Indignación. Es lo único que cualquier persona con sus facultades cognitivas en perfectas condiciones puede sentir frente a la aberración cometida por Carlos Larraín, el conocido político derechista proveniente de un sector social acomodado, quien ofreció pagarle diez millones de pesos a la viuda de Hernán Canales, con el compromiso de que ésta desistiera de la querella contra su hijo Martín, quien atropelló y mató a ese ciudadano en un camino carretero de la localidad de Curanipe, luego de lo cual huyó y horas después dio una confesión falsa en un recinto policial, al parecer con el afán de que no se descubriera que estaba bebido. Un malestar general que se torna más profundo cuando uno analiza los acontecimientos y nota que el acuerdo antes mencionado es sólo el punto culminante de una seguidilla de injusticias en las que estuvieron involucrados los mismos tribunales, quienes rechazaron que otros familiares de la víctima -como sus hermanos, hijos o primos, que acompañaban al ahora occiso el día del fatal accidente- formaran parte de la demanda, reduciendo el respaldo de ella únicamente a la esposa, una mujer analfabeta y con prácticamente nulas posibilidades de proveerse de un abogado competente, incluso si fuera asignado por el sistema público.
Quizá la mejor manera de comprender la desfachatez, no tanto de Carlos Larraín como del sistema judicial, esté en la utilización del concepto de buena familia, que se aplica a núcleos conservadores de sectores altos, y por extensión medios, compuestos por un padre y una madre que llevan años de matrimonio, compromiso sellado ante un representante de la religión mayoritaria del país, y que en la medida de los posible cuentan con una alta cantidad de hijos (los del político son diez, de los cuales Martín es el menor). Porque dicho término implica que existe una suerte de lado oscuro, de mala familia o más bien de no-familia, que es una versión, más que opuesta, indeseada e indeseable. Y dado que los llamados buenos pertenecen a un estrato acaudalado e influyente, lo lógico es que los contrarios se ubiquen en las antípodas sociales, no tanto entre los más pobres sino más bien en el pueblo raso. Enseguida, considerando que lo correcto es lo que se debe cuidar con mayor celo, entonces es preciso resguardar al núcleo que cumple de mejor manera los estándares reseñados al comienzo de este párrafo. Condenar, siquiera encartar al benjamín de los Larraín, quien sólo cometió una chiquillada propia de su inmadurez, constituye un intento de destrucción de lo que es adecuado, lo que a la postre puede minar la moralidad de una nación. En cambio, lo otro es una masa amorfa y peligrosamente horizontal donde confluyen parientes cercanos y lejanos, en una mescolanza gregaria que se acerca a los planteamientos de los jipis y los socialistas.
Es la lección que le pretendieron dar los tribunales a la viuda de Hernán Canales. Padre, madre e hijos son los vértices de un triángulo creado por la sabia naturaleza. Cualquier instancia que rompa ese equilibrio es un hecho antisocial que no debe ser alentado. Por ello es que los hermanos y los hijos de la víctima merecían ser excluidos de la acusación contra Martincito. Tenían que estar preocupados de sus propios dependientes, y no ayudar a esposas o niños ajenos ni dejarse auxiliar por alguno de éstos, ya que eso significa que no hay orden al interior de la casa. Para colmo el jefe de hogar falleció, lo que a la larga es otro punto en contra de esta señora. ¿Cómo es posible que alguien con esa clase de antecedentes tenga el descaro de presentar pleito en contra de un muchacho que manejaba un costoso y estéticamente llamativo vehículo, el cual lo blindaba de eventuales ataques imprevisto, y con el cual además demostraba la importancia no de su familia, sino de la familia? ¿Cómo, más encima una piscina a la que apenas la entrelazaba la sangre, y que deambulaba por un camino asfaltado?
Es el problema de un país que privilegia de manera excesiva la ideología de la familia. Ésta, de manera irremediable, se acaba siempre reduciendo a los núcleos más altos, que cuentan con los recursos no sólo para mantener un buen número de hijos sino además evitar su exposición al exterior incluso cuando se trata de situaciones graves, lo que permite sostener el principio de lavar la ropa sucia en el hogar, donde hay unos padres competentes y repletos de valores. Al resto le queda afrontar las garras de la delincuencia, la adicción y el relajamiento moral. No importa su exterminio, más aún llega a ser aconsejable, pues representa una variante distorsionada y corrompida al estilo de los sistemas políticos descritos por Aristóteles, que es urgente extirpar porque entrega una mala imagen de lo que se cree. ¿Cómo fue que Hernán Canales y su esposa, o sus más cercanos, no fueron capaces de ahorrar lo suficiente para adquirir un automóvil, y así evitar que auténticos desconocidos sirvieran como escudos humanos mutuos? Una conclusión que subyace en decisiones como enviar a niños a orfanatos o quitárselos a sus progenitores biológicos para otorgarlos en una adopción irregular. De lo cual hablaremos más adelante.
domingo, 4 de mayo de 2014
domingo, 20 de abril de 2014
En el Arca Todo Cabe
Mucho se ha escrito acerca de la última película de Noé dirigida por Darren Arofnosky, en especial dentro de los círculos cristianos. Se ha dicho que el filme se vale de fuentes de dudosa procedencia, como apócrifos de origen hebreo, e incluso de textos provenientes de movimientos que surgieron en paralelo al cristianismo primitivo, y que rivalizaron con éste, como el gnosticismo. Desde luego que son debates que se circunscriben al ámbito teológico, y no consideran la calidad artística de la producción, toda vez que para muchos de los reclamantes, cuando se trata de recrear pasajes bíblicos, ambos elementos deben estar unidos y mantener una relación de mutua dependencia. Aunque de todas formas, los críticos coinciden en que esta realización va de lo regular a lo aceptable, y que no va a trascender lo suficiente, restringiendo sus exhibiciones futuras a uno que otro pase en televisión durante la Semana Santa.
El arca de Noé habrá sido de dimensiones colosales, pero el espacio que se le dedica a esa gesta en Biblia está muy acotado, reduciéndose a una mera anécdota incluso dentro del libro que la contiene, el Génesis. Siendo realistas, todo lo que se narra acerca del diluvio y la construcción de la embarcación no da para más que un cortometraje o un segmento de un filme largo, como de hecho estos acontecimientos fueron tratados en "La Biblia en el Principio" de John Huston. Quizá haya sido la manera en que se abordó en dicha producción este pasaje de las Escrituras, lo que finalmente motivó la realización de una obra bastante más extensa. Pues la viñeta cuenta con una extraña dosis de ironía y comicidad, en contraste con su par bíblico que jamás abandona el tono solemne. Tal vez se eligió esta historia para introducir tales elementos a fin de distender una película que podía terminar siendo tediosa debido a sus palpables pretensiones de seriedad, opción que se eligió lo más probable para no generar protestas entre la gran cantidad de personas que consideran estos sucesos como verdad revelada y sagrada. Entonces, en un afán de evitar tanto la censura como la mala taquilla, se decidió romper levemente con el estilo en un fragmento menor. Sin embargo, ni los guionistas ni el director consideraron la mediana popularidad que la epopeya de Noé tiene dentro de las iglesias, donde se suele recurrir a ella enseñándola en el formato de un cuento para niños. Un cúmulo de factores que debe haber dejado con sangre en el ojo a varios.
