domingo, 6 de abril de 2014

El Bautizo de Córdoba

Muchos comentarios (pero no un escándalo, como habría sucedido hace sólo un par de años) generó el bautizo efectuado a una bebé en un templo católico de Córdoba, Argentina, hija de una pareja de lesbianas, la cual fue concebida por una de las dos mujeres mediante inseminación artificial. Los sacerdotes que estaban a cargo del recinto confirmaron en los medios de prensa que autorizaron la administración del sacramento aún conociendo la estructura familiar que rodeaba a la recién nacida, en parte cumpliendo las máximas de Jesús respecto al trato hacia los niños, así como también aceptando el principio cristiano de que el pecado es de exclusiva responsabilidad individual y al contrario de lo afirmado en el AT no se traspasa a las generaciones más jóvenes; y lo más probable, remembrando aquella sentencia emitida por el papa Francisco, también argentino, quien señaló que no era nadie para juzgar a un homosexual, declaraciones que se desprenden de otro principio prescrito a los creyentes, pero que a la luz del caso que nos convoca, no deja de esconder un cierto grado de ambigüedad.

Cuando el rechazo a la tendencia homosexual comenzó a perder terreno, a mediados de los años 1960, y en concordancia con la contingencia social que se dio tanto en esa década como en la siguiente, empezó a su vez a cobrar fuerza una versión exagerada de la caricatura del afeminado, que remató en esa imagen del marica chillón y avasallador que acompañó al auge de la llamada onda disco, y que se reflejó en la actitud de agrupaciones musicales como Village People, y con pretensiones más artísticas, Queen. Eran los tiempos de decadencia máxima de todo el ideario surgido con la denominada revolución de las flores, pero en donde igualmente las conductas libertinas llegaban a su mayor apogeo, representadas en aquellas discotecas como la Studio 54 donde se bebía, se consumían drogas y se copulaba con cuanto desconocido saliera al paso, sin importar su condición social o género. Entonces, la moda consistía en demostrarles, no sin un dejo de arrogancia, ya no a los grupos conservadores, sino a los individuos más recatados que sus normas culturales se batían en retirada. En esa vorágine de hedonismo, la homosexualidad era vista como la guinda de la torta. Y los gay de la época estaban conscientes de ello y lo explotaban, quizá porque les permitía obtener mucho dinero y además ser la ropa atractiva de la vitrina. Por lo que asumían con gusto y una sensación de triunfo dicho rol, que los transformaba en símbolos de un destape que no sólo abarcaba el libertinaje propiamente tal, sino que también algunos comportamientos definidos en círculos mojigatos como depravación.

Pero hacia 1981 apareció el sida, que en sus inicios cargó con el mote de ser una enfermedad de homosexuales, y estas conductas comenzaron a ser miradas con recelo, una situación que, dándose la lógica, afectó en especial a sus representantes más plausibles. Fue entonces que los gay experimentaron un breve periodo de repliegue que les sirvió para elaborar una nueva estrategia que impidiera que se produjera un retroceso en la aceptación de su tendencia. De esas divagaciones de orden quizá más intelectual -una actividad que requiere de necesarias dosis de recato- se desprendieron propuestas como el matrimonio igualitario, la adopción de niños y en el caso de las lesbianas el embarazo por inseminación, iniciativas todas que han ocasionado bastantes quebraderos de cabeza entre algunos grupos religiosos. El gay podía llegar a ser un correcto padre de familia, institución símbolo de la moralidad, los buenos modales y el conservadurismo. Las salidas de armario, por su parte (efectuadas por personas de trayectoria reconocida por todas las capas de la sociedad, y que por lo tanto no corrían riesgos muy alto a la hora de tomar esa determinación), aportaron a la causa a personas que pertenecían a círculos reconocidos y respetables, como empresarios, políticos o profesionales. El ámbito de estos sujetos ya no se restringía a estilistas, peluqueros u otros oficios vinculados a la frivolidad del espectáculo. Muy por el contrario, entre ellos había una gran cantidad de integrantes de cuello y corbata, capaces de debatir sin siquiera provocar en el interlocutor una evocación mental de los estereotipos clásicos. Hechos que permitieron que también asomara la cabeza el por entonces poco atendido lesbianismo, recordando esas convicciones que asocian a lo femenino con el diálogo, pero además con la renuncia al avasallamiento y a la arrogancia.

Esta homosexualidad de pareja estable (que ha impulsado a condenar de modo enérgico, por ejemplo, a los bisexuales) es la que conquista terreno en la actualidad y la que se halla detrás de estos supuestos cambios de mentalidad que para los colectivos gay se han transformado en importantes logros. Por ello, no es extraño que en la iglesia católica, con su propio papa a la cabeza, se manifieste un cierto nivel de tolerancia y hasta de simpatía hacia situaciones como la de la pareja de lesbianas expuesta aquí. Una organización reaccionaria como quien más, pero que ha sido debilitada producto de una serie de golpes recibidos que han resultado bastante más poderosos que una epidemia viral. Y entre dos agrupaciones que después de todo tienen un determinado grado de afinidad, quizá no ideológica pero sí emocional o circunstancial, ambas disminuidas en sus fuerzas, surge la solidaridad mutua con la intención de recuperar la reciedumbre y volver al sitial de prestigio a imponer sus términos. Ha ocurrido siempre así incluso entre los que en apariencia eran los enemigos más enconados. Pero en fin: parafraseando el dicho, el diablo los junta para formar con ellos al anticristo.




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