domingo, 21 de octubre de 2012

Francia, Siquiatras y el Mal

Hace poco la siquiatra francesa Marie-France Hirigoyen aprovechó su popularidad en el país galo para convocar a varios medios masivos de comunicación y denunciar un peligroso aumento del mal en el mundo. Sí, en la tierra del laicismo y la racionalidad, alguien se levanta y desde el mismo ámbito de la ciencia y la cultura -bueno: la seudociencia y la falsa intelectualidad- advierte de situaciones que uno creía hace bastante tiempo relegadas a delirios de fanáticos religiosos. Ahora, cabría preguntarse si ésa era la real intención del llamamiento, y no la mera promoción de un nuevo libro de esta mujer, en donde precisamente desglosa sus puntos de vista acerca de las peligrosas inclinaciones que asegura observar en la humanidad contemporánea.

Pues, la señora Hirigoyen es un prolífica autora de esa clase de textos denominados "de auto ayuda", aquellos panfletos impresos con una letra llamativa y repletos de imágenes con pretensiones celestiales que tratan de informar a los consumidores incautos acerca de una supuesta iluminación que de seguro cambiará sus vidas porque ya lo ha hecho con el escritor. Varios de tales pasquines han sido redactados justamente por seudo literatos, como Og Mandino o Paulo Coelho. Pero estos derroches de tinta también han sido vomitados en especial por sicólogos y siquiatras, quienes han encontrado en esta actividad una excelente forma de obtener ingresos  adicionales. Debido a su cercanía física con el resto de los mortales -las terapias están en todas partes, ya sea que su acceso fuere voluntario o forzado- y un enganche con el campo de la razón que incluso puede ser remontado hacia la filosofía, las personas comunes y corrientes tienden a considerarlos una autoridad a la cual se puede recurrir, aunque igualmente infundan temor, en cualquier caso una mezcla de sensaciones que provocan quienes han asaltado los pedestales y se han establecido allí. Además de que dichos sujetos no buscan otra cosa que solucionar los problemas de los demás individuos, invitándolos a dejar de pensar y de elaborar paradigmas complejos que sólo agotan a la mente y al cuerpo, exigiéndoles que se detengan a observar las cosas más simples de la existencia, y conformarse con la situación que a uno le ha tocado, porque es la esencia de la felicidad. Y si con todo el paciente no muestra signos de recuperación, ahí están los manicomios donde los fármacos, los golpes eléctricos y el encierro prolongado conseguirán la cura.

Que estos supuestos profesionales acaben escribiendo esas auténticas oquedades de papel sólo es el resultado de un proceso lógico. La labor de los sicólogos es procurar que las personas no hagan cuestionamientos acerca de su vida o de la sociedad porque dicha conducta produciría un daño síquico que le impediría al afectado disfrutar de lo que lo rodea. Se trataría de una muestra de esa neurosis que Sigmund Freud aseveró subyace en todas las estructuras de pensamiento, ya sea que tengan orientación religiosa, política o cultural, y cuya construcción obedecería a meros traumas infantiles encubiertos. O de aquello que Pavlov definió como reacciones condicionadas por el tiempo y el lugar, después de extrapolar sus experimentos con perros a los humanos. Una amalgama de comportamientos que es preciso encauzar desde la primera infancia, ya sea a través de una confesión frente a una especie de sacerdote que se ubica en una posición física superior -el sicoanálisis-, un metódico sistema de premios y castigos -el conductismo- o, en los casos más extremos, con la reclusión del rebelde porque en definitiva nos hallamos en presencia de un enfermo -la sicología y la siquiatría desde sus inicios hasta nuestros días-. Frente a semejantes aberraciones, los pretendidos expertos de la mente asumen una postura similar a la de los inquisidores eclesiásticos de antaño, aunque eliminando, al menos al comienzo, la severidad facial de aquellos por un rostro de facciones afables con el que se intenta convencer al interlocutor de que con nosotros y con nadie más estará bien.

Aquí entran estos libros espurios que no tienen la más mínima calidad intelectual, pero que están escritos por tipos que se titularon en una universidad. Quienes proyectan la imagen de haber abandonado la los claustros superiores para dialogar con la gente común; en resumidas cuentas, que habrían bajado a la tierra. Y que por ende se atribuyen la potestad de incitar a los demás a efectuar el mismo procedimiento. Sin embargo, no hacen otra cosa que colocarse al servicio de los más poderosos a quienes les interesa que el grueso de los ciudadanos no proteste ni despliegue ideas extrañas que son calificadas de raras precisamente porque atentan contra sus intereses. Fuera de que es fácil enriquecerse pronunciando frases cliché que muchos, debido a las extenuantes jornadas laborales y las complicaciones propias de la contemporaneidad, están dispuestos a escuchar como única opción. En tal sentido es especialmente sintomático que alguien como la señora Hirigoyen, con una carrera de posgrado, finalmente decida abandonar todo lo que debió haber aprendido en su casa de estudios de origen y recurrir a su carisma y al peso de un diploma para obtener fama con unas sentencias que se han espetado desde siempre, incluso desde la época de la religión, a pesar de que nos hemos topado con una supuesta ciencia que precisamente se presenta como la superación de convicciones nacidas  en las más recónditas tortuosidades del "ello". Por lo mismo, es legítimo preguntarse si las preocupaciones de esta sicóloga obedecen a un intento por allanar el camino hacia el Estado terapéutico, que gobiernos fascistas como el de Bush en los EUA o Sarkozy en la misma Francia han sido proclives a implementar como método para frenar las demandas sociales transformando a los manifestantes en "inadaptados".