Por otro lado, el género cinematográfico conocido como péplum, que encasilla a las películas que tratan historias bíblicas o se ambientan en la Antigüedad clásica o la Edad Media, no se caracteriza por sostener una fidelidad con los relatos de las Escrituras que se busca recrear. Por ejemplo, en los filmes de origen católico se incluyen citas de textos apócrifos redactados entre los siglos III y IV, que en esa organización son admitidos como fuente inspirada mediante la denominada tradición. La muestra más evidente de ello es "Un Niño Llamado Jesús", basado casi exclusivamente en los protoevangelios. Pero también hay momentos en "Jesús de Nazareth" en los cuales también se sucumbe a esta tentación. Mientras que las producciones oriundas de Hollywood o de sus afines, desarrolladas en el seno de un país de tradición evangélica, prefieren rellenar el guion con escenas cuyo aporte a la trama es escaso, quizá temiendo que el agregado de secuencias de propia cosecha capaces de despertar interés, provoquen el reclamo de agrupaciones más conservadoras y religiosas, quienes llamarían la atención acerca de un elemento ausente en la Biblia pero con la fuerza suficiente para generar distracción y llegar a hacer creer a los espectadores que forma parte de la verdad revelada (como una encuesta reciente hecha en naciones anglosajonas, que dio a conocer que muchos niños creían que personajes como Superman o Harry Potter aparecían en el Nuevo Testamento). El Noé de Arofnosky, según entiendo, cuenta con influencias de los dos casos expuestos aquí, por lo que se trataría de una curiosa muestra de globalización, que igualmente afecta a los distintos seguidores del cristianismo.
Muy hermosa será la epopeya del arca de Noé. Pero en la Biblia, e incluso en el ámbito del Génesis, las historias de los patriarcas antediluvianos son una simple introducción a lo que realmente importa, que es la gestación del pueblo de Israel, y a partir de ahí, de la expansión del mensaje de salvación universal a través del cristianismo. Los relatos que anteceden a Abraham constituyen un mero recordatorio de que Dios existe y estaba ahí antes de la formación del mundo. Sin embargo, deben ser tomados como la antesala a lo que de modo indiscutible es más valioso. Así lo entendió el autor de la Torá y así lo debemos comprender nosotros en la actualidad. Que la gesta de Noé se le siga inculcando a los niños: totalmente de acuerdo. Pero con la conciencia de que la infancia es una etapa primigenia de la existencia, donde entre otras cosas se debe preparar a los muchachos para la edad adulta.
El arca de Noé habrá sido de dimensiones colosales, pero el espacio que se le dedica a esa gesta en Biblia está muy acotado, reduciéndose a una mera anécdota incluso dentro del libro que la contiene, el Génesis. Siendo realistas, todo lo que se narra acerca del diluvio y la construcción de la embarcación no da para más que un cortometraje o un segmento de un filme largo, como de hecho estos acontecimientos fueron tratados en "La Biblia en el Principio" de John Huston. Quizá haya sido la manera en que se abordó en dicha producción este pasaje de las Escrituras, lo que finalmente motivó la realización de una obra bastante más extensa. Pues la viñeta cuenta con una extraña dosis de ironía y comicidad, en contraste con su par bíblico que jamás abandona el tono solemne. Tal vez se eligió esta historia para introducir tales elementos a fin de distender una película que podía terminar siendo tediosa debido a sus palpables pretensiones de seriedad, opción que se eligió lo más probable para no generar protestas entre la gran cantidad de personas que consideran estos sucesos como verdad revelada y sagrada. Entonces, en un afán de evitar tanto la censura como la mala taquilla, se decidió romper levemente con el estilo en un fragmento menor. Sin embargo, ni los guionistas ni el director consideraron la mediana popularidad que la epopeya de Noé tiene dentro de las iglesias, donde se suele recurrir a ella enseñándola en el formato de un cuento para niños. Un cúmulo de factores que debe haber dejado con sangre en el ojo a varios.
Por otro lado, el género cinematográfico conocido como péplum, que encasilla a las películas que tratan historias bíblicas o se ambientan en la Antigüedad clásica o la Edad Media, no se caracteriza por sostener una fidelidad con los relatos de las Escrituras que se busca recrear. Por ejemplo, en los filmes de origen católico se incluyen citas de textos apócrifos redactados entre los siglos III y IV, que en esa organización son admitidos como fuente inspirada mediante la denominada tradición. La muestra más evidente de ello es "Un Niño Llamado Jesús", basado casi exclusivamente en los protoevangelios. Pero también hay momentos en "Jesús de Nazareth" en los cuales también se sucumbe a esta tentación. Mientras que las producciones oriundas de Hollywood o de sus afines, desarrolladas en el seno de un país de tradición evangélica, prefieren rellenar el guion con escenas cuyo aporte a la trama es escaso, quizá temiendo que el agregado de secuencias de propia cosecha capaces de despertar interés, provoquen el reclamo de agrupaciones más conservadoras y religiosas, quienes llamarían la atención acerca de un elemento ausente en la Biblia pero con la fuerza suficiente para generar distracción y llegar a hacer creer a los espectadores que forma parte de la verdad revelada (como una encuesta reciente hecha en naciones anglosajonas, que dio a conocer que muchos niños creían que personajes como Superman o Harry Potter aparecían en el Nuevo Testamento). El Noé de Arofnosky, según entiendo, cuenta con influencias de los dos casos expuestos aquí, por lo que se trataría de una curiosa muestra de globalización, que igualmente afecta a los distintos seguidores del cristianismo.
Muy hermosa será la epopeya del arca de Noé. Pero en la Biblia, e incluso en el ámbito del Génesis, las historias de los patriarcas antediluvianos son una simple introducción a lo que realmente importa, que es la gestación del pueblo de Israel, y a partir de ahí, de la expansión del mensaje de salvación universal a través del cristianismo. Los relatos que anteceden a Abraham constituyen un mero recordatorio de que Dios existe y estaba ahí antes de la formación del mundo. Sin embargo, deben ser tomados como la antesala a lo que de modo indiscutible es más valioso. Así lo entendió el autor de la Torá y así lo debemos comprender nosotros en la actualidad. Que la gesta de Noé se le siga inculcando a los niños: totalmente de acuerdo. Pero con la conciencia de que la infancia es una etapa primigenia de la existencia, donde entre otras cosas se debe preparar a los muchachos para la edad adulta.
domingo, 6 de abril de 2014
El Bautizo de Córdoba
Muchos comentarios (pero no un escándalo, como habría sucedido hace sólo un par de años) generó el bautizo efectuado a una bebé en un templo católico de Córdoba, Argentina, hija de una pareja de lesbianas, la cual fue concebida por una de las dos mujeres mediante inseminación artificial. Los sacerdotes que estaban a cargo del recinto confirmaron en los medios de prensa que autorizaron la administración del sacramento aún conociendo la estructura familiar que rodeaba a la recién nacida, en parte cumpliendo las máximas de Jesús respecto al trato hacia los niños, así como también aceptando el principio cristiano de que el pecado es de exclusiva responsabilidad individual y al contrario de lo afirmado en el AT no se traspasa a las generaciones más jóvenes; y lo más probable, remembrando aquella sentencia emitida por el papa Francisco, también argentino, quien señaló que no era nadie para juzgar a un homosexual, declaraciones que se desprenden de otro principio prescrito a los creyentes, pero que a la luz del caso que nos convoca, no deja de esconder un cierto grado de ambigüedad.
