domingo, 26 de abril de 2015

Los Empresarios Necios

En medio de la catástrofe provocada por las inundaciones en la región de Atacama, muchos han sacado a relucir el hecho de que algunas construcciones afectadas por los desbordes de los ríos, se hallaban a una distancia muy poco prudente o incluso bordeando el lecho de éstos, mientras otras se encontraban asentadas en zonas de declives o en laderas de cerros, lo cual las tornaba proclives a anegarse o a recibir de lleno una avalancha. Y no se trataba de auto edificaciones o barrios surgidos de manera informal, sino de complejos creados por respetables empresas inmobiliarias, en su mayoría destinadas a los subsidios estatales de vivienda, pero también casas para sectores medios y profesionales de respetables ingresos.

Más allá de una serie de factores (la especulación, el exceso de confianza respecto de cauces acuáticos que llevaban años secos, el abaratamiento de costos mediante la preferencia por terrenos ubicados en lugares de mayor riesgo), esta coyuntura hace imposible no retrotraerse a una sentencia estipulada en los evangelios, muy conocida a causa del refranero popular, que la repite para las más diversas situaciones de orden secular. Esto es, que el necio construye su casa sobre arena, mientras el sabio lo hace sobre rocas. Algo que para muchos resulta un cliché repetitivo, pero que va más allá de la simple perogrullada. Pues como imbéciles se definen una serie de actos censurados en la Biblia, acerca de los cuales en las mismas Escrituras se deja en claro que alejan a la persona del reino celestial. Así, estúpido es el empresario malintencionado, que decide construir en una zona de fácil inundación exclusivamente por motivaciones pecuniarias, sin importarle lo que suceda con sus clientes. También es el desesperado dueño de ese predio dispuesto a cualquier cosa por vender, sabiendo el destino final que tendrán esas hectáreas y las consecuencias de aquello. De igual modo es réproba (condenable a las penas del infierno) la conducta de ingenieros, arquitectos y demás gente especializada que debido a sus estudios saben lo que pasará con el proyecto en el que colaboran, y que sin embargo callan a fin de no perder el trabajo y las consiguientes remuneraciones.

Y no obstante, por otro lado, ¿qué actitud toman los predicadores y en general los hermanos cristianos, ante estos acontecimientos? ¿Serán capaces de ir donde se encuentran dichos individuos, y espetarles los pecados que han cometido y los males que a causa de ello han ocasionado? Lo hacen a cada rato en las plazas públicas y las barriadas de pueblos y ciudades, cuando denuncian a los homosexuales o a quienes están a favor de ellos, así como a quienes oyen cierto tipo de música o se regocijan en lo que se conoce como la inmoralidad. En ciertas oportunidades, no se conforman con gritarlo en las calles, sino que van a hostigar a los mismos que consideran agentes de todo lo que se opone al plan divino, casi siempre sujetos vinculados a los oficios relacionados con el espectáculo, o dirigentes políticos por quienes nunca votarían. Valentía, imitación de Jesús, le dicen. ¿Y acaso cuestiones como las descritas en el párrafo anterior, que tienen una responsabilidad indirecta en lo acaecido en el norte, no son aberrantes? ¡Desde luego que también son abominaciones! Más aún: se trata de actos cometidos por personas que se definen a sí mismos como cristianos y que mantienen una estrecha colaboración con determinadas iglesias, la mayoría con la católica, de acuerdo. Pero se presentan como creyentes al fin. Y no falta el ciudadano de fe evangélica que decide marchar junto a ellos cuando le piden ayuda para engrosar la fila de manifestantes en una protesta contra el aborto, el llamado matrimonio igualitario o el relajamiento de las costumbres. Olvidando los calificativos que espetó o al menos rezongó respecto de los romanistas cuando dialogaba con los suyos, tachándolos de idólatras que jamás se iban a salvar.

