sábado, 30 de octubre de 2010

De Persia a Peñalolén

Parece que el bahaísmo al fin va a poder instalar su templo soñado en Santiago. No será en el céntrico cerro Santa Lucía, como pretendían hace unos años atrás, sino en unos montes ubicados en la periférica comuna de Peñalolén. Ahí sólo han recibido las quejas de un grupo de vecinos medianamente acaudalados que temen que su tranquilo suburbio se vea invadido, primero por los pesados camiones que transportan materiales de construcción, y luego por los peregrinos que se espera acudirán en masa a ver el monumental edificio, aunque sólo los motive como atracción turística. Pero de todas formas, estos afectados han recalcado que no se oponen a la concreción del proyecto, el cual incluso les despierta una curiosidad en sentido positivo, sino que exigen vías de acceso más expeditas y acordes con el tamaño y la grandilocuencia del futuro recinto. Lo que a todas luces, es menos complicado que enfrentarse a los credos más mayoritarios del país, en especial a los representantes de la iglesia católica -consagrados y laicos- que frente al anterior intento armaron el escándalo correspondiente, alegando que la sede de una religión minoritaria establecida en un lugar tan importante en la historia de la capital chilena, como es el Huelén, ofendía las creencias de los cristianos, que en este caso eran los romanistas.

La fe bahaísta fue fundada a mediados del siglo XIX en el interior de Irán por un ex clérigo musulmán autodenominado Bab. Básicamente, es una mezcla de islamismo, cristianismo y antiguas religiones persas como los cultos a Zoroastro o a Mitras. Son monoteístas absolutos, en el sentido de que su dogma no acepta la posibilidad de, por ejemplo, una Trinidad, como sucede entre los seguidores de Jesús. El dios al cual le sirven, no obstante, habría enviado una serie de profetas y mensajeros -parece que ellos consideran ambas palabras como sinónimos-, entre los cuales se contarían Moisés, Buda, Jesús, Mahoma y, era de esperarse, el mismo Bab. En resumen, todos o casi todos los fundadores de los movimientos religiosos más conocidos. Y en consecuencia, otra iniciativa surgida desde la mente inquieta de un feligrés que deambula buscando las respuestas que su credo de origen no le puede entregar. Fenómeno que siglos atrás ya se había suscitado en el Oriente Medio, precisamente con el mencionado Islam. Y que conoció sus expresiones contemporáneas en el propio seno cristiano, con la aparición de los Testigos de Jehová o los Mormones. Sólo que en el caso de Smith o de Russell, a despecho de sus pretensiones conciliadoras, su afán de mostrarse a sí mismos y a los demás como dueños absolutos de la verdad, frente a la desesperación y la angustia que los embargaba el verse como testigos de una humanidad en sostenida decadencia y que según ellos estaba cerca de la inevitable autodestrucción, los condujo por el derrotero del sectarismo. Mientras que la organización de marras se transformó en un antecedente de los movimientos sincretistas que tanto pululan por el planeta estos días, ayudados por la pérdida de credibilidad de las iglesias tradicionales y el fenómeno de la globalización. De hecho, los bahaístas no efectúan proselitismo y sus templos están pensados para que gente de diversos credos se reúna a orar y a meditar, sin exigirle que abandone su fe inicial. Aunque, como siempre sucede en estas situaciones, tal principio tiene su letra chica, pues detrás de las buenas y auténticas intenciones se esconde un clero muy bien estructurado, que maneja considerables sumas de dinero y que por lo mismo también ha conocido de disputas de poder y escisiones.

Pero dejemos a un lado las discusiones dogmáticas y centrémonos en las consideraciones que rodean a la construcción del templo. Para empezar, es correcto que las autoridades en su momento hayan desistido de entregar los permisos para su edificación en el cerro Santa Lucía. No por los argumentos que esgrime la iglesia católica, sino porque se trata de un espacio público con un alto valor simbólico y un Estado no puede favorecer a una religión, ya que, al garantizar la libertad y la igualdad, se coloca por encima de ellas. Y no se trata de un asunto de unión o separación con una determinada iglesia. Pues, al imaginar a los bahaístas en la cima del Huelén, resulta imposible no comparar su imagen con la de aquella estatua de trece metros de Juan Pablo II que un grupo de católicos fervientes pretendían erigir en otro punto céntrico de Santiago, como es el barrio Bellavista. Es decir, que al final se trata de aplicar ley pareja, que es la esencia de todo sistema democrático. Ahora: la tentación que se produce con las religiones nuevas, desconocidas o exóticas, es que sus obras magnánimas no sean vistas desde el punto de vista del sentimiento religioso, sino desde la arquitectura o el urbanismo, como edificios que tienen potencial para transformarse en postales de la ciudad donde se instalan. Y en realidad, una vez terminado, el recinto de marras acabará siendo una de las fotografías en los folletos turísticos que describan Santiago, más si se trata de una urbe con escasos monumentos de este tipo que se pueden admirar. Por eso, al final igual era recomendable que se planificara aunque en otro sitio, por lo cual la elección de los extramuros de Peñalolén continúa siendo acertada.

El bahaísmo es una creencia con la cual los chilenos no están familiarizados. Aparte del asunto de la novedad, está todo un dogma que aspira a la realización de una utopía pacifista, de manera distinta a la cual lo proponen los credos cristianos, además de sus sacerdotes no fuerzan a las personas a ser miembros de sus congregaciones. Es en ese sentido una religión "buena onda" como diría un adolescente medio chileno. Y si vienen con un proyecto imponente bajo el brazo, que además es único en Sudamérica, generan mayor simpatía. Es como si de golpe y porrazo Santiago recibiera un templo comparable a las más grandes catedrales de Europa y América Latina, algo de lo cual se carece por estos pagos. Dejemos que canalicen sus deseos, que a fin de cuentas ya no ocasionarán la inquietud de ningún cristiano. Y demostremos que la fe se lleva en el corazón, y que el boato es tan vacío como el turista que se dedica a sacar fotos de lo cree es la realidad de un territorio extranjero.

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