domingo, 29 de septiembre de 2013

Por La Patria

Cuando los chovinistas y los incautos hinchan el pecho hablando de la patria -en términos generales, pero haciendo referencia a la suya particular- nunca dejan de colocar a Dios por testigo de la grandeza de su terruño. Es de alguna manera, un argumento que les permite aseverar que están frente a algo inmenso que se debe defender y preservar casi como una obligación innata a la naturaleza humana. De paso les permite asociar ese concepto con los llamados valores universales tradicionales, como la familia y las buenas costumbres, englobando una conducta deseada que para ellos establece la diferencia entre la condenación y la salvación y no sólo en el aspecto religioso.

Sin embargo cabría formularse la interrogante. ¿Es realmente el Señor el garante de la patria? Dicho de otro modo, ¿es la nación un concepto al que todos sus habitantes deben someterse por mandato divino? Veamos: el axioma patriótico implica la aceptación de una serie de símbolos representativos cuya sola presencia implican un grado de idolatría, como la bandera y los escudos de armas. Más aún: el hecho de ser mostrado como una instancia superior que rige a la totalidad de las personas, quienes se hallan resignadas a observarla desde abajo, puede ser calificado como un elemento que se coloca a la altura de Dios, aunque se insista que fue el mismo Creador quien la instituyó, pues aún así opaca su gloria (al respecto, cabe recordar la enorme cantidad de dictadores y gobernantes megalómanos que aseveran estar ahí por decisión del Altísimo, tergiversando el capítulo trece de la carta a los Romanos). Por otro lado, otorgarle una connotación superior a un determinado terruño, y a la población nacida en él, es una clara contradicción al principio de universalidad y de igualdad que posee el evangelio, donde, como lo recalcó Pedro, "no se hacen acepciones".

No obstante, si nos remitimos a la Biblia, nos damos cuenta de las consecuencias desastrosas que para varones y mujeres incluso temerosos del Señor trajo la reverencia a una determinada patria. Ya en el Antiguo Testamento, y aunque Israel fuese reconocido como la nación escogida. Cuando la población le reclamó a Yavé la erección de una monarquía, el mismo redactor de las Escrituras reconoce que tal petición tenía la intención de unir a los habitantes de la vieja Palestina en un solo país, con la finalidad disimulada de poder guarecerse bajo un paraguas que entre otras cosas protegiera a la gente del propio Dios. Y los soberanos dejaron bastante que desear. Sólo se requirió de tres ellos para dividir el reino en dos y que ambas parte se enfrascasen luego en luchas fratricidas -efectuando alianzas con imperios extranjeros para sacar ventaja- que acabaron enviando al pueblo al destierro. Ni las oraciones humildes por sabiduría les sirvieron. Después trataron de regresar al reinado unificado tras las rebelión de los macabeos, sólo para conocer un siglo y medio de paz antes de que se produjese la invasión romana. El seguimiento ciego e incondicional a un territorio representativo los envió al despeñadero, cosa que no acaeció cuando se era una simple conjunción de tribus donde cada clan tenía una similar cantidad de hectáreas.

 Por su parte, el Nuevo Testamento aclara que Jesús vino a buscar pueblos, no patrias. Incluso, cuando Israel era un simple pueblo le fue mejor en términos espirituales que tras transformarse en una nación con sus propios símbolos y gobernantes absolutos. Enseguida, la adoración a un determinado país ha sido descartada del mensaje cristiano por tratarse de una práctica que atenta contra la predicación universal e incondicional de la palabra, además de esconder concepciones idólatras y paganas.

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