Hay que tener la fuerza y el arrojo para enfrentar a esos individuos y recordarles que lo que están haciendo es contrario al mandato del Señor, y no sólo por pasar por alto un principio bíblico por lo demás muy conocido. Decirle sin tapujos a un empresario inmobiliario que es un necio que construye sobre arena, y que ese término engloba otros, como sinvergüenza, desalmado o abominable, y que si no se arrepiente y enmienda sus errores -retribuyendo además conforme al mal cometido, tal como hizo Zaqueo- no estará celebrando con Jesús en el paraíso. Ya existe suficiente valor en esos hermanos que cada domingo -y a veces otros días de la semana- se instalan a predicar en las calles y plazas, soportando el sol, el frío, la lluvia y las sonrisas burlescas de ciertos ciudadanos pedestres. Ahora sólo hace falta comprender que no sólo los amanerados o los fornicarios son pecadores.

domingo, 19 de abril de 2015

Henchir La Tierra Hasta Reventarla

Quienes aseguran que un cristiano de verdad debe por obligación casarse y engendrar un número mediano o alto de hijos, citan como principal fuente de sustento aquel mandato que el Señor les diera a Adán y Eva en el jardín del Edén, donde los llamó a crecer y multiplicarse, además de llenar y sojuzgar la Tierra. Hasta cierto punto, una justificación bastante eficaz, tratándose de un pasaje ubicado en el mismo inicio de la Biblia, que por otro lado es muy conocido incluso entre quienes no están familiarizados con las Escrituras.

No obstante, igual caben ciertas aprehensiones. Se trata de un mandato del Antiguo Testamento, contenido en el libro del Génesis, perteneciente a la Torá: por ende forma parte de la vieja ley, no del todo derogada, pero sí altamente superada, por el otorgamiento de la gracia a través de la resurrección de Jesucristo (soltero durante su vida terrenal, misma condición que mantuvo el apóstol Pablo, quien en sus cartas prácticamente sentó las bases de la estructura eclesiástica cristiana). Antecedentes que, en el mejor de los casos, le quitan su condición obligatoria. Luego, se trata de una afirmación pronunciada en y para el inicio de los tiempos, cuando la población planetaria era escasa, por lo que dejar una descendencia, siquiera moderada, tenía algún sentido. Y finalmente, es una exigencia establecida antes de la caída y la consecuente expulsión del paraíso, lo cual torna inevitable entenderla en el contexto en donde se emitió.

En el primer caso, basta agregar que este mandato daba origen a una serie de leyes igualmente enunciadas en el Pentateuco, en especial en el libro de Levítico, que prácticamente impedían que una persona que alcanzara el rango que en el viejo Israel determinaba la mayoría de edad, siguiera existiendo -porque caía en la sospecha de estar realizando alguna de las diversas actividades sexuales calificadas de "abominación"- sin haber contraído matrimonio, el que además era impulsado por ciertas convenciones de carácter económico, social y religioso, jamás por lo que hoy se conoce como enamoramiento. Una conducta que después Jesús les reprochó a sus contemporáneos en el marco de sus objeciones al legalismo y el ritualismo, críticas recogidas por Pablo, quien aunque recomendaba "mejor casarse que abrasarse" empero no dejó de tomar el connubio como una mera alternativa (que él no siguió). Por otra parte, en la actualidad es más que evidente la existencia de una sobre población en el mundo, que pese a los mecanismos de control de la natalidad continúa aumentando, y que de acuerdo a los expertos, en medio siglo o menos va a sobrepasar la cantidad de recursos que el planeta posee para sostener tal número de humanos. En consecuencia, la Tierra, más que sojuzgada, está siendo explotada al máximo y más allá aún, con la consiguiente provocación de un deterioro generalizado a la creación que podría derivar en el colapso total y la inmediata extinción de la vida, suceso contrario al plan divino. A lo que debe sumarse el egoísmo y la codicia individuales, defectos propios de la naturaleza caída, que invierten la bendición anunciada en el Edén, ya que la descendencia se transforma en un arma que permite hacer daño de modo familiar o colectivo.

En una situación como la actual, engendrar hijos, lejos de representar el cumplimiento de un mandato del Señor, podría resultar un acto pecaminoso y no producto de los llamados tabúes sexuales. Con un planeta que se mantiene -y es mantenido- a duras penas entre la destrucción ecológica y los conflictos sociales, cargarlo con más humanos -que por sí no son malignos, pero sí tienen una propensión a hacer el mal- hasta llega a ser contraproducente con los expresado en Génesis 1:28. La gente es responsables de guerras, masacres, injusticias varias; pero por lejos, su característica más delicada es que es capaz de engendrar más gente.

