domingo, 24 de enero de 2016

El Triunfo de la Prosperidad

El aumento de la ideología de la prosperidad al interior de los templos evangélicos es, desde luego, preocupante. Su expansión ya no se limita a esos enormes templos que los principales líderes de esta corriente han ordenado erigir -con intenciones genuinas de alabar al Señor y asegurar un confort para que el número siempre creciente de fieles igualmente lo haga, pero también, siquiera de modo inconsciente, para satisfacer su propio ego-, sino que además las prácticas de esas congregaciones, como el cántico efusivo y permanente y la reducción cuando no ausencia de la lectura y del estudio bíblicos, están siendo asimiladas con gran fuerza en las iglesias más convencionales, donde no faltan -a veces sobran- voceros que citan frases o recomiendan textos de estas personas, sin reparar en los errores teológicos o doctrinales que pueden contener.

Aclaremos. Fue Jesús mismo quien señaló que si los cargados viniesen a él, les ayudaría de todas las formas imaginables para que pudiesen quitarse su joroba. Una propuesta que ya marca una pequeña diferencia con los predicadores de la prosperidad, quienes aseveran que el Señor sacará los pesos sin necesidad de que los solicitantes hagan el mínimo esfuerzo de su parte. Bueno: en realidad nada que vaya más allá de la fe, que la verdad es que estas personas expresan bastante, llegando a rozar el sacrificio. Pero lo cierto es que finalmente se sienten aliviados, lo que es un gran triunfo considerando lo que algunos llevaban encima. Cosa que debiera suceder en el seno de las iglesias más clásicas, pues no lo olvidemos, fue el propio Cristo quien aseveró que una de las consecuencias de creer en el evangelio resultaba en que el penitente adquiría la capacidad de deshacerse de su onerosa mochila. Y sin embargo, la masa de no convertidos no encuentra la opción de descargarse en las congregaciones más tradicionales, donde se supone hay guías más preparados e instruidos, fuera de una historia que debiera transmitir mayor estabilidad y solidez. Muy por el contrario, se allegan a estos líderes a base de carisma y unos cuantos eslóganes publicitarios consiguen que su interlocutor experimente, cuando menos, un sucedáneo de transformación espiritual.

La verdad es que esos hermanos formados o integrantes de las denominadas, en comparación con las de la prosperidad, iglesias tradicionales, tampoco cuentan con un nivel de preparación digno de elogios. Muchos son legos, sin estudio teológico alguno, varios no han completado su enseñanza elemental y algunos hasta son semi analfabetos. Por otro lado, una persona que viene de afuera lleno de problemas que vislumbra insolubles, por un asunto de lógica, de supervivencia si se quiere, busca una solución lo más inmediata posible a sus tribulaciones, sin detenerse a observar el grado de elucubración que ésta presente -lo cual además, por su estado emocional, le puede resultar confuso o aburrido-. En captar esto último es que los de la prosperidad llevan ventaja, ya que su mensaje vacío, despojado de los aspectos más elementales de la doctrina, suele calar más hondo en quienes se hallan en total desesperación. Sin embargo, a causa de su falta de estudios, los creyentes de raigambre más clásica no adquieren las destrezas argumentativas suficientes para contrarrestar lo que a fin de cuentas es un simple truco publicitario. Toda vez que un recién llegado requiere de una orientación constante en los más diversos términos, la que aparte debe ser efectuada de una forma prudente y correcta, a fin de que un malentendido no signifique el retorno a la vida secular o la determinación de ir tras los mismos evangelistas de la prosperidad, que le prometen un camino fácil, liberado del trabajo práctico e intelectual, y donde el feligrés por obligación debe acabar en la cúspide, se supone que en todos los aspectos, aunque a final de cuentas, siempre importa sólo el económico.

He ahí el dilema. La evangelización, al menos desde los avivamientos del siglo XIX, ha sido de tendencia simplista y siempre destinada a buscar el efecto inmediato. Los antiguos pentecostales y bautistas no difieren en tal aspecto de los líderes de la prosperidad, que ahora están captando más atención porque la manera de dar a conocer su discurso es novedosa y se apega a los cánones sociales actuales -donde más que nada importa la estabilidad, especialmente económica-. Por otro lado, la reacción de los hermanos más tradicionales, que insisten en mencionar de modo exclusivo y sin dar una explicación anexa los aspectos más difíciles del cristianismo, con un lenguaje excesivamente furibundo y condenatorio, en nada ayuda a revertir la situación: de hecho sólo la empeora. Da la sensación que están actuando movidos por la envidia, cuestión que en determinados casos es cierta. Aquí lo primero que se debe hacer es reconocer las culpas, y admitir hasta qué punto hemos fallado en entregar el auténtico mensaje. Fuera de reconocer que muchos de los fieles de la mentada prosperidad son cristianos honestos -y verdaderos- a los que se les puede llamar la atención pero jamás enviarlos al infierno.

