domingo, 1 de abril de 2012

Un Buen Testimonio

Una de los aspectos de la vida cristiana en el cual se hace más hincapié, y que por ende suele ser motivo de conversación obligada entre los más diversos grupos de hermanos, es el asunto del testimonio. Se trata de una cuestión muy delicada, ya que es la demostración más concreta de la existencia de los llamados "frutos del espíritu" en el quehacer cotidiano de una persona convertida. Que además no depende en forma exclusiva de uno (bueno: nada está supeditado por completo al individuo cuando se acepta la salvación, si se considera que esta nueva condición implica someterse a la influencia de Dios), sino de una suerte de evaluación externa, representada en esa masa amorfa de sujetos seculares a la cual se le conoce como la "nube de testigos". En tal contexto, si se deja una impresión positiva en el común de la gente, ésta a su vez hablará en buenos términos de los hijos del camino, llegando a ser probable que más de alguno también se arrepienta de sus pecados. Por el contrario, si las señales se tornan negativas, entonces las opiniones acerca de los evangélicos serán igualmente desfavorables.

Visto así, salta a la vista que el concepto de testimonio encierra un quizás no enorme pero sí considerable problema. Las personas externas, quienes son finalmente los que califican nuestra conducta, no están convertidos. Por lo cual, su evaluación puede resultar, por emplear una palabra relativamente suave, ambigua. Al desconocer aspectos fundamentales de la teología cristiana, e incluso de la conducta, en muchas ocasiones pueden colocar una nota suficiente o insatisfactoria dependiendo de costumbres sociales que estén de moda. Las que en ciertos casos son, de manera honesta, inadmisibles para quienes han aceptado la salvación. Así, hasta hace unos cincuenta años la homosexualidad era condenada o cuando menos mal considerada por el grueso de la población, conducta que hoy día ha desaparecido completamente o se ha modificado, al extremo que nos encontramos con países, cuyos habitantes otrora eran muy devotos de la fe, donde se permite el matrimonio entre integrantes del mismo género. No obstante, para la mayoría de los hijos del camino, el rechazo furibundo a la condición gay sigue siendo una verdad inamovible. Y podemos estar de acuerdo en que así, dado la condena que expresa la Biblia hacia esas prácticas. Pero tal convicción, unido a un discurso más tolerante respecto de los amanerados, ha acarreado que a las iglesias evangélicas se les acuse de homofóbicas, además de conductas inquisitorias y de orden medieval, fuera de faltar el respeto a la diversidad. Lo cual, a su vez, ha desencadenado respuestas más extremistas de determinados interpelados, quienes no se han detenido al afirmar que los afeminados deben ser aislados e incluso vigilados o limitados en sus libertades, con el propósito de que no alienten a los demás a seguir con la misma perversión.

Los hermanos que así obran, claramente no son una muestra de buen testimonio. Al menos, en el sentido que se trató el término durante el primer párrafo. Pues en lugar de convencer, ya no sólo a los homosexuales, sino a los no conversos, los ahuyentan. Dando de paso una imagen acerca de las iglesias evangélicas que no corresponde a la realidad (la de intolerantes agresivos, retrógrados y culturalmente atrasados). Dicho fenómeno es característico de las épocas más recientes, pues como ya lo anotamos, hasta hace unas cuantas décadas el gay era objeto de burla y discriminación, e incluso quien sostenía esta conducta durante un lapso prolongado de tiempo ponía en riesgo su integridad física. Ahora: por supuesto que no se debe dejar a un lado la cuestión de que las Escrituras son categóricas en aseverar que de los afeminados no será el reino de los cielos y que todo aquel que mantenga esas prácticas debe abandonarlas si espera ser tomado por salvo, afirmaciones que se le deben reiterar con firmeza al interlocutor sin atender a la procedencia de éste. Pero he aquí que existen otras cosas que también son incólumes y que resisten la violencia de todas las modas. Por ejemplo la condena a la discriminación (en la Biblia conocida como "acepción de persona") y el respeto incondicional al libre albedrío, que el cristiano debe aplicar con el secular, al cual se le debe ofrecer la salvación, no obligarlo a aceptarla, ni siquiera forzarlo a seguir normas que son propias de la conducción de un hijo del camino. En definitiva, un redimido tiene el mandato de participar en un debate y exponer sus puntos de manera clara y convincente pero a la vez democrática, quitando espacio al insulto y la descalificación, anomalías que también se pueden dar cuando se extraen pasajes bíblicos como base de apoyo. Eso último sólo nos acabará dejando mal parados ante la odiosa pero necesaria nube de testigos.

El problema es que cuando se habla de dar un buen testimonio, casi siempre se presta atención a una determinada serie de deberes morales de orden sexual y en menor medida político y económico, casi siempre listados al azar pero sin un hilo conductor ni mucho menos una estructura o un paradigma común (lo cual, además, lleva a conductas hipócritas). Sin embargo, es preciso acotar que, en un intento, no debiera caber duda que sincero, de expresar la reciedumbre de las convicciones, puede venir igualmente la semilla de una evaluación negativa. Lo cual, por desgracia, puede venir de personas que se den cuenta que el convertido no está teniendo actitudes cristianas. Pues la agresión, incluso verbal, y la intolerancia claramente no lo son, y tampoco lo han sido desde el inicio de los tiempos. Además de ser innecesarias para entregar una imagen prístina que arrastre a los demás a pensar en modo positivo de uno.


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