lunes, 29 de julio de 2013

Intolerancia y Un Asalto a la Catedral

Desde luego que existen argumentos sólidos para repudiar la irrupción que un centenar de activistas en pro del aborto llevó a cabo en la Catedral de Santiago, donde, no conformes con interrumpir una misa, destruyeron distintos objetos que había en el lugar y además sacaron unas bancas a la calle con la clara intención de prenderles fuego. Aquí van dos. Primero, se trata de un hecho que podría haber sucedido en un recinto de cualquier otra confesión religiosa (y si entendemos la lógica de quienes concretaron el asalto, entonces varias estarían en su mira). Luego, guste o no, el templo afectado posee un valor agregado de carácter patrimonial que trasciende los márgenes del catolicismo, incluyendo los ideológicos, justamente los que eran apuntados por los manifestantes.

Sin embargo, a los integrantes de la iglesia católica, desde el más anónimo de los penitentes hasta el propio presidente de la Conferencia Episcopal, quien además oficiaba la misa que fue interrumpida, les cabe efectuar un examen de conciencia y preguntarse acerca de las causas que impulsaron este incidente. Que no se reducen a un acto de vándalos incapaces de aceptar la libertad de culto, como han mencionado las autoridades eclesiásticas y han repetido a coro sus símiles políticas (toda vez que resulta un contrasentido hablar de tolerancia por la conciencia religiosa, en circunstancias de que nos referimos al único credo oficial del Estado, situación garantizada por la propia Constitución). Por supuesto que se trata de un acontecimiento violento y en varios aspectos condenable. Pero que en buena medida es una reacción a los juicios agresivos que los prelados han venido formulando hace varias décadas en contra de quienes no piensan igual que ellos. Destinatarios que por cierto están en todo su derecho de sentirse ofendidos y enseguida de presentar sus descargos. Atributos que les son negados por los sacerdotes, quienes por su sola investidura se consideran los poseedores de una verdad absoluta, condición que impide la más mínima posibilidad de debate.

Ahora, a este fenómeno de la cerradura hermética (dejada así por uno de los contrincantes, quien además se atribuye la decisión de mantenerla o no así), se añade un hecho coyuntural: el embarazo de una niña de once años que fue violada en reiteradas ocasiones por su padrastro, más encima con el consentimiento de su madre biológica, en uno de los seis países en donde el aborto es ilegal en todo aspecto, incluso en los llamados casos terapéuticos -aquellas preñeces que es imprescindible interrumpir porque tanto la vida de la madre como la del feto se hallan en inminente riesgo-. La iglesia católica siempre ha procurado que las cosas permanezcan así y para ese cometido se ha valido, acudiendo a prácticas muy oscuras y reñidas con la ética, de sus importantes influencias políticas y económicas. Para colmo los sacerdotes insisten en calificar al malparto como un crimen que reviste la mayor gravedad al extremo de señalar que está exento de la misericordia divina (no ocurre lo mismo con el abuso sexual), lo cual se contradice por cierto con las enseñanzas de los evangelios. Una conducta irracional e irreflexiva que a la larga se transforma en una provocación. Estímulos a la ira que los curas vienen efectuando desde hace un buen tiempo, y que a la larga agotan la paciencia de los ofendidos más pacíficos, desencadenando respuestas como la dada por los manifestantes de la Catedral. De acuerdo: se puede argüir que los romanistas no han empleado la violencia física directa. Pero eso es porque no la requieren, ya que cuentan con un círculo de ciudadanos preponderantes que los apoyan, y hasta ellos mismos han acumulado una gran cantidad de poder.

Más allá de que lo obrado por los atacantes fuera acertado o no; o del grado de simpatía que pudiesen despertar los partidarios del aborto (a mí más bien me generan antipatía): lo cierto es que la iglesia católica está cosechando lo que ha sembrado. Una advertencia entregada por el propio Jesús en los evangelios. Y así están creciendo las semillas del odio y la intolerancia. Algo que no guarda relación con los niveles de fe papista existentes en el país, sino con la represión propugnada por un puñado de sujetos que hablan de libertad cuando les conviene a ellos, y de obediencia incondicional cuando se refiere a los demás. De hecho estas agresiones acaecen en sitios donde el romanismo ha ejercido una férula que va más allá de lo permitido, como sucedió en la España de la guerra civil Y no son lugares donde el catolicismo sea minoría, precisamente.

                 

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