domingo, 25 de diciembre de 2011

Cuando El Espíritu Navideño No Es Cristiano.

No retomaré la discusión que todos los fines de diciembre sostengo con aquellos hermanos que aborrecen la serie de tradiciones de corte comercial y pagano que distorsionan la celebración de Navidad, al extremo que incluso algunos deciden pasar por alto estas fechas. Tampoco voy a recordar que todo este cúmulo de situaciones indeseables se debe, en buena medida, a los propios cristianos evangélicos empezando por los mismos padres de la Reforma, que le dieron énfasis a una conmemoración secundaria en el calendario cristiano, con el propósito de presentarse con un rasgo distintivo frente a los católicos, quienes siempre se han jugado sus fichas en la Pascua de Resurrección. Ni siquiera pelearé por enésima vez con esa minoría que se dedica a patear pinos y a dejar a sus niños mirando las ventanas de las casas de sus amigos con cara de tristeza (y que no se circunscribe a los testigos de Jehová o a ciertos hijos del camino, porque incluso hay asociaciones de ateos empiristas al estilo de Richard Dawkins, que actúan de idéntica forma), acerca de quienes he reiterado ya bastantes veces que siguen una conducta contraproducente; y que aunque les sobre el fervor, empero además muestran una enorme cuota de desatino y una falta alarmante de sentido común, capacidad que en determinados casos, puede ayudar a comprender el rumbo que toma la creación de Dios.

Por el contrario, en esta ocasión incluso emitiré algunos comentarios comprensivos hacia su postura, lo cual no signifique que la justifique ni mucho menos que cambie de opinión en favor de ella. Pues, lo queramos o no, ese reclamo de que en estas fechas se deja absolutamente de lado a Jesús -a quien, no lo olvidemos, le estamos festejando su cumpleaños-, es completamente válido. Y sólo basta echar un vistazo a los centros comerciales abarrotados de gente, para sentir esa misma repulsión que caracteriza a los detractores de esta conmemoración. Pero además, tal distorsión la podemos observar en situaciones cotidianas y que se encuentran relacionadas con el lenguaje utilizado por estos días, como la expresión "feliz Navidad" o canciones emblemáticas como "Blanca Navidad" o "Suenan las Campanas". En ambos temas ni siquiera se menciona al Cristo, y a cambio, se ensalza la fiesta, llegando a sacralizar su nombre de manera claramente excesiva, al punto de que pareciera que es, precisamente, Navidad lo que nació en Belén y no el Salvador. Es decir, como que si la conmemoración pudiera existir por sí sola, de manera independiente, y de que su supuesta motivación original, la llegada del Mesías, en realidad sobra pareciendo más un pretexto a la hora de explicar conductas que por diversas causas no son moral o socialmente aceptables, como el consumo.

El mensaje de estas canciones y otras más, es que es la Navidad quien salva, anuncia el evangelio, provoca los sentimientos de paz y buena voluntad o trae alegría a los niños y adultos. Pero no Jesús. Quien se queda afuera, en el establo, mientras los comensales beben (no como los peces en el río precisamente) y disfrutan de sus regalos. La fiesta se transforma en un círculo, no necesariamente vicioso, pero que se abre y cierra en esas tradiciones consideradas aberrantes y paganas. Y esta conducta proviene del mundo anglosajón, el mismo que contribuyó de modo decisivo a expandir el mensaje de la Reforma y por ende las celebraciones navideñas. Quizá por su insistencia en no tomar el nombre de Dios en vano; porque estaban conscientes del origen de las mencionadas tradiciones, o porque no les agradaban las expresiones de religiosidad popular tan características del universo romanista: es que idearon un mecanismo que en lugar de insistir en llenarse la boca con Cristo (y no ser acusados de llamarlo Señor y al mismo tiempo desobedecer sus prescripciones), sirviera como una eficaz demostración de testimonio a través de las obras. El problema es que, finalmente, dichas obras acabaron siendo elevadas a las máximas alturas, quedándose el Mesías reducido por siempre a un bebé al cual es preciso hacer dormir y darle de comer porque llora demasiado.

La gran mayoría de las canciones y casi la totalidad de los filmes que se emiten por estas épocas, se transforman en un nuevo pilar que sostiene a esa Navidad, con mayúscula inicial, en el pedestal donde todos la adoramos, consumiendo hasta lo imposible. Y lo hacemos no sólo como ofrenda a ella, sino también al prójimo, en especial al más desvalido (vaya si la televisión nos satura en estos días con reportajes conmovedores sobre niños pobres, al punto de que algunos se llegan a preguntar de dónde salieron), porque al final de la jornada la diosa no deja de pedir siquiera un mínimo de justicia. Es la fiesta la que trae felicidad, amor y bendición; en lugar de su mero subterfugio. Una distorsión que ha llevado a que se haga famosa en sitios donde el cristianismo es una minoría reducida, como Japón. No es, en cualquier caso, una conducta absolutamente reprobable (si hasta los mismos cristianos han adoptado preceptos del budismo u otras religiones orientales, en plan de "examinar todo y retener lo bueno"). La cuestión es que dejamos contentos a los demás pero sin enseñarles el camino que conduce a la dicha verdadera. Sólo porque estimamos que es prescindible.

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