Cuando el rechazo a la tendencia homosexual comenzó a perder terreno, a mediados de los años 1960, y en concordancia con la contingencia social que se dio tanto en esa década como en la siguiente, empezó a su vez a cobrar fuerza una versión exagerada de la caricatura del afeminado, que remató en esa imagen del marica chillón y avasallador que acompañó al auge de la llamada onda disco, y que se reflejó en la actitud de agrupaciones musicales como Village People, y con pretensiones más artísticas, Queen. Eran los tiempos de decadencia máxima de todo el ideario surgido con la denominada revolución de las flores, pero en donde igualmente las conductas libertinas llegaban a su mayor apogeo, representadas en aquellas discotecas como la Studio 54 donde se bebía, se consumían drogas y se copulaba con cuanto desconocido saliera al paso, sin importar su condición social o género. Entonces, la moda consistía en demostrarles, no sin un dejo de arrogancia, ya no a los grupos conservadores, sino a los individuos más recatados que sus normas culturales se batían en retirada. En esa vorágine de hedonismo, la homosexualidad era vista como la guinda de la torta. Y los gay de la época estaban conscientes de ello y lo explotaban, quizá porque les permitía obtener mucho dinero y además ser la ropa atractiva de la vitrina. Por lo que asumían con gusto y una sensación de triunfo dicho rol, que los transformaba en símbolos de un destape que no sólo abarcaba el libertinaje propiamente tal, sino que también algunos comportamientos definidos en círculos mojigatos como depravación.
Pero hacia 1981 apareció el sida, que en sus inicios cargó con el mote de ser una enfermedad de homosexuales, y estas conductas comenzaron a ser miradas con recelo, una situación que, dándose la lógica, afectó en especial a sus representantes más plausibles. Fue entonces que los gay experimentaron un breve periodo de repliegue que les sirvió para elaborar una nueva estrategia que impidiera que se produjera un retroceso en la aceptación de su tendencia. De esas divagaciones de orden quizá más intelectual -una actividad que requiere de necesarias dosis de recato- se desprendieron propuestas como el matrimonio igualitario, la adopción de niños y en el caso de las lesbianas el embarazo por inseminación, iniciativas todas que han ocasionado bastantes quebraderos de cabeza entre algunos grupos religiosos. El gay podía llegar a ser un correcto padre de familia, institución símbolo de la moralidad, los buenos modales y el conservadurismo. Las salidas de armario, por su parte (efectuadas por personas de trayectoria reconocida por todas las capas de la sociedad, y que por lo tanto no corrían riesgos muy alto a la hora de tomar esa determinación), aportaron a la causa a personas que pertenecían a círculos reconocidos y respetables, como empresarios, políticos o profesionales. El ámbito de estos sujetos ya no se restringía a estilistas, peluqueros u otros oficios vinculados a la frivolidad del espectáculo. Muy por el contrario, entre ellos había una gran cantidad de integrantes de cuello y corbata, capaces de debatir sin siquiera provocar en el interlocutor una evocación mental de los estereotipos clásicos. Hechos que permitieron que también asomara la cabeza el por entonces poco atendido lesbianismo, recordando esas convicciones que asocian a lo femenino con el diálogo, pero además con la renuncia al avasallamiento y a la arrogancia.
Esta homosexualidad de pareja estable (que ha impulsado a condenar de modo enérgico, por ejemplo, a los bisexuales) es la que conquista terreno en la actualidad y la que se halla detrás de estos supuestos cambios de mentalidad que para los colectivos gay se han transformado en importantes logros. Por ello, no es extraño que en la iglesia católica, con su propio papa a la cabeza, se manifieste un cierto nivel de tolerancia y hasta de simpatía hacia situaciones como la de la pareja de lesbianas expuesta aquí. Una organización reaccionaria como quien más, pero que ha sido debilitada producto de una serie de golpes recibidos que han resultado bastante más poderosos que una epidemia viral. Y entre dos agrupaciones que después de todo tienen un determinado grado de afinidad, quizá no ideológica pero sí emocional o circunstancial, ambas disminuidas en sus fuerzas, surge la solidaridad mutua con la intención de recuperar la reciedumbre y volver al sitial de prestigio a imponer sus términos. Ha ocurrido siempre así incluso entre los que en apariencia eran los enemigos más enconados. Pero en fin: parafraseando el dicho, el diablo los junta para formar con ellos al anticristo.
Cuando el rechazo a la tendencia homosexual comenzó a perder terreno, a mediados de los años 1960, y en concordancia con la contingencia social que se dio tanto en esa década como en la siguiente, empezó a su vez a cobrar fuerza una versión exagerada de la caricatura del afeminado, que remató en esa imagen del marica chillón y avasallador que acompañó al auge de la llamada onda disco, y que se reflejó en la actitud de agrupaciones musicales como Village People, y con pretensiones más artísticas, Queen. Eran los tiempos de decadencia máxima de todo el ideario surgido con la denominada revolución de las flores, pero en donde igualmente las conductas libertinas llegaban a su mayor apogeo, representadas en aquellas discotecas como la Studio 54 donde se bebía, se consumían drogas y se copulaba con cuanto desconocido saliera al paso, sin importar su condición social o género. Entonces, la moda consistía en demostrarles, no sin un dejo de arrogancia, ya no a los grupos conservadores, sino a los individuos más recatados que sus normas culturales se batían en retirada. En esa vorágine de hedonismo, la homosexualidad era vista como la guinda de la torta. Y los gay de la época estaban conscientes de ello y lo explotaban, quizá porque les permitía obtener mucho dinero y además ser la ropa atractiva de la vitrina. Por lo que asumían con gusto y una sensación de triunfo dicho rol, que los transformaba en símbolos de un destape que no sólo abarcaba el libertinaje propiamente tal, sino que también algunos comportamientos definidos en círculos mojigatos como depravación.