domingo, 12 de abril de 2015

Oh My Fuck

Muchos medios de comunicación y portales de internet han destacado que, de acuerdo a las cajas negras recuperadas y a los llamados desde teléfonos móviles de varios pasajeros del vuelo 9525 de Germanwings, siniestrado en Francia a causa de una acción suicida del copiloto, lo que más se pronunció en esos angustiosos minutos dentro del aeroplano fue el nombre de Dios, en las más diversas lenguas y las más desesperadas frases. Incluso, se destacan las últimas palabras del piloto, quien por un menester personal debió abandonar por unos minutos la cabina, y al regresar, notando que su compañero había cerrado el acceso y se disponía a dirigir el aparato a tierra, le gritó: "¡por el amor de Dios, abre la maldita puerta!". Una serie de datos que los sitios cristianos y los creyentes en general no han dejado de recalcar, insistiendo en que las personas, cuando se hallan en una situación límite, siempre se acuerdan del Señor, el mismo que están dispuestos a negar en otras ocasiones. Más aún: no faltan -independiente de su fe o no- aquellos que recuerdan ese dicho que asevera que "todos son ateos hasta que se empieza a caer el avión".

Desconozco el nivel de espiritualidad o religiosidad que mantenían los malogrados integrantes del vuelo de Germanwings. Mucho menos si alguno se convirtió durante esos instantes en que se dio cuenta lo cerca que se hallaba de la muerte. Sin embargo, sí se puede inferir, a la luz de esa misma coyuntura mostrada con tanto sensacionalismo en los medios de prensa, que la mayoría de ellos tenía una formación centrada en los valores de la civilización occidental, que incluye, siquiera de modo vago, aspectos básicos de la Biblia, Jesús y el cristianismo, así como una, cuando menos breve, historia de las iglesias que lo conforman. Resumiendo, fueron criados en una determinada cultura, la cual echa cimientos fundamentales en los más diversos ámbitos, por cierto también el religioso. En tal sentido, muchos han (hemos) aprendido y hasta veces asimilado frases que se usan como muletillas en momentos en que la adrenalina, las emociones o la impotencia, o las tres cosas a la vez, no da tiempo siquiera a pensar un parlamento original. Y entre ellas, más de una interjección que cita al Señor. Que de acuerdo: son reservadas para instantes tan extremos como el que experimentaron los pasajeros y los tripulantes de ese avión. Pero que se emplean por su fuerza lingüística, que de acuerdo, aumenta porque el nombre de Adonay está de por medio; no obstante, no pasan de tratarse de clichés tomados cuando la situación supera lo descriptible con palabras, y que en caso alguno constituyen una prueba de arrepentimiento, bastante menos de redención.

Además, cabe recordar que todas esas expresiones están tan ancladas en la vida cotidiana, que no faltan quienes se permiten sacarlas de contexto y llevarlas a un ambiente de burla o de comedia. Así por ejemplo, la exclamación "¡oh Dios mío!" (o su versión en inglés: "¡oh my God!") es utilizada en la pornografía. Por otro lado, hay parlamentos, como el del piloto, que en este afán por buscar gente que sólo en momentos difíciles se acuerda del Señor -y enseguida, supuestamente, le clama- resulta contraproducente, pues incluye una maldición dentro de su estructura, recurso lingüístico prohibido a los creyentes por tratarse de una forma de insulto. Lo que en resumen nos lleva a concluir que estas personas, al no dimensionar la importancia del nombre que compone las interjecciones que emiten, están cometiendo el pecado de tomarlo en vano. Y aunque es bien cierto que se les puede perdonar porque de acuerdo a las circunstancias no se encontraban en condiciones para usar completa y satisfactoriamente su raciocinio, de cualquier modo estamos en presencia de aullidos espetados en medio de la desesperación, alejados de una elaboración consciente, y que por lo tanto no se deben considerar como un testimonio de conversión. Más aún: ni siquiera sirven como demostración de que tarde o temprano la persona acabará acordándose de su creador.

Habría sido más honesto que los integrantes de este vuelo hubieran empleado lo que en lenguaje castizo se conoce como "malas palabras". Desde luego que en el caso de un cristianos se trataría de una contradicción. Pero el auténtico creyente no se desespera ante una situación así. Sino que se queda tranquilo, confiando en el Señor, con el último consuelo de que en el peor de los casos al menos tiene la certeza de que estará con Él en el paraíso. No necesita gritarlo a los cuatro vientos sin reflexionar, ni se siente impulsado a hacerlo en situaciones límites. Porque ya lo tiene en su mente y en su corazón.