domingo, 3 de enero de 2016

Con los Gay Sí, Con Los Musulmanes No

Hace algunas semanas, diversos líderes evangélicos de Uganda se quejaban en distintos medios de comunicación cristianos por el aumento del terrorismo islámico en ese país. Encargaban con especial ahínco la oración continua y sistemática de los creyentes, a fin de ahuyentar a las fuerzas malignas, que en ese territorio debían ser especialmente poderosas porque los musulmanes no sobrepasan la décima parte de la población, y el gobierno está a cargo de un anglicano que lleva más de dos décadas al frente, quien ha demostrado con creces que posee fuerza para estar allí por un largo periodo de tiempo. En resumen, una nación regida por un hijo del Señor que estaba poniendo furioso al diablo, el cual buscaba tumbarla de todas las formas posibles.

Yoweri Museveni, aquel gobernante que por lógica todo hermano de fe está obligado a blindar con un ininterrumpido clamor hacia el cielo, es reconocido a nivel mundial como un presidente corrupto -de ésos para quienes se ha elaborado el vocablo "cleptócratas"- , quien se ha perpetuado en el cargo utilizando las tretas características de un mandatario autoritario: represión y fraude electoral. Es cierto que el tipo le ha entregado a Uganda una estabilidad política y económica que para algunos justifica su mantenimiento en el poder -incluso durante un futuro mediano-, pero el precio que ha debido pagar la población, al menos un segmento de ella, ha sido demasiado alto. Por otro lado, al menos mirando las cosas de un cierto punto de vista, este sujeto no es sino uno más en la seguidilla de legislaciones encabezadas por un religioso convencido que han administrado ese país, y que tienen pocas cuando no ninguna cosa buena que recordar. En esa nación ejerció con mano de hierro, durante tres décadas, el católico Apollo Milton Obote, un auténtico tirano acerca de quien aún falta por investigar la serie de atrocidades que cometió, y que conservó su asiento gracias a la venia de las potencias occidentales, que lo veían como un tapón contra el sinnúmero de experimentos socialistas surgidos en África tras la independencia de las antiguas colonias. Entremedio estuvo el excéntrico -y no menos cruel- Idi Amin, acusado de eliminar a sus opositores mediante el canibalismo, y que profesaba el islam. Faltaba que el otro credo importante, los evangélicos, tuvieran a su dictador, aunque bastante aporte han hecho con el Ejército de Resistencia del Señor, el que por cierto aún opera en el norte de ese Estado.

Claro que a diferencia de sus antecesores Museveni se ha esforzado por demostrar que no sólo ha venido a saquear las arcas y a regar la tierra de cadáveres, y que él sí es un hombre de fe capaz de colocar atención a las cosas divinas, incluso de usarlas en su administración. La prueba más cabal de ello ocurrió hace dos años, cuando promulgó una ley que condenaba la homosexualidad con presidio perpetuo. Una decisión que fue considerada blanda por las distintas iglesias del país, que buscaban que esa conducta fuera sancionada con pena de muerte. Un dato curioso es que ésta ha sido la tendencia de ciertos grupos evangélicos africanos, quienes han empleado su enorme influencia en las capas gobernantes de las distintas sociedades para imponer esta clase de decretos, si bien ninguno ha llegado al extremo del caso ugandés. Sin embargo, lo interesante es que en la concreción de estas iniciativas han contado con el apoyo de agrupaciones de musulmanes, algunas de las cuales les han efectuado sendos ataques, pero con quienes no han tenido reparos en negociar cuando desean que estos proyectos se transformen en cuerpos legales. Uganda no fue la excepción, pese a que no necesitaban de la escuálida representación islámica en el congreso local. Y como en las otras partes, los mahometanas se mantuvieron quietos mientras se discutían estos libelos, pero una vez aprobados, salieron a dinamitar a los desprevenidos cristianos con la violencia de siempre, aún cuando se tratase de una minoría en apariencia poco significativa.

Todo esto abre una interrogante. ¿Por qué los cristianos son incapaces de mostrar con los musulmanes la misma bravura que les ofrecen a los gay? No se trepida en sacar las penas del infierno, incluso implantarlas aquí en la tierra, contra una minoría, pero frente a otra ni siquiera se es capaz de sacar la voz y sólo queda arrodillarse -no se sabe si frente al Señor o al sicario que viene a matar rogando piedad- y elevar una tenue oración. Y es preciso recalcar: el islam en Uganda tiene una aceptación muy baja en comparación con otros territorios de África; los cristianos claramente son más. ¿Qué pasa con su presidente anglicano, por quien solicitan el clamor universal? ¿Su mano de hierro que ha caído de forma indiscriminada sobre el resto de los ciudadanos no puede con el diez por ciento de la población? Cuentan con el gobierno, con la historia, con la mayoría del territorio. Y sólo les sirve para tornarse mártires. Eso sí, después de haber apedreado al pecador.