Pero hacia 1981 apareció el sida, que en sus inicios cargó con el mote de ser una enfermedad de homosexuales, y estas conductas comenzaron a ser miradas con recelo, una situación que, dándose la lógica, afectó en especial a sus representantes más plausibles. Fue entonces que los gay experimentaron un breve periodo de repliegue que les sirvió para elaborar una nueva estrategia que impidiera que se produjera un retroceso en la aceptación de su tendencia. De esas divagaciones de orden quizá más intelectual -una actividad que requiere de necesarias dosis de recato- se desprendieron propuestas como el matrimonio igualitario, la adopción de niños y en el caso de las lesbianas el embarazo por inseminación, iniciativas todas que han ocasionado bastantes quebraderos de cabeza entre algunos grupos religiosos. El gay podía llegar a ser un correcto padre de familia, institución símbolo de la moralidad, los buenos modales y el conservadurismo. Las salidas de armario, por su parte (efectuadas por personas de trayectoria reconocida por todas las capas de la sociedad, y que por lo tanto no corrían riesgos muy alto a la hora de tomar esa determinación), aportaron a la causa a personas que pertenecían a círculos reconocidos y respetables, como empresarios, políticos o profesionales. El ámbito de estos sujetos ya no se restringía a estilistas, peluqueros u otros oficios vinculados a la frivolidad del espectáculo. Muy por el contrario, entre ellos había una gran cantidad de integrantes de cuello y corbata, capaces de debatir sin siquiera provocar en el interlocutor una evocación mental de los estereotipos clásicos. Hechos que permitieron que también asomara la cabeza el por entonces poco atendido lesbianismo, recordando esas convicciones que asocian a lo femenino con el diálogo, pero además con la renuncia al avasallamiento y a la arrogancia.
Esta homosexualidad de pareja estable (que ha impulsado a condenar de modo enérgico, por ejemplo, a los bisexuales) es la que conquista terreno en la actualidad y la que se halla detrás de estos supuestos cambios de mentalidad que para los colectivos gay se han transformado en importantes logros. Por ello, no es extraño que en la iglesia católica, con su propio papa a la cabeza, se manifieste un cierto nivel de tolerancia y hasta de simpatía hacia situaciones como la de la pareja de lesbianas expuesta aquí. Una organización reaccionaria como quien más, pero que ha sido debilitada producto de una serie de golpes recibidos que han resultado bastante más poderosos que una epidemia viral. Y entre dos agrupaciones que después de todo tienen un determinado grado de afinidad, quizá no ideológica pero sí emocional o circunstancial, ambas disminuidas en sus fuerzas, surge la solidaridad mutua con la intención de recuperar la reciedumbre y volver al sitial de prestigio a imponer sus términos. Ha ocurrido siempre así incluso entre los que en apariencia eran los enemigos más enconados. Pero en fin: parafraseando el dicho, el diablo los junta para formar con ellos al anticristo.
domingo, 23 de marzo de 2014
Un Dios Que Te Odia
Durante el fin de semana se produjo el deceso de Fred Phelps, el fundador y hasta hace unos meses líder de la inefable Iglesia Bautista de Westboro, ese grupo autónomo conformado por miembros de tres familias, todas emparentadas entre sí, que se hizo conocido por los hostigamientos que efectuaba en los funerales de las celebridades, insistiendo delante de los deudos que a causa de su conducta terrenal iban a terminar en el infierno, así como en los velatorios de los soldados norteamericanos caídos en alguna de las tantas intervenciones de Estados Unidos en territorios extranjeros, no para protestar por la política belicista del país, sino para recordar que, de acuerdo a su propia y peculiar interpretación de las Escrituras, estos hechos formaban parte del enojo divino contra una nación que estaba abandonando los principios bíblicos y tolerando la existencia de la homosexualidad, tendencia que de acuerdo a estos religiosos debía ser condenada con la muerte.
Desde luego que hay bastante de morbo, sensacionalismo y prensa amarilla en torno al fenómeno Westboro, algo que probablemente Phelps nunca se detuvo a analizar en profundidad (la mayoría de estos extremistas religiosos, en todo caso, son poco reflexivos). No obstante, de seguro sí que tanto él como sus dirigidos estaban al corriente de lo que provocaban alrededor suyo, y empleaban tales consecuencias en favor de la divulgación de su mensaje, del que al menos este líder parecía muy convencido. Así, esa hoguera de frivolidades que integraban todas la celebridades a las cuales Fred atacó de manera tan denodada, finalmente le permitió tanto a él como a su grupo ganarse un lugar en la opinión pública norteamericana y cristiana universal. Juego que en este último tiempo se le volvió en contra, cuando una comunidad de filiación satanista llevó a cabo un ritual en la tumba de su madre, devolviendo con la misma moneda las desagradables intromisiones efectuadas por esta congregación en las pompas fúnebres. Y que ahora anunció que realizará una serie de danzas con el propósito de asegurar que el recién difunto permanezca en el averno para que Mefistófeles lo transforme en gay. Odio con odio se paga.
Sin embargo, ¿fue sólo el sensacionalismo lo que ayudó a instalar en los márgenes más amplios de la sociedad a una insignificante iglesia familiar sita en un suburbio de Topeka? Por cierto que fue un factor muy significativo, en especial en un país que en muchos aspectos, también espirituales, ha sentado pautas en lo que se refiere a frivolidad. Pero esto tiene un punto de partida que subyace en el subconsciente de la mayoría de los norteamericanos, sobre todo en quienes están ligados al cristianismo evangélico. Aunque tal vez ninguno se atreva a irrumpir en un funeral con un cartel que asevere que Dios odia a los maricas, varios en los púlpitos y en los medios de comunicación especializados llaman a detener con la mayor fuerza y de cualquier modo la llamada agenda gay, buscando que a los homosexuales se les nieguen hasta los derechos humanos más básicos, ya que según ellos su conducta está relacionada con los más diversas aberraciones y los más abyectos abusos sexuales, cuestión que está comprobada que no es cierta y que además no es sino una versión más suavizada de lo que preconizan los Westboro, quienes acusan a estas personas de constituir la causa casi exclusiva de todos los males del mundo. Cuando acaece un asesinato homofóbico, muchos de estos creyentes alientan a no darle importancia, pues la víctima era un pecador que recibirá el castigo eterno. Y un grueso muy relevante opina o realmente concibe la idea de que dicha minoría es de lo peor, más aún que los más crueles impíos.
Fred Phelps podrá ser una variante extremista e inaceptable. Pero sólo constituye la punta de un témpano. Muchas de las actuaciones del recién fenecido pastor forman parte de los comentarios privados o los sermones de muchos hermanos, quienes no buscan cruzar la barrera por un asunto de buena crianza. Es por ello que pudo darse un individuo con tales características. Porque hay una base de prejuicios sociales detrás, por desgracia alentados por muchas de esas iglesias que hoy rasgan vestiduras y dicen que lo de Westboro es un camino equivocado. Cabe recordar que en algunas comunidades evangélicas, en los discursos de despedida de algún occiso que en vida no actuó conforme a la visión de sus connacionales de acuerdo a los dictámenes divinos, se le dedicaban discursos en los cuales se aseveraba que dicho finado se pudriría en el infierno. Y parece que hay cosas que no cambian. Ya que por estos mismos días un predicador norteamericano, de visita en Brasil, recalcó que Dios aborrece tanto al pecado como al pecador y que la sola tolerancia a la existencia de los homosexuales era un acto de cobardía y en consecuencia de apostasía que iba de seguro a significar la pérdida de la salvación. ¿El Señor es amor y también fuego consumidor? Completamente de acuerdo. Pero cuidado: no los vaya a terminar fulminando a ustedes.
