domingo, 3 de octubre de 2010

Aspirar a Un Vulgar Consumo

Mucho se ha venido hablando en la prensa acerca de los denominados "aspiracionales", un neologismo que, como muchos de los términos que se emplean en Chile para identificar a supuestos grupos cohesionados con el fin de escribir en torno a ellos un sinnúmero de mamotretos seudocientíficos que se busca hacer pasar por tratados sociológicos, no existe en la lengua española, y por lo tanto, se constituye a la larga en otro factor que alimenta ese prejuicio que asevera que en este territorio no nos comunicamos mediante el idioma de Cervantes, sino por un pidgin empobrecido que cada día asume características más peculiares.

Pero ya que el vocablo, cual animal "inamible" ha sido echado a las calles por los inefables medios masivos de comunicación de este país, no nos queda sino convivir con él y eso significa, antes que nada, descubrir a qué segmento de la población está dirigido, como forma de descifrar los propósitos de quienes lo crearon o en su defecto se han esmerado en esparcirlo. Valiéndose de los análisis tanto del texto como del contexto, podemos trazar el perfil de un aspiracional: un sujeto de extracción popular, por lo general de origen medio bajo, aunque no necesariamente, proveniente de la miseria o la pobreza más identificable; quien, merced a un conjunto de causas -ya sea combinadas o separadas-, como sus estudios universitarios, un trabajo bien remunerado o el desarrollo de una pequeña empresa, ha logrado elevar sus ingresos económicos a un nivel que le permite vivir, no en el boato ni cerca de él, pero al menos con una relativa comodidad. Dicha situación, es divulgada por el agraciado a través de aspectos externos, casi siempre relacionados con el consumo: por ejemplo, la compra de bienes más o menos vistosos, como grandes televisores digitales o enormes automóviles del tipo cuatro por cuatro o sus afines. Además, habitan casas de mediano tamaño, espaciosas a la primera intuición, especialmente porque sus fachadas no guardan ninguna similitud con las viviendas otorgadas por los subsidios estatales. Dentro de tales habitaciones, se despliega una vida de familia que sigue el modelo de las tarjetas navideñas estadounidenses, pasado por el cedazo de las grandes casas comerciales. Hay un padre y una madre -casados o convivientes- y uno a tres hijos, que reparten su tiempo, los más pequeños, entre sus juguetes y la televisión por cable, y los que ya van a la escuela, entre esa instancia y el computador con internet. Todo este mundo perfecto, ha sido posible gracias al endeudamiento y al crédito, que les ha servido para acceder a ciertos productos considerados de lujo, aún estando disponibles en el mercado sus pares más baratos.

Basándose en esta descripción, podemos concluir que este fenómeno social lo conforman personas cuyo rasgo más sobresaliente es el consumo desmedido y a veces compulsivo en pro de crear en torno a ellos una buena imagen. De ahí que el término que pretende agruparlos (no lo olvidemos: está ausente en el diccionario español) derive del verbo aspirar, no en el sentido de absorber, sino de superarse a sí mismo escalando posiciones. El problema es que entonces se cae en un grave error semántico, pues la supuesta aspiración no alude ni en tono de broma a un afán de quemar naves mediante el esfuerzo individual, aunque sí haya sido una pieza fundamental en todo el proceso de arribo a la mentada condición. En cambio, la pretensión, una vez conseguidos un buen puesto, una casa aceptable y un cónyuge -o pareja, que para el caso es lo mismo-, es a través de la adquisición de bienes, provocar la apariencia externa de que se continúa ascendiendo. O visto de un modo más, si se quiere, positivo: demostrar que en un país democrático con un capitalismo nuevo liberal practicado a rajatabla, se puede vivir como lo hacen los más ricos, aunque sólo sea en el marco de las necesidades más básicas, y todo esto muy a pesar de las cacareadas acusaciones de desigualdad. Dicha demostración, además, y esto es lo que en definitiva la torna interesante, es a la vez exterior e interior, pues quien la ampara al final se hace la idea de que ha alcanzado las metas que se propuso, que no son sino adquirir los mismos bienes de los más adinerados. Una nueva clase social que como todas las que aparecen de tarde en tarde en Chile, va camino a transformarse en una casta para después de algunas décadas, sucumbir ante la próxima crisis financiera, mermada por el aumento del desempleo y la amenaza constante que representa esa patológica mala distribución del ingreso que se padece por estos lares. Un puñado de "desclasados", como se diría en la década de 1960 (otro neologismo, aunque en este caso, sí aceptado por la RAE), y que en la actualidad podrían calificarse de desorientados o incluso en ciertos casos, desubicados, quienes se encuentran obnubilados por su auto engaño, del cual no desean salir ni mucho menos que los saquen, pues la realidad es siempre dura cuando se despierta de un sueño tan agradable.

Durante los años 1990, fueron carne de los noticiarios de poca monta, esos esperpentos que deambulaban por la calle con un celular de palo o de juguete, y que iban todos los días al supermercado a rebalsar un carro que luego abandonaban en uno de los pasillos. Ellos fueron los primeros aspiracionales o en el mejor de los casos, el antecedente más directo y fidedigno de éstos. La diferencia es que aquellos teléfonos hoy están disponibles para todos los estratos sociales y no es de extrañar ver alguno de ellos -de los auténticos, se supone- en un campamento o una villa miseria. Y que el resto de los bienes de consumo también han bajado su coste o se han masificado. Con esos factores, y la propaganda que entrega un cartón universitario (que en Chile no son más que eso), no alcanza para romper la brecha de desigualdad, pero sí para estructurar una coraza dentro de la cual uno pueda sentirse realizado porque ve corretear a sus hijos por la casa en medio de televisores de última generación. Pero que en caso alguno, demuestra aspiración a un ascenso estamental, a una búsqueda por la instrucción cultural, ni siquiera a un buen pasar monetario.

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