tiempo reciente se les han plegado diversos líderes y miembros de los templos evangélicos, en algunos casos saliendo a las calles a protestar por lo que consideran "aberraciones degeneradas"; a saber, el llamado matrimonio igualitario, las leyes de unión civil -que lo consideran una antesala para que se llegue a lo anterior-, y en situaciones más puntuales incluso contra las medidas que buscan sancionar la segregación y la discriminación, esto último más que nada porque dicha iniciativa fue alentada al calor de la repercusión del asesinato del mencionado Zamudio, pudiendo ser aplicada a los victimarios del muchacho Parada. El ímpetu de ciertos pastores ha llamado la atención de las máximas autoridades romanistas que por un instante han guardado los calificativos de herejes y sectarios y han venido invitando a esta nueva mayoría silenciosa a sus propias marchas, practicando un singular ecumenismo de emergencia, donde estos ministros entregan un soplo de aire fresco y un respaldo a una institución caída en el descrédito a causa de los escándalos generados en torno a los sacerdotes pedófilos. No obstante, una realidad se mantiene invariable e incontestable: por mucho que se diga que los homosexuales traen la corrupción y la pérdida de los valores en una sociedad, ninguno de ellos ha sido agresor en estos ataques a mansalva acaecidos con regularidad. Muy por el contrario, ellos siempre han resultado ser las víctimas.

Entonces, a la luz de los acontecimientos, cabría plantearse qué es más urgente: si marchar contra la homosexualidad -que no ha sido causa de asesinatos- o contra la homofobia -una actitud que ha convertido a ciudadanos comunes y corrientes en criminales-. Es verdad que ningún cristiano ha estado involucrado en estos inaceptables hechos; pero ésa es una conclusión efectuada a la rápida y para esquivar el bulto, que reduce el tema a una cuestión banal y ridícula donde los prejuicios más ancestrales -donde justamente radica la motivación para cometer estos homicidios- abundan. Sin embargo, es preciso recalcar que si las iglesias evangélicas pretenden ser una auténtica alternativa de fe -uno de los factores que influye en la conversión de las almas, en definitiva- es preciso desmarcarse de convenciones repetitivas que a la larga constituyen una de las demarcaciones del círculo vicioso, de ése que precisamente Jesús y los apóstoles llamaron a salir, en el afán de despojarse del viejo hombre y conseguir que todas las cosas sean hechas nuevas.

miércoles, 5 de febrero de 2014

El Reformatorio del Terror

Todavía los norteamericanos no salen de su estupor tras el hallazgo de una cincuentena de cuerpos de niños enterrados debajo del edificio de un antiguo hogar de menores que funcionó entre 1900 y 2001. Por su parte, los australianos aún están digiriendo los resultados de una investigación la cual asevera que miembros del Ejército de Salvación de ese país abusaron durante décadas de los infantes que tenían a cargo, en una sucesión de vejaciones que iban desde el maltrato verbal, siguiendo por los castigos físicos, hasta llegar a las peores aberraciones sexuales. Incluso, en el caso de la tierra de los canguros, los integrantes de esa fundación ligada a las iglesias evangélicas les prestaban lactantes a ministros de otros credos para que éstos satisficieran sus deseos más abyectos, en una curiosa conducta ecuménica entre pervertidos.

Ambos escándalos tienen un punto en común, ya que los menores afectados presentaban problemas de disciplina. El reformatorio ubicado en Florida, en Estados Unidos, era el destino tanto para jóvenes que habían desobedecido en forma reiterada a sus padres o se portaban mal en la escuela -actitudes que hasta unos pocos años en el país gringo eran consideradas delito- como para quienes cometían robos y otras agresiones más graves. Mientras que en el caso australiano, los abusos eran cometidos como un pretexto para corregir lo que los custodios de los niños consideraban malas conductas (un patrón de medida que, en estas situaciones tan anormales, siempre resulta arbitrario). Y los dos hechos ocurren además en países de tradición cristiana evangélica, incluso uno dentro de una congregación que se identifica con este credo. Lo cual deja en claro, antes que nada, que las aberraciones en contra de infantes no son un patrimonio de los sacerdotes o de los diversos componentes del catolicismo. Pero al mismo tiempo, revelan una realidad lamentable que por desgracia continúa siendo un sello inequívoco de las naciones que abrazaron la Reforma de Lutero, como es la manera de relacionarse con los más pequeños.

En muchos de estos países, aún existen sectores importantes de la población -en su gran mayoría, conformados por cristianos muy observantes- quienes consideran el castigo físico hacia los niños como un correctivo e instructivo válido y recomendable. Incluso, en muchas congregaciones de América Latina, predicadores lo prescriben casi como una obligatoriedad, basados en un supuesto amparo de ciertos textos bíblicos. Aunque es un trecho algo largo, de ahí se puede transitar hasta llegar al abuso sexual, que a fin de cuentas es una de las formas más extremas de agresión corporal. Por otro lado, para que tales comportamientos obtengan un respaldo que les garantice su aceptación social -pasos previos a su ejecución con absoluta impunidad-, es necesario establecer como principio que el menor no existe en cuanto sujeto de derechos y que por ende queda sometido a la completa voluntad de su custodio. Algo que desde luego se ha producido en las situaciones reseñadas en este artículo, y que transforman la totalidad del problema en un círculo vicioso. En las diversas naciones y comunidades evangélicas se ha consensuado la preeminencia de la patria potestad más absoluta sobre el hijo, como una antesala para hablar de familia. Quizá por ello es que estas aberraciones acaban saliendo a la luz, ya que se trata de hogares de crianza, en definitiva chicos que no estaban a cargo de sus padres. Una cosa imperfecta que por lo mismo podía terminar en una aplicación de golpes con resultados distintos a los ideales. Dicho de otro modo, si hubiesen sido los progenitores de los afectados quienes les hubieren infligido esta clase de reprimendas -también los vejámenes sexuales-, no se habría descendido a estos horrores, sino que las consecuencias habrían sido las esperadas.

Estos macabros hechos nos deben poner alertas. Porque al igual que ocurre con los sacerdotes pedófilos, no se trata de casos aislados. Muy por el contrario, hay toda una cultura detrás que los está justificando; y que cuando se descubren estas anomalías, sus practicantes se defienden arguyendo que aquellos son modos errados de corregir a los niños, que son casos muy extremos o que los abusadores no eran auténticos cristianos. Lo último, dicho en diversas ocasiones con liviandad por quienes saben que lo más probable es que no sean señalados con el dedo como culpables. Aunque se sienten al lado del malhechor o se hayan obnubilado con sus intervenciones en el púlpito.