Desde luego que hay bastante de morbo, sensacionalismo y prensa amarilla en torno al fenómeno Westboro, algo que probablemente Phelps nunca se detuvo a analizar en profundidad (la mayoría de estos extremistas religiosos, en todo caso, son poco reflexivos). No obstante, de seguro sí que tanto él como sus dirigidos estaban al corriente de lo que provocaban alrededor suyo, y empleaban tales consecuencias en favor de la divulgación de su mensaje, del que al menos este líder parecía muy convencido. Así, esa hoguera de frivolidades que integraban todas la celebridades a las cuales Fred atacó de manera tan denodada, finalmente le permitió tanto a él como a su grupo ganarse un lugar en la opinión pública norteamericana y cristiana universal. Juego que en este último tiempo se le volvió en contra, cuando una comunidad de filiación satanista llevó a cabo un ritual en la tumba de su madre, devolviendo con la misma moneda las desagradables intromisiones efectuadas por esta congregación en las pompas fúnebres. Y que ahora anunció que realizará una serie de danzas con el propósito de asegurar que el recién difunto permanezca en el averno para que Mefistófeles lo transforme en gay. Odio con odio se paga.
Sin embargo, ¿fue sólo el sensacionalismo lo que ayudó a instalar en los márgenes más amplios de la sociedad a una insignificante iglesia familiar sita en un suburbio de Topeka? Por cierto que fue un factor muy significativo, en especial en un país que en muchos aspectos, también espirituales, ha sentado pautas en lo que se refiere a frivolidad. Pero esto tiene un punto de partida que subyace en el subconsciente de la mayoría de los norteamericanos, sobre todo en quienes están ligados al cristianismo evangélico. Aunque tal vez ninguno se atreva a irrumpir en un funeral con un cartel que asevere que Dios odia a los maricas, varios en los púlpitos y en los medios de comunicación especializados llaman a detener con la mayor fuerza y de cualquier modo la llamada agenda gay, buscando que a los homosexuales se les nieguen hasta los derechos humanos más básicos, ya que según ellos su conducta está relacionada con los más diversas aberraciones y los más abyectos abusos sexuales, cuestión que está comprobada que no es cierta y que además no es sino una versión más suavizada de lo que preconizan los Westboro, quienes acusan a estas personas de constituir la causa casi exclusiva de todos los males del mundo. Cuando acaece un asesinato homofóbico, muchos de estos creyentes alientan a no darle importancia, pues la víctima era un pecador que recibirá el castigo eterno. Y un grueso muy relevante opina o realmente concibe la idea de que dicha minoría es de lo peor, más aún que los más crueles impíos.
Fred Phelps podrá ser una variante extremista e inaceptable. Pero sólo constituye la punta de un témpano. Muchas de las actuaciones del recién fenecido pastor forman parte de los comentarios privados o los sermones de muchos hermanos, quienes no buscan cruzar la barrera por un asunto de buena crianza. Es por ello que pudo darse un individuo con tales características. Porque hay una base de prejuicios sociales detrás, por desgracia alentados por muchas de esas iglesias que hoy rasgan vestiduras y dicen que lo de Westboro es un camino equivocado. Cabe recordar que en algunas comunidades evangélicas, en los discursos de despedida de algún occiso que en vida no actuó conforme a la visión de sus connacionales de acuerdo a los dictámenes divinos, se le dedicaban discursos en los cuales se aseveraba que dicho finado se pudriría en el infierno. Y parece que hay cosas que no cambian. Ya que por estos mismos días un predicador norteamericano, de visita en Brasil, recalcó que Dios aborrece tanto al pecado como al pecador y que la sola tolerancia a la existencia de los homosexuales era un acto de cobardía y en consecuencia de apostasía que iba de seguro a significar la pérdida de la salvación. ¿El Señor es amor y también fuego consumidor? Completamente de acuerdo. Pero cuidado: no los vaya a terminar fulminando a ustedes.
miércoles, 12 de marzo de 2014
Tradicionalmente Gay
Vaya que debe ser difícil la disyuntiva para algunas iglesias evangélicas tradicionales y nacionales que existen en Europa. Como algunas son financiadas por el Estado respectivo ya desde tiempos de la Reforma, han sido obligadas a aceptar que dentro de sus templos se efectúen bodas homosexuales cuando los contrayentes así lo soliciten, en aquellos países donde esa forma de matrimonio ha sido aprobada, pues los aportes gubernamentales las transforman en un bien de uso público disponible para todos los ciudadanos sin diferencias (en lugares muy conocidos por sus notables sistemas de bienestar). Ciertos líderes y pastores se han resistido a estas prescripciones, y en casos puntuales han obtenido pequeños triunfos. Otros, por su parte, se resignan, mientras un tercer grupo recibe estas disposiciones con entusiasmo, ya que ven en su aplicación una señal de apertura y una posibilidad de cumplir el mandato de Jesús que llama a hacer lo correcto con el prójimo aún tratándose de un enemigo físico o un adversario ideológico.
Aunque en la actualidad la mayoría de las congregaciones evangélicas más antiguas, sean nacionales o no, están rodeadas por un halo de progresismo, tolerancia y liberalidad -en especial cuando se trata de abordar temas relacionados con la moral personal-: dicha conducta no se condice para nada con lo que mostraban en sus primeras épocas. Más aún: un buen número de estas comunidades se caracterizaba por una actitud mucho más hermética de la que hoy son capaces de exhibir, por colocar un ejemplo, los fundamentalistas más conservadores. A modo de demostración, baste recordar que hasta hace cien años, los anglicanos de Canterbury no aceptaban como dirigentes a personas zurdas, por aquello de que tras la parusía los justos se sentarían a la diestra de Dios mientras que los impíos a la izquierda (una alegoría que está basada en aspectos de la cultura romana, pero en fin...). Ni hablar de lo acalorado que ha acabado siendo el debate en esa misma organización británica, desde que sus altas cúpulas decidieron incluir a mujeres como pastores y obispos (esto último aún no aclarado del todo). Situaciones que se repitieron, con diversos matices, entre los luteranos holandeses y nórdicos, los cuales llegaron a alentar sendos procesos de brujería.
Con una velocidad mucho más lenta de lo ideal, estas congregaciones han ido abandonando dichos prejuicios. No obstante, para el grueso de la sociedad aún quedan barreras por franquear, y una de ellas es la aceptación de los homosexuales, incluso al interior de los templos. Asunto complejo porque esa tendencia es condenada de punta a cabo en la Biblia, a diferencia de las proscripciones de antaño que más bien estaban sustentadas en interpretaciones erróneas o puntuales de textos específicos sobres los cuales era necesaria un mayor acto exegético. Pero como el pasado condena, y a través de varios siglos los gay han padecido condiciones similares a las experimentadas por las mujeres, los niños, los discapacitados o los grupos étnicos considerados inferiores: entonces no faltan quienes exigen una explicación respecto a por qué se continúa dejando a un colectivo en la marginalidad a la vez que se acoge a todos los demás (y pidiendo disculpas públicas entretanto). Fuera de que es preciso acotar que estas iglesias se hicieron eco de las políticas de sus respectivos Estados protectores, cuya integridad estaban llamadas a salvaguardar. Por lo que en los gobiernos de tales países igualmente se siente una obligación con el particular, y la manera de mostrar un cambio de actitud es entregando nuevas orientaciones a las instituciones dependientes (de qué otra forma en cualquier caso).
