domingo, 17 de julio de 2011

Los Archivos Fantasmas

¿Qué esconderán los "archivos del cardenal"? ¿La cantidad de abusos que Luis Eugenio Silva cometió contra niños indefensos, antes y después de ser el secretario del susodicho? ¿O de qué forma sus otros dos tinterillos, Raúl Hasbún y Jorge Medina, colaboraron en la concreción del golpe militar, y ya una vez consumado ese hecho, les aportaron identidades de disidentes políticos a las nuevas autoridades, aprovechando su investidura y la confianza incondicional que muchos chilenos, formados bajo la férula católica, le otorgan a los sacerdotes? Porque hasta ahora, lo que se conoce respecto de las violaciones a los derechos humanos cometidas durante la dictadura, al margen de los esfuerzos personales de algunos abogados, organizaciones no gubernamentales y familiares de los ajusticiados, proviene de dos comisiones armadas de por igual número de legislaturas de la Concertación, de manera antojadiza y con el propósito principal de proyectar una determinada imagen: la de Raúl Rettig, un jurista masón; y la de Sergio Valech, este sí un obispo designado con ese cargo desde el Vaticano. Sin embargo, cabe acotar que ambas iniciativas se basaron en datos que sus integrantes recopilaron en el periodo de su funcionamiento: nunca recurrieron a archivos de las décadas de 1970 y 1980. Simplemente, porque no los encontraron.

Pese a todas estas pruebas -o mejor dicho, la ausencia de ellas-, un importante grupo de poder con pretensiones izquierdistas le continúa haciendo la reverencia a los curas, mencionando a la Vicaría de la Solidaridad, aquella oficina creada por Raúl Silva Henríquez poco después del alzamiento militar, sobre la cual han tejido un mito que la presenta como salvadora de vidas, al supuestamente proteger personas que por su pensamiento eran el objetivo de los agentes del régimen de Pinochet. Relato que ha sido acogido y apuntalado por sus adversarios políticos, pese a que estos últimos formaron parte de la tiranía que aparentemente fue combatida por el cardenal. Pero como de igual modo son muy cercanos a la iglesia católica, por un asunto de conveniencia económica, aplican el principio del consenso y todos quienes se aprovechan de la debilidad de los demás, acaban siendo felices como en los cuentos de hadas, mientras esos demás deben soportar censuras, prohibiciones y juicios tan condenatorios como arbitrarios. Y la muestra más reciente de aquella convivencia interesada, es una serie de televisión cuyo nombre precisamente da inicio a este artículo: "Los Archivos del Cardenal", transmitida, en medio de un gobierno conservador, por el canal estatal; pero con actores, guionistas y directores de cuño "progresista". Ignoro si los responsables de dicha producción siquiera están conscientes de lo que voy a anotar: pero de todos modos resulta extraño, al punto de ser sospechoso, que desde una empresa pública se le preste ropa a una institución que en los meses más recientes ha venido cayendo al más recóndito de los abismos, debido al descubrimiento de innumerables e interminables casos de pedofilia en que están involucrados importantes sacerdotes, incluso formadores de prelados, como Fernando Karadima. Lo cual no sólo puede redundar en una pérdida significativa de credibilidad en sus virulentos discursos de moralina patológica, sino también afectar sus arcas pecuniarias. Algo que puede extenderse a los oligarcas criollos con quienes mantienen una relación de mutua dependencia, con un consiguiente desequilibrio en el sistema de castas sociales que ordena el país.