                                                                                                                                 

domingo, 7 de octubre de 2012

La Decadencia del Imperio Romano

Con frecuencia se oye a los predicadores y evangelistas insistir que el imperio romano se desintegró por la excesiva tolerancia que sus ciudadanos le tenía a la inmoralidad. Con tal advertencia, pretenden llamar a los fieles y a las personas en general a actuar de acuerdo a los llamados "valores cristianos tradicionales", entendidos en el contexto de la moralina conservadora. Más aún: agregan que los seguidores de Jesús, precisamente gracias a que se guiaron por dichos preceptos, no sólo fueron los principales responsables del mantenimiento de la unidad política y geográfica de Roma -incluso en la época en que el cristianismo fue perseguido-, sino que además consiguieron preservar la civilización occidental.

Sin embargo, si uno revisa por un breve lapso la historia, se dará cuenta del escaso asidero que tienen esas afirmaciones. Para comenzar, la época de mayor esplendor del imperio latino se ubicó entre los siglos I y IV; es decir, justamente los años en los cuales los cristianos sufrían las penurias de la persecución y el martirio. En ese periodo Roma consigue ampliar las fronteras territoriales por casi todo el mundo conocido por las potencias occidentales, aparte de que en su interior se conoce de una prosperidad material sin precedentes y de un importante florecimiento cultural. Incluso, los gobernantes que más lejos llegaron en esta clase de logros, como Trajano o Galeno, fueron a su vez implacables con los hijos del camino. Muy por el contrario, la declinación del reino de los augustos empieza a gestarse a la par con la legalización del cristianismo, y se pone de manifiesto después de que Teodosio lo declara religión oficial y única del Estado, volteando la tortilla respecto de la relación con el paganismo clásico. Cabe consignar que este emperador divide el país entre sus dos vástagos, con lo cual acaba con la unidad nacional, hecho que trae como consecuencia el debilitamiento de la capacidad de sus dirigentes, lo cual va a repercutir directamente en la parte occidental, tomada por los bárbaros en 476; y de manera indirecta en la zona oriental, que se desangrará de modo lento pero progresivo hasta sucumbir en forma definitiva en manos de los otomanos en 1453. Por añadidura, el asunto del credo obligatorio significará la cancelación de actividades tales como los Juegos Olímpicos o la censura y destrucción de determinados libros que los obispos consideraban demostraciones de lo opuesto al Señor.

Por su parte, en lo que respecta a las comportamientos que supuestamente caracterizaban a los romanos, como la mole y la lascivia -y que en su mayoría se circunscribían a los emperadores, los nobles y los empresarios; pero no estaban presentes en el pueblo-: es justo acotar que no se acabaron con la irrupción del cristianismo. De hecho, muchos gobernantes convertidos, como Constantino, continuaron entregándose a los placeres mundanos de toda clase después de aceptar a Cristo. La gran excusa que emplearon fue retrasar el bautismo, hasta una fecha en la cual la muerte ya se vislumbraba como inevitable. Así, el responsable de autorizar por primera vez de manera formal a los hijos del camino, allá por el 315, siguió cometiendo fechorías tras la promulgación de ese edicto -entre las que se cuentan homicidios contra supuestos rivales al trono-, recibiendo el sacramento en su lecho de agonía, para colmo de manos de un hereje. Teodosio tampoco fue la excepción. Y así ocurrió con todas las autoridades durante los siguientes siglos; quienes, aunque fueran coronados por los papas de turno, nunca dejaron de cometer abusos aprovechándose de su cargo, llegando a situaciones tan indeseables como el derecho de pernada. Más todavía si se toma en cuenta  que hasta los pontífices cayeron en estos vicios.

Es lamentable admitirlo. Pero la expansión del cristianismo en el imperio romano en bastantes aspectos significó una involución. La prohibición de determinados elementos de la cultura clásica trajo como consecuencia la entrada en una vorágine de retraso y oscurantismo que se hará patente durante la Edad Media. Éste, sin embargo, no fue un problema iniciado por los convertidos de corazón, muchos de quienes experimentaron el martirio. Tampoco por la masa popular que empezó a abrazar la fe de manera honesta, incluso después de que Teodosio la proclamara religión oficial del Estado y exclusiva del país. Los responsables de tal distorsión fueron los poderosos de la época que vieron en la doctrina de Jesús un pozo para explotar en beneficio propio. En especial, desde el momento en que notaron que el vulgo se volcaba en favor de la nueva propuesta porque su mensaje se oponía justamente a las demostraciones de sibarita de los ricos, quienes a través de ellas oprimían a los demás. La historia es cíclica en determinados casos, sobre todo cuando los más débiles continúan siendo perjudicados.