En tal sentido, las nuevas iglesias evangélicas (tomando como punto de partida el Estados Unidos de mediados del siglo XIX) no se sienten tan atadas a una responsabilidad ética ni a una sensación de culpa -en el asunto que tratamos en este artículo, de más está decirlo- y sus componentes pueden emitir sus condenas contra los homosexuales con bastante más libertad y convicción. Más aún: en algunas de ellas se han retomado elementos como la restricción del ministerio femenino o incluso la segregación de grupos etáreos en determinados casos, si bien esto último casi siempre se restringe a aspectos de orden ideológico (personas con pensamientos progresistas, por ejemplo). Ocurre que tales congregaciones surgieron cuando sus antecesoras ya no respondían a las inquietudes de los cristianos y la predicación del mensaje y hasta el concepto del ágape se encontraban ausentes. El problema radica en que cada día presenciamos una hendidura más profunda entre quienes desean avanzar en la eliminación de prejuicios nocivos introduciendo modificaciones no menos nefastas, y quienes a modo de reacción se aferran a dichos prejuicios creyendo que constituyen palabra de Dios porque la sociedad no cristiana los detesta. Y en el medio, como la población civil en una guerra, están las almas que buscan a Jesús y no lo encuentran, pues no reciben la orientación adecuada de quienes debieran acudir en su auxilio.
Aunque en la actualidad la mayoría de las congregaciones evangélicas más antiguas, sean nacionales o no, están rodeadas por un halo de progresismo, tolerancia y liberalidad -en especial cuando se trata de abordar temas relacionados con la moral personal-: dicha conducta no se condice para nada con lo que mostraban en sus primeras épocas. Más aún: un buen número de estas comunidades se caracterizaba por una actitud mucho más hermética de la que hoy son capaces de exhibir, por colocar un ejemplo, los fundamentalistas más conservadores. A modo de demostración, baste recordar que hasta hace cien años, los anglicanos de Canterbury no aceptaban como dirigentes a personas zurdas, por aquello de que tras la parusía los justos se sentarían a la diestra de Dios mientras que los impíos a la izquierda (una alegoría que está basada en aspectos de la cultura romana, pero en fin...). Ni hablar de lo acalorado que ha acabado siendo el debate en esa misma organización británica, desde que sus altas cúpulas decidieron incluir a mujeres como pastores y obispos (esto último aún no aclarado del todo). Situaciones que se repitieron, con diversos matices, entre los luteranos holandeses y nórdicos, los cuales llegaron a alentar sendos procesos de brujería.
Con una velocidad mucho más lenta de lo ideal, estas congregaciones han ido abandonando dichos prejuicios. No obstante, para el grueso de la sociedad aún quedan barreras por franquear, y una de ellas es la aceptación de los homosexuales, incluso al interior de los templos. Asunto complejo porque esa tendencia es condenada de punta a cabo en la Biblia, a diferencia de las proscripciones de antaño que más bien estaban sustentadas en interpretaciones erróneas o puntuales de textos específicos sobres los cuales era necesaria un mayor acto exegético. Pero como el pasado condena, y a través de varios siglos los gay han padecido condiciones similares a las experimentadas por las mujeres, los niños, los discapacitados o los grupos étnicos considerados inferiores: entonces no faltan quienes exigen una explicación respecto a por qué se continúa dejando a un colectivo en la marginalidad a la vez que se acoge a todos los demás (y pidiendo disculpas públicas entretanto). Fuera de que es preciso acotar que estas iglesias se hicieron eco de las políticas de sus respectivos Estados protectores, cuya integridad estaban llamadas a salvaguardar. Por lo que en los gobiernos de tales países igualmente se siente una obligación con el particular, y la manera de mostrar un cambio de actitud es entregando nuevas orientaciones a las instituciones dependientes (de qué otra forma en cualquier caso).
En tal sentido, las nuevas iglesias evangélicas (tomando como punto de partida el Estados Unidos de mediados del siglo XIX) no se sienten tan atadas a una responsabilidad ética ni a una sensación de culpa -en el asunto que tratamos en este artículo, de más está decirlo- y sus componentes pueden emitir sus condenas contra los homosexuales con bastante más libertad y convicción. Más aún: en algunas de ellas se han retomado elementos como la restricción del ministerio femenino o incluso la segregación de grupos etáreos en determinados casos, si bien esto último casi siempre se restringe a aspectos de orden ideológico (personas con pensamientos progresistas, por ejemplo). Ocurre que tales congregaciones surgieron cuando sus antecesoras ya no respondían a las inquietudes de los cristianos y la predicación del mensaje y hasta el concepto del ágape se encontraban ausentes. El problema radica en que cada día presenciamos una hendidura más profunda entre quienes desean avanzar en la eliminación de prejuicios nocivos introduciendo modificaciones no menos nefastas, y quienes a modo de reacción se aferran a dichos prejuicios creyendo que constituyen palabra de Dios porque la sociedad no cristiana los detesta. Y en el medio, como la población civil en una guerra, están las almas que buscan a Jesús y no lo encuentran, pues no reciben la orientación adecuada de quienes debieran acudir en su auxilio.
jueves, 27 de febrero de 2014
Homofobia U Homosexualidad, Crimen y Pecado
Nuevamente un joven homosexual resultó muerto tras ser agredido en plena vía pública. La víctima de turno es Esteban Parada Armijo, quien agonizó dos semanas en un hospital producto de una brutal golpiza que fue coronada con una estocada con arma blanca. Ha sido detenida una persona. Mientras los tribunales aún deliberan si se trató de un crimen homofóbico, situación que aumentaría los eventuales años en la cárcel que deberían cumplir los responsables.
Antes y después del oneroso asesinato de Daniel Zamudio -acaecido en un momento exacto y en unas circunstancias especiales como para generar conmoción nacional- las estadísticas señalan que en Chile al menos cada cuatro meses una persona es ultimada sólo por declararse gay. Tales homicidios no suelen ser causados por miembros de grupos organizados, sino que muy por el contrario, se dan en un contexto más bien espontáneo, en donde los excesos y la juerga dan pie a que afloren impulsos que en situaciones de mayor sobriedad, serían objeto de una reprobación casi instintiva. No obstante, la repentina manifestación de estas conductas abyectas obedece a la formación cultural del individuo, incluido el marco religioso y la escala propia de valores, factores que con frecuencia se hallan entrelazados. En ese sentido, siempre se ha aseverado que vivimos en un país de raigambre profundamente homofóbica, a causa -me sigo haciendo eco de las teorías más comúnmente expuestas- de la influencia social de la iglesia católica, solventada de modo adicional por los practicantes de otros credos que si bien se encuentran en permanente querella con el romanismo -más que nada por la disputa de fieles- no ofrecen ninguna variante respecto del tema pues tienen planteamientos que son coincidentes. Como muestra de aquello, es interesante señalar que hasta los colectivos más progresistas y revolucionarios que han actuado en la historia local -como las asociaciones izquierdistas de la década de 1960- no se han destacado precisamente por su respeto o siquiera la aceptación de los homosexuales.