Pues, a fin de cuentas, ¿quién era Silva Henríquez? Los que se conforman con el relato oficial, repetirán que se trata del cardenal que fundó la Vicaría de la Solidaridad y le dio pelea a Pinochet, quitando de las garras del dictador una cantidad incontable -porque nadie se ha dado el trabajo de investigar y establecer las cifras exactas, a pesar de que, si se analiza la lógica de la narración, se desprende que es una tarea bastante fácil y que no demanda mucho tiempo- de potenciales víctimas de su campaña de exterminio. Y a través de él, que era arzobispo de Santiago, máxima autoridad reconocible de la iglesia católica, toda ésta fue arrastrada a oponerse a la voluntad del tirano. Bueno: los datos recopilados a partir de 1990, además de acontecimientos recientes, han demostrado que al menos lo último era una ridícula farsa. Sin embargo, la pregunta que encabeza este párrafo continúa vigente: ¿quién era, en realidad, Silva Henríquez? Un hacendado de los sectores rurales de Villa Alegre, ciudad sita en plena zona campesina de Chile, en la actual Región del Maule. Quien, de seguro, al ser incapaz de competir con sus hermanos por la herencia del fundo familiar, ya que nunca hizo el esfuerzo de subirse a un caballo y salir a lacear peones o a violar inquilinas, como todo hermano inútil de la familia, decidió tomar los hábitos y así obtener un emolumento periódico y contundente sin necesidad de trabajar. Por otro lado, fue ordenado cardenal en la década de 1960, en paralelo a los movimientos revolucionarios que por entonces encendían América Latina, exigiendo una inexistente justicia social. Si quería ascender y luego mantenerse, estaba forzado a favorecer la reforma agraria aún en contra de sus parientes latifundistas. De esa manera conseguía que grandes masas de campesinos poco instruidos le rindieran tributo a su figura, en vez de seguir dependiendo de los ahora caducos y anacrónicos patrones. Era la oportunidad para el eunuco, de transformarse en el esclavista que siempre anheló pero nunca pudo ser. La venganza del impotente que, al igual que sus colegas abusadores de niños, ocultó su vergüenza debajo de unos hábitos a los que se temía esencialmente por ignorancia. Pero que en verdad jamás se atrevió a desafiar lo establecido siquiera exhibiendo su propia conducta, en el sentido de mantenerse como un soltero civil pese a los prejuicios externos. Y mucho menos con su supuesta sensibilidad social, porque si el romanismo se inclina de vez en cuando por los desposeídos, es para montarse sobre la ola y así atrapar y por ese intermedio contener a las hordas que piden auténticos cambios.

Si Raúl Silva Henríquez, hubiese vivido en otra época, o fuera un sacerdote contemporáneo, de seguro se habría puesto en la fila para bendecir y ofrecerles la comunión a los acaudalados abusadores y egoístas (de hecho nunca le negó la hostia a Pinochet o a los agentes de la DINA). Es muy cómodo hablar en público contra una dictadura a sabiendas que no se sufrirán consecuencias por ello, ya que se es la máxima autoridad de una institución sacralizada por los mismos que sostienen al régimen. Fuera de que resulta un mecanismo muy eficaz cuando se tiene alrededor a discípulos de la talla de Hasbún, Medina o Luis Eugenio Silva, a quienes además se los educa e instruye. Por sus frutos los conoceréis, se dice en la Biblia. Una sentencia que es más importante para la teología papista, que le da un gran énfasis a las buenas obras. Y tras la Vicaría de la Solidaridad, sólo hay insufribles y soporíferos vigías de la moral, poco interesados en la situación de las clases trabajadoras (excepto, claro está, en los fugaces momentos en que los problemas e inquietudes de éstos saltan al debate público). Pero a poco andar esa misma oficina se devela como un agujero vacío. Después de todo, para lo horrenda que fue la dictadura de Pinochet, las desapariciones forzadas durante aquel periodo no llegan a las dos mil; las cuales, pese a ser bajas en cantidad y aún con toda la maquinaria de la iglesia católica, no se pudieron evitar. Como premio de consuelo nos hablan de unas fichas médicas que jamás han sido dadas a conocer, aunque en la actualidad ya nadie solicitará su incauto con propósitos oscuros. Y unos archivos que pueden tornarse en apetecible argumento para una fantasía novelesca.

                                                         
                                                           

No hay comentarios:

Publicar un comentario