domingo, 16 de junio de 2013

De Farmacias y Botillerías

En su afán de aparecer como preocupados por el diario devenir de los ciudadanos, más aún en un año de elecciones generales, las autoridades políticas han vuelto a recurrir al sombrero del mago para sacar un nuevo conejo relacionado con la moralina, los cuales en este país constituyen una buena muletilla cuando sus dirigentes buscan salir de apuros, pues no sólo consiguen desviar la atención durante un tiempo suficiente, sino que además, debido a esos recovecos sospechosos por los que empiezan a deambular los acontecimientos una vez que adquieren vida, al final siempre acaban teniendo éxito. El chivo expiatorio en esta ocasión son las botillerías de barrio, acerca de las que algunos han reflexionado que su número es abultado y para sacar esa conclusión entregan como dato el hecho de que en ciertos sectores existe una proliferación de ellas y en contraste no su puede apreciar ninguna farmacia. De modo adicional, se ha intentado establecer un vínculo entre la compra de bebidas alcohólicas ofrecidas por estos locales -que por causas obvias, deben ser consumidas en otro lugar- y los asaltos y homicidios por riñas o ajustes de cuentas que cada fin de semana se sufren en los arrabales medios y bajos de las principales concentraciones urbanas -y cuya frecuencia, en todo caso, hace rato que merece atención-, y que se tornan alimento para la crónica roja de las ediciones de los diarios del día lunes.

Antes que nada, es justo auscultar la mentalidad de origen a partir de la cual las autoridades insisten en condenar el consumo de alcohol, y que ya ha provocado la aprobación de legislaciones restrictivas como la reforma promulgada en 2005 que desde entonces obliga a los servidores de esta clase de bebidas a cerrar como máximo a las tres de la madrugada. Porque dicha animadversión está basada en la caricatura del borracho clásico: aquel padre de familia irresponsable que gastaba casi la totalidad o al menos un buen monto de su sueldo en trago, y que llegaba a casa después de la medianoche, en un insoportable estado de ebriedad, molestando a su esposa e hijos en un momento en que éstos ya estaban dormidos, generando un conflicto que producto de su propio estado de intemperancia lo impulsaba a cometer hechos repudiables como golpear a su cónyuge a abusar de sus vástagos. Un cúmulo de aberraciones que permanecían impunes gracias a los prejuicios sociales de la población de entonces, que si no justificaba estas agresiones, cuando menos callaba, alentada por la influencia mental del patriarcado y el poco acceso femenino al mercado laboral que forzaba a las señoras a depender de las remuneraciones del marido (aunque éste sólo destinara una ínfima cuando no nula cantidad de lo ganado al hogar). Incluso, los parlamentarios que propusieron la iniciativa mencionada al comienzo de este párrafo, en muchos de sus discursos utilizaron las situaciones recién descritas como principales argumentos.

No obstante, es preciso acotar, pues los acontecimientos así lo avalan, que ese arquetipo de ebrio, aunque no ha desaparecido por completo, al menos se bate en franca retirada. Hoy en día un altísimo número de habitantes tiene conciencia respecto del maltrato contra la mujer, y muchas de ellas trabajan contándose además no pocas profesionales. Tampoco la sociedad actual es tendiente a tolerar el abuso hacia los niños. De la escasa cifra que ofrece hoy esta variante de borrachos, un gran porcentaje son ancianos o jubilados, que tratándose además de hombres formados bajo las viejas convenciones, se tornan en esta edad muy dependientes de sus esposas en las tareas domésticas, sin contar que los años de disipación de seguro les están cobrando la factura. Por otro lado, las cantinas que dichas personas solían frecuentar, ubicados en oscuras o aisladas residencias de madera o adobe, donde se vendía vino de mala calidad en vasos metálicos, a su vez han ido abandonando el paisaje urbano. En su lugar se han instalado bares y restaurantes que ofrecen toda clase de alcoholes, conocidos o exóticos, para el deleite de un paladar entrenado. El tipo de consumidor modelo también ha variado: ahora son jóvenes y adultos jóvenes que toman por igual independiente de su género (el alcoholismo femenino ha experimentado un fuerte crecimiento), que ingieren tragos centrados sólo en el afán de diversión colectiva y que salvo en el caso puntual de los automovilistas pasados de copas procuran no dañar a sus semejantes en especial cuando son notoriamente más débiles.

En el intermedio se encuentran las botillerías, que por su ubicación en los barrios populares vienen a constituir un remplazo natural de las ya anacrónicas cantinas, demostrando la proliferación de un consumo más libre, en el sentido de no permanecer restringido a un jefe de hogar irresponsable o abusivo, que encontraba refugio en un lugar con poca iluminación donde les estaba impedido el ingreso a su esposa, y que se sentía envalentonado gracias a los mostos a ejercer su labor de macho dominante. Si tal búsqueda de la embriaguez se da en la actualidad en plazas o en sitios eriazos, ni sus practicantes ni los dueños de estos negocios -en los cuales se pueden ofrecer otros productos además del alcohol, como gaseosas de fantasía alimentos e incluso materiales de escritorio- deben cargar con la responsabilidad de pagar por acontecimientos del pasado. En especial, cuando por muchas décadas los únicos que se preocuparon por la rehabilitación de esos clásicos ebrios fueron grupos como los evangélicos y los partidos de izquierda, que en aquella época eran despreciados precisamente por quienes hoy rasgan vestiduras. Además, si el asunto es que sobran estos locales y faltan aquellos que expendan medicamentos, entonces legislen respecto de las anomalías que las cadenas farmacéuticas están hoy cometiendo contra los usuarios, y entre cuyas consecuencias está justamente la falta de estos negocios en determinados sectores. Sólo así podrán combatir aquella ironía popular que cataloga a las botillerías, a propósito de lo anotado en el primer párrafo, de "farmacias de turno".

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