En base a lo destacado unas líneas atrás, en la actualidad las expresiones más intransigentes acerca de los gay continúan proviniendo de los altos cargos de la iglesia católica. Sin embargo, en el tiempo reciente se les han plegado diversos líderes y miembros de los templos evangélicos, en algunos casos saliendo a las calles a protestar por lo que consideran "aberraciones degeneradas"; a saber, el llamado matrimonio igualitario, las leyes de unión civil -que lo consideran una antesala para que se llegue a lo anterior-, y en situaciones más puntuales incluso contra las medidas que buscan sancionar la segregación y la discriminación, esto último más que nada porque dicha iniciativa fue alentada al calor de la repercusión del asesinato del mencionado Zamudio, pudiendo ser aplicada a los victimarios del muchacho Parada. El ímpetu de ciertos pastores ha llamado la atención de las máximas autoridades romanistas que por un instante han guardado los calificativos de herejes y sectarios y han venido invitando a esta nueva mayoría silenciosa a sus propias marchas, practicando un singular ecumenismo de emergencia, donde estos ministros entregan un soplo de aire fresco y un respaldo a una institución caída en el descrédito a causa de los escándalos generados en torno a los sacerdotes pedófilos. No obstante, una realidad se mantiene invariable e incontestable: por mucho que se diga que los homosexuales traen la corrupción y la pérdida de los valores en una sociedad, ninguno de ellos ha sido agresor en estos ataques a mansalva acaecidos con regularidad. Muy por el contrario, ellos siempre han resultado ser las víctimas.
Entonces, a la luz de los acontecimientos, cabría plantearse qué es más urgente: si marchar contra la homosexualidad -que no ha sido causa de asesinatos- o contra la homofobia -una actitud que ha convertido a ciudadanos comunes y corrientes en criminales-. Es verdad que ningún cristiano ha estado involucrado en estos inaceptables hechos; pero ésa es una conclusión efectuada a la rápida y para esquivar el bulto, que reduce el tema a una cuestión banal y ridícula donde los prejuicios más ancestrales -donde justamente radica la motivación para cometer estos homicidios- abundan. Sin embargo, es preciso recalcar que si las iglesias evangélicas pretenden ser una auténtica alternativa de fe -uno de los factores que influye en la conversión de las almas, en definitiva- es preciso desmarcarse de convenciones repetitivas que a la larga constituyen una de las demarcaciones del círculo vicioso, de ése que precisamente Jesús y los apóstoles llamaron a salir, en el afán de despojarse del viejo hombre y conseguir que todas las cosas sean hechas nuevas.
Antes y después del oneroso asesinato de Daniel Zamudio -acaecido en un momento exacto y en unas circunstancias especiales como para generar conmoción nacional- las estadísticas señalan que en Chile al menos cada cuatro meses una persona es ultimada sólo por declararse gay. Tales homicidios no suelen ser causados por miembros de grupos organizados, sino que muy por el contrario, se dan en un contexto más bien espontáneo, en donde los excesos y la juerga dan pie a que afloren impulsos que en situaciones de mayor sobriedad, serían objeto de una reprobación casi instintiva. No obstante, la repentina manifestación de estas conductas abyectas obedece a la formación cultural del individuo, incluido el marco religioso y la escala propia de valores, factores que con frecuencia se hallan entrelazados. En ese sentido, siempre se ha aseverado que vivimos en un país de raigambre profundamente homofóbica, a causa -me sigo haciendo eco de las teorías más comúnmente expuestas- de la influencia social de la iglesia católica, solventada de modo adicional por los practicantes de otros credos que si bien se encuentran en permanente querella con el romanismo -más que nada por la disputa de fieles- no ofrecen ninguna variante respecto del tema pues tienen planteamientos que son coincidentes. Como muestra de aquello, es interesante señalar que hasta los colectivos más progresistas y revolucionarios que han actuado en la historia local -como las asociaciones izquierdistas de la década de 1960- no se han destacado precisamente por su respeto o siquiera la aceptación de los homosexuales.
En base a lo destacado unas líneas atrás, en la actualidad las expresiones más intransigentes acerca de los gay continúan proviniendo de los altos cargos de la iglesia católica. Sin embargo, en el tiempo reciente se les han plegado diversos líderes y miembros de los templos evangélicos, en algunos casos saliendo a las calles a protestar por lo que consideran "aberraciones degeneradas"; a saber, el llamado matrimonio igualitario, las leyes de unión civil -que lo consideran una antesala para que se llegue a lo anterior-, y en situaciones más puntuales incluso contra las medidas que buscan sancionar la segregación y la discriminación, esto último más que nada porque dicha iniciativa fue alentada al calor de la repercusión del asesinato del mencionado Zamudio, pudiendo ser aplicada a los victimarios del muchacho Parada. El ímpetu de ciertos pastores ha llamado la atención de las máximas autoridades romanistas que por un instante han guardado los calificativos de herejes y sectarios y han venido invitando a esta nueva mayoría silenciosa a sus propias marchas, practicando un singular ecumenismo de emergencia, donde estos ministros entregan un soplo de aire fresco y un respaldo a una institución caída en el descrédito a causa de los escándalos generados en torno a los sacerdotes pedófilos. No obstante, una realidad se mantiene invariable e incontestable: por mucho que se diga que los homosexuales traen la corrupción y la pérdida de los valores en una sociedad, ninguno de ellos ha sido agresor en estos ataques a mansalva acaecidos con regularidad. Muy por el contrario, ellos siempre han resultado ser las víctimas.
Entonces, a la luz de los acontecimientos, cabría plantearse qué es más urgente: si marchar contra la homosexualidad -que no ha sido causa de asesinatos- o contra la homofobia -una actitud que ha convertido a ciudadanos comunes y corrientes en criminales-. Es verdad que ningún cristiano ha estado involucrado en estos inaceptables hechos; pero ésa es una conclusión efectuada a la rápida y para esquivar el bulto, que reduce el tema a una cuestión banal y ridícula donde los prejuicios más ancestrales -donde justamente radica la motivación para cometer estos homicidios- abundan. Sin embargo, es preciso recalcar que si las iglesias evangélicas pretenden ser una auténtica alternativa de fe -uno de los factores que influye en la conversión de las almas, en definitiva- es preciso desmarcarse de convenciones repetitivas que a la larga constituyen una de las demarcaciones del círculo vicioso, de ése que precisamente Jesús y los apóstoles llamaron a salir, en el afán de despojarse del viejo hombre y conseguir que todas las cosas sean hechas nuevas.
miércoles, 5 de febrero de 2014
El Reformatorio del Terror
Todavía los norteamericanos no salen de su estupor tras el hallazgo de una cincuentena de cuerpos de niños enterrados debajo del edificio de un antiguo hogar de menores que funcionó entre 1900 y 2001. Por su parte, los australianos aún están digiriendo los resultados de una investigación la cual asevera que miembros del Ejército de Salvación de ese país abusaron durante décadas de los infantes que tenían a cargo, en una sucesión de vejaciones que iban desde el maltrato verbal, siguiendo por los castigos físicos, hasta llegar a las peores aberraciones sexuales. Incluso, en el caso de la tierra de los canguros, los integrantes de esa fundación ligada a las iglesias evangélicas les prestaban lactantes a ministros de otros credos para que éstos satisficieran sus deseos más abyectos, en una curiosa conducta ecuménica entre pervertidos.
