domingo, 22 de septiembre de 2013

Tesoros Lejos del Cielo

El llamado evangelio de la prosperidad (no me atrevo a decir teología, pues esa palabra encierra un rigor reflexivo del que los entusiastas de esta tendencia carecen) está ganando cada vez un mayor terreno entre las iglesias evangélicas, al extremo de que en algunos países se calcula que dos de tres hermanos asisten a un templo en donde se imparte de manera constante esta visión del mensaje cristiano. Recintos que, en concordancia con dicha doctrina, son enormes, cuentan con una alta cantidad de asistentes y sus líderes presentan una más que aceptable solvencia económica.

¿Qué motiva a un predicador cualquiera a tomar este camino, llegando a un fundar una congregación que se dedique a su difusión? Primero, la existencia de un discurso reducido en términos intelectuales, fácil de comprender por la multitud y que apela a sensaciones puramente emotivas. Basado, además, en una distorsión de conceptos tales como gracia, salvación y misericordia. Se parte haciendo una asociación antojadiza e irreflexiva entre la bonanza pecuniaria y las implicaciones que acarrearía la fe en el único Dios verdadero que aparte es el ser más poderoso imaginable. Por estar del lado del Señor, una entidad muchísimo más potente que los genios, las hadas o el azar, se piensa que por arte de magia los problemas terrenales serán solucionados. Para colmo, la no concreción de esa clase de satisfacciones es una señal de que el individuo no es un convertido de verdad, y está recibiendo un merecido castigo producto de una falta parcial de fe. De cierto modo, el "cree en Él y serás rico" es asimilado al "cree en Él y serás salvo". Una proclama que en boca de un líder carismático es capaz de convencer a una masa de gente desvalida que por lo general no conoce del cristianismo más allá de las fiestas religiosas populares.

A esto se añade una motivación de carácter exclusivamente práctico, que también tiene más de emotividad -y de impulsividad- que de espiritualidad. Si un feligrés prospera en términos monetarios, será capaz de otorgar ofrendas mucho más suculentas, que engrosarán las arcas de su congregación, pero igualmente de su líder. Quien a su vez estará en condiciones de transformarse en su propio ejemplo de prosperidad, demostrando las supuestas bendiciones construyendo un templo más grande y aumentando su nivel de vida. Entonces sus dirigidos sentirán el deber de agradecerle por haberlos sacado del atolladero, presentándole más dádivas conforme ven aumentados sus ingresos, y atrayendo a conocidos que obrarán del mismo modo si llegan a abandonar su condición de desdicha. Negocio redondo. O mejor dicho, círculo vicioso. Amparado en el principio pragmático que subyace en todas las iglesias evangélicas -y que es necesario que sea así- donde las prebendas pecuniarias se consideran imprescindibles para resolver cuestiones puntuales como el mantenimiento del edificio del culto y de sus encargados. Fuera de que, como se supone que es Dios quien está dejando caer su gracia, entonces se torna un mandato mostrar gratitud apartando una cantidad proporcional de lo ganado que en teoría es para Él. En situaciones normales, dicho porcentaje está representado por el diezmo, sin embargo es común que esta clase de predicadores exija más, argumentando que las dispensas divinas son infinitas.

Por eso es que algunos de estos líderes se comportan de un modo muy similar al de sus pares de las llamadas sectas destructivas, quienes les suelen ordenar a los iniciados entregar todos sus bienes a la congregación. El problema es que, al igual que como sucede en los gobiernos teocráticos, la administración no la ejerce Dios o los dioses sino hombres comunes y corrientes con investiduras -muchas veces auto proclamadas- de sacerdotes, pastores o ministros. Y lo grave es que el poder que adquieren esta clase de predicadores lo estimula a verse a sí mismos como dioses, llegando a eclipsar al verdadero.

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