miércoles, 5 de febrero de 2014

El Reformatorio del Terror

Todavía los norteamericanos no salen de su estupor tras el hallazgo de una cincuentena de cuerpos de niños enterrados debajo del edificio de un antiguo hogar de menores que funcionó entre 1900 y 2001. Por su parte, los australianos aún están digiriendo los resultados de una investigación la cual asevera que miembros del Ejército de Salvación de ese país abusaron durante décadas de los infantes que tenían a cargo, en una sucesión de vejaciones que iban desde el maltrato verbal, siguiendo por los castigos físicos, hasta llegar a las peores aberraciones sexuales. Incluso, en el caso de la tierra de los canguros, los integrantes de esa fundación ligada a las iglesias evangélicas les prestaban lactantes a ministros de otros credos para que éstos satisficieran sus deseos más abyectos, en una curiosa conducta ecuménica entre pervertidos.

Ambos escándalos tienen un punto en común, ya que los menores afectados presentaban problemas de disciplina. El reformatorio ubicado en Florida, en Estados Unidos, era el destino tanto para jóvenes que habían desobedecido en forma reiterada a sus padres o se portaban mal en la escuela -actitudes que hasta unos pocos años en el país gringo eran consideradas delito- como para quienes cometían robos y otras agresiones más graves. Mientras que en el caso australiano, los abusos eran cometidos como un pretexto para corregir lo que los custodios de los niños consideraban malas conductas (un patrón de medida que, en estas situaciones tan anormales, siempre resulta arbitrario). Y los dos hechos ocurren además en países de tradición cristiana evangélica, incluso uno dentro de una congregación que se identifica con este credo. Lo cual deja en claro, antes que nada, que las aberraciones en contra de infantes no son un patrimonio de los sacerdotes o de los diversos componentes del catolicismo. Pero al mismo tiempo, revelan una realidad lamentable que por desgracia continúa siendo un sello inequívoco de las naciones que abrazaron la Reforma de Lutero, como es la manera de relacionarse con los más pequeños.

En muchos de estos países, aún existen sectores importantes de la población -en su gran mayoría, conformados por cristianos muy observantes- quienes consideran el castigo físico hacia los niños como un correctivo e instructivo válido y recomendable. Incluso, en muchas congregaciones de América Latina, predicadores lo prescriben casi como una obligatoriedad, basados en un supuesto amparo de ciertos textos bíblicos. Aunque es un trecho algo largo, de ahí se puede transitar hasta llegar al abuso sexual, que a fin de cuentas es una de las formas más extremas de agresión corporal. Por otro lado, para que tales comportamientos obtengan un respaldo que les garantice su aceptación social -pasos previos a su ejecución con absoluta impunidad-, es necesario establecer como principio que el menor no existe en cuanto sujeto de derechos y que por ende queda sometido a la completa voluntad de su custodio. Algo que desde luego se ha producido en las situaciones reseñadas en este artículo, y que transforman la totalidad del problema en un círculo vicioso. En las diversas naciones y comunidades evangélicas se ha consensuado la preeminencia de la patria potestad más absoluta sobre el hijo, como una antesala para hablar de familia. Quizá por ello es que estas aberraciones acaban saliendo a la luz, ya que se trata de hogares de crianza, en definitiva chicos que no estaban a cargo de sus padres. Una cosa imperfecta que por lo mismo podía terminar en una aplicación de golpes con resultados distintos a los ideales. Dicho de otro modo, si hubiesen sido los progenitores de los afectados quienes les hubieren infligido esta clase de reprimendas -también los vejámenes sexuales-, no se habría descendido a estos horrores, sino que las consecuencias habrían sido las esperadas.

Estos macabros hechos nos deben poner alertas. Porque al igual que ocurre con los sacerdotes pedófilos, no se trata de casos aislados. Muy por el contrario, hay toda una cultura detrás que los está justificando; y que cuando se descubren estas anomalías, sus practicantes se defienden arguyendo que aquellos son modos errados de corregir a los niños, que son casos muy extremos o que los abusadores no eran auténticos cristianos. Lo último, dicho en diversas ocasiones con liviandad por quienes saben que lo más probable es que no sean señalados con el dedo como culpables. Aunque se sienten al lado del malhechor o se hayan obnubilado con sus intervenciones en el púlpito.

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