Ambos escándalos tienen un punto en común, ya que los menores afectados presentaban problemas de disciplina. El reformatorio ubicado en Florida, en Estados Unidos, era el destino tanto para jóvenes que habían desobedecido en forma reiterada a sus padres o se portaban mal en la escuela -actitudes que hasta unos pocos años en el país gringo eran consideradas delito- como para quienes cometían robos y otras agresiones más graves. Mientras que en el caso australiano, los abusos eran cometidos como un pretexto para corregir lo que los custodios de los niños consideraban malas conductas (un patrón de medida que, en estas situaciones tan anormales, siempre resulta arbitrario). Y los dos hechos ocurren además en países de tradición cristiana evangélica, incluso uno dentro de una congregación que se identifica con este credo. Lo cual deja en claro, antes que nada, que las aberraciones en contra de infantes no son un patrimonio de los sacerdotes o de los diversos componentes del catolicismo. Pero al mismo tiempo, revelan una realidad lamentable que por desgracia continúa siendo un sello inequívoco de las naciones que abrazaron la Reforma de Lutero, como es la manera de relacionarse con los más pequeños.
En muchos de estos países, aún existen sectores importantes de la población -en su gran mayoría, conformados por cristianos muy observantes- quienes consideran el castigo físico hacia los niños como un correctivo e instructivo válido y recomendable. Incluso, en muchas congregaciones de América Latina, predicadores lo prescriben casi como una obligatoriedad, basados en un supuesto amparo de ciertos textos bíblicos. Aunque es un trecho algo largo, de ahí se puede transitar hasta llegar al abuso sexual, que a fin de cuentas es una de las formas más extremas de agresión corporal. Por otro lado, para que tales comportamientos obtengan un respaldo que les garantice su aceptación social -pasos previos a su ejecución con absoluta impunidad-, es necesario establecer como principio que el menor no existe en cuanto sujeto de derechos y que por ende queda sometido a la completa voluntad de su custodio. Algo que desde luego se ha producido en las situaciones reseñadas en este artículo, y que transforman la totalidad del problema en un círculo vicioso. En las diversas naciones y comunidades evangélicas se ha consensuado la preeminencia de la patria potestad más absoluta sobre el hijo, como una antesala para hablar de familia. Quizá por ello es que estas aberraciones acaban saliendo a la luz, ya que se trata de hogares de crianza, en definitiva chicos que no estaban a cargo de sus padres. Una cosa imperfecta que por lo mismo podía terminar en una aplicación de golpes con resultados distintos a los ideales. Dicho de otro modo, si hubiesen sido los progenitores de los afectados quienes les hubieren infligido esta clase de reprimendas -también los vejámenes sexuales-, no se habría descendido a estos horrores, sino que las consecuencias habrían sido las esperadas.
Estos macabros hechos nos deben poner alertas. Porque al igual que ocurre con los sacerdotes pedófilos, no se trata de casos aislados. Muy por el contrario, hay toda una cultura detrás que los está justificando; y que cuando se descubren estas anomalías, sus practicantes se defienden arguyendo que aquellos son modos errados de corregir a los niños, que son casos muy extremos o que los abusadores no eran auténticos cristianos. Lo último, dicho en diversas ocasiones con liviandad por quienes saben que lo más probable es que no sean señalados con el dedo como culpables. Aunque se sienten al lado del malhechor o se hayan obnubilado con sus intervenciones en el púlpito.
Ambos escándalos tienen un punto en común, ya que los menores afectados presentaban problemas de disciplina. El reformatorio ubicado en Florida, en Estados Unidos, era el destino tanto para jóvenes que habían desobedecido en forma reiterada a sus padres o se portaban mal en la escuela -actitudes que hasta unos pocos años en el país gringo eran consideradas delito- como para quienes cometían robos y otras agresiones más graves. Mientras que en el caso australiano, los abusos eran cometidos como un pretexto para corregir lo que los custodios de los niños consideraban malas conductas (un patrón de medida que, en estas situaciones tan anormales, siempre resulta arbitrario). Y los dos hechos ocurren además en países de tradición cristiana evangélica, incluso uno dentro de una congregación que se identifica con este credo. Lo cual deja en claro, antes que nada, que las aberraciones en contra de infantes no son un patrimonio de los sacerdotes o de los diversos componentes del catolicismo. Pero al mismo tiempo, revelan una realidad lamentable que por desgracia continúa siendo un sello inequívoco de las naciones que abrazaron la Reforma de Lutero, como es la manera de relacionarse con los más pequeños.
En muchos de estos países, aún existen sectores importantes de la población -en su gran mayoría, conformados por cristianos muy observantes- quienes consideran el castigo físico hacia los niños como un correctivo e instructivo válido y recomendable. Incluso, en muchas congregaciones de América Latina, predicadores lo prescriben casi como una obligatoriedad, basados en un supuesto amparo de ciertos textos bíblicos. Aunque es un trecho algo largo, de ahí se puede transitar hasta llegar al abuso sexual, que a fin de cuentas es una de las formas más extremas de agresión corporal. Por otro lado, para que tales comportamientos obtengan un respaldo que les garantice su aceptación social -pasos previos a su ejecución con absoluta impunidad-, es necesario establecer como principio que el menor no existe en cuanto sujeto de derechos y que por ende queda sometido a la completa voluntad de su custodio. Algo que desde luego se ha producido en las situaciones reseñadas en este artículo, y que transforman la totalidad del problema en un círculo vicioso. En las diversas naciones y comunidades evangélicas se ha consensuado la preeminencia de la patria potestad más absoluta sobre el hijo, como una antesala para hablar de familia. Quizá por ello es que estas aberraciones acaban saliendo a la luz, ya que se trata de hogares de crianza, en definitiva chicos que no estaban a cargo de sus padres. Una cosa imperfecta que por lo mismo podía terminar en una aplicación de golpes con resultados distintos a los ideales. Dicho de otro modo, si hubiesen sido los progenitores de los afectados quienes les hubieren infligido esta clase de reprimendas -también los vejámenes sexuales-, no se habría descendido a estos horrores, sino que las consecuencias habrían sido las esperadas.
Estos macabros hechos nos deben poner alertas. Porque al igual que ocurre con los sacerdotes pedófilos, no se trata de casos aislados. Muy por el contrario, hay toda una cultura detrás que los está justificando; y que cuando se descubren estas anomalías, sus practicantes se defienden arguyendo que aquellos son modos errados de corregir a los niños, que son casos muy extremos o que los abusadores no eran auténticos cristianos. Lo último, dicho en diversas ocasiones con liviandad por quienes saben que lo más probable es que no sean señalados con el dedo como culpables. Aunque se sienten al lado del malhechor o se hayan obnubilado con sus intervenciones en el púlpito.
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