domingo, 3 de julio de 2011

La Rebeldía de los Integristas

En los últimos días, he tenido la experiencia de escuchar a algunos hermanos que han invocado el principio de la desobediencia excepcional a la ley, como mecanismo para frenar proyectos de índole moral y cultural que en estos momentos son objeto de un intenso debate, por ejemplo la unión civil entre homosexuales. Dicha concepción se basa en lo acaecido a la iglesia primitiva, durante sus primeros tres siglos de existencia, en su relación con el imperio romano, que comenzó a perseguir a los cristianos una vez que éstos rechazaran la propuesta de rendir culto al emperador. Con ella, se pretende sortear lo que por mucho tiempo ha sido visto como un mandato bíblico -justificado en incontables ocasiones por el capítulo trece de la carta a los Romanos-, que exige acatar las disposiciones de las autoridades terrenales, incluso las menos convenientes, como una forma de entrenar la sumisión al ordenamiento establecido por Dios. ¿Y qué impulsa a pasar por alto una doctrina considerada esencial para marcar la diferencia entre un creyente verdadero y uno apóstata o neófito? Pues el hecho de que las mencionadas iniciativas legales son una abominación a los ojos divinos casi tan graves como la idolatría.

De partida, debemos convenir que la comparación entre ambas situaciones es un enorme y se puede agregar irresponsable despropósito. En la época del imperio romano, los cristianos eran, como fue acotado en el párrafo anterior, perseguidos. Por ende, más que una rebeldía, era un asunto de supervivencia. Toda vez que el sólo hecho de disentir acarreaba el martirio -ese pomposo eufemismo que se acuñó para resumir y luego suavizar lo que debe ser conocido como crueles y prolongadas torturas previas a la ejecución-, el que podía evitarse con una retractación absoluta. Y aunque a los discípulos no los hostigaban exactamente por seguir a Jesús, lo que provocó tales padecimientos fue una correcta interpretación de la doctrina, algo a lo cual se llega tras un breve pero denodado ejercicio de racionalidad y de aplicación del pensamiento. En definitiva, había que oponerse al culto al emperador porque contradecía un dogma tan importante, que su ausencia era equivalente a la desaparición del cristianismo como idea, ya sea transformado en otra cosa o disuelto en el mismo paganismo latino contra el cual predicó pero a quien finalmente sus miembros no fueron capaces de enfrentar. Una coyuntura radicalmente distinta a la era contemporánea, donde al menos en los países donde estas comentadas iniciativas legales tienen la opción de ser aprobadas, el cristianismo es una institución reconocida, que goza de un prestigio permanente y donde hasta suele recibir aportes pecuniarios del Estado. Mientras que los colectivos que con sus peticiones causan inquietud, así como los ciudadanos independientes que los apoyan, constituyen una minoría que está exigiendo derechos básicos para su supervivencia: no del grupo mismo, que puede tornarse ideológico, sino de los individuos que pueden conformarlo, y tampoco en base a su pertenencia ni a sus inclinaciones personales, sino a su desenvolvimiento elemental en la vida cotidiana. Así por ejemplo, la unión civil entre sujetos del mismo género aparece como una solución para resolver los problemas de origen patrimonial.

Lo que están haciendo aquellos hermanos, es invocar una excepción de regla que es válida en ocasiones en donde expresar la fe pueda conllevar un riesgo de vida; o en su defecto, cuando el acatamiento de un determinado edicto atente contra la integridad de un punto esencial de la doctrina, poniendo al cristianismo mismo en una situación difícil. Ahí sí que la desobediencia es un real servicio a Dios. Pero en la actualidad, cuando se puede predicar libremente el mensaje y hasta las autoridades reconocen el trabajo de los discípulos -la sola concurrencia de algunos hombres públicos seglares a acciones de gracias ya lo demuestra-, una actitud de ese calibre sólo demuestra intolerancia. En el peor de los casos, podemos intentar convertir a los homosexuales que pretendan unirse bajo cualquier tipo de vínculo, y hasta convivir con ellos sin que la asistencia a los templos se vea afectada. Jamás la aprobación de un determinado tipo de contrato civil constituirá el inicio de un efecto de escalada, que acabe por ejemplo, en que el Estado obligue a un pastor a aceptar so pena de cárcel a un gay en su congregación, y mucho menos que la homosexualidad se transforme en religión oficial y única empujando a las demás alternativas a la clandestinidad (quizá algunos seguidores tienen conciencia de que lo ocurrido en el 380, cuando Teodosio le dio esa característica al cristianismo, dando vuelta la tortilla en el imperio, ahora se reproduzca a la inversa. En especial, al recordar que con ese regalo, la iglesia, lejos de propagar el evangelio de acuerdo al modelo establecido por Jesús, en cambio se dedicó ella misma a reproducir el accionar de los incrédulos). Sin contar que un comportamiento de esta clase implica pisotear a alguien más débil -ya que recién ahora puede dejar de ocultar su condición-, con lo cual se le niega el derecho de acogida que todos los creyentes debemos procurar para con el prójimo, aunque éste practique una ideología enemiga. Y eso, independiente de que para entrar en el reino deba abandonar una determinada tendencia.

Me pregunto de qué manera reaccionarán esos hermanos si estos temas de debate se transforman finalmente en una ley. ¿Procederán como sus pares norteamericanos, que han asesinado homosexuales o han colocado bombas en los hospitales donde se practican abortos? No es descabellado: como uno se encuentra en un régimen democrático, donde se puede predicar sin restricción alguna, la simple resistencia no basta, y menos cuando lo que uno defiende es, al menos en sus trazos más gruesos, claramente visible, aceptable y hasta elogiable. Será necesaria una acción de choque con el fin de detener lo que se percibe como fuerzas diabólicas que intentan apoderarse del mundo. Así como muchos cristianos dicen "bienaventurados los pacificadores", pueden cambiar de parecer del mismo modo que lo están haciendo algunos discípulos respecto de la obediencia a las autoridades terrenales. Por último, es preciso recordar que la intolerancia es producida por el odio, el cual es un pecado.

No hay comentarios:

Publicar un comentario