domingo, 10 de julio de 2011

De Animales y Brutos

Deben haber pocas cosas más fáciles que oponerse a la eliminación de perros callejeros. Quienes piensan así, cuentan con grupos de personas acaudaladas que los apoyan; los cuales, al igual que los católicos de apellido vinoso que gustan de joder la pita con eso de la familia numerosa, están buscando retribuir de una manera denodada lo que la fortuna les concedió, eso sí, siempre tratando de evitar siquiera una pequeña merma en su bolsillo. Por otra parte, casi siempre hay un cuerpo legal que los favorece, al punto que en algunos países, mientras el maltrato infantil no es condenado, o sólo ha recibido atención en el último tiempo, en cambio el maltrato animal está definido como delito desde hace varias décadas, recibiendo los infractores las correspondientes penas de cárcel.

Por supuesto, que dicha coyuntura se transforma en una suerte de contradicción en el proceder de los llamados "progresistas", de donde emerge  la mayoría de los adoradores de bestias, si bien en realidad, entre los componentes de este colectivo se pueden encontrar personas que defienden desde posiciones de lo más libertinas hasta lo más ultramontanas. Pero casi todos prefieren agruparse bajo ese calificativo, a veces simplemente por proyectar una imagen, en otros casos por desear sentirse identificados con un grupo cuyo nombre y sentido pueden ser expresados de forma sencilla y en una sola palabra. Término que alude a quienes tendrían una visión "moderna" del mundo y la humanidad, en contraste con aquellos que defienden preceptos considerados anacrónicos, retrógrados o supersticiosos. Luego, uno de los comportamientos más esenciales del susodicho pensamiento progresista, es la protección de los "hermanos menores", los animales, impidiendo toda clase de maltrato contra ellos, incluyendo labores necesarias para el control de plagas, como es la eutanasia, en este caso canina. La modernidad que conlleva tal actitud, viene demostrada en el hecho de que se trata de una toma de conciencia lograda en épocas recientes, cuando se han analizado -y en ciertas ocasiones, experimentado- los efectos del desastre ecológico y la progresiva extinción de las especies. Además, de que estas ideas han sido adquiridas recién cuando las comunicaciones nos han permitido conocer culturas como las del Sudeste Asiático, donde han proliferado las religiones que colocan a los animales no racionales a la altura y a veces por encima del hombre, mientras que Occidente cristiano y abrahámico, con su prepotencia avasalladora, está arrasando de manera sostenida con los recursos del planeta.

Sin embargo, cabría preguntarse cuál es el origen de esas ancestrales leyes que, incluso en países occidentales, tipifican como delito el maltrato animal. La mayoría fueron sancionadas en épocas en que estas sociedades eran rurales, y cuando la agricultura y la ganadería se desarrollaban de forma manual, sin el auxilio de vehículos motorizados como tractores o máquinas segadoras. El caballo que tiraba del arado, entonces,  era un bien muy preciado. Pero además, cabe agregar que en aquellos tiempos no existían cuerpos legales que favorecieran a los trabajadores, los cuales eran considerados esclavos, siervos, y en el mejor de los casos, inquilinos o peones absolutamente reemplazables. En determinados países, sobre todo de América, se dio la figura del hacendado, quien mantenía una alta cantidad de campesinos laborando en sus territorios, a los cuales manejaba a su más completo arbitrio. Si al patrón le parecía que su subordinado no había atendido a la vaca o al cordero de una manera satisfactoria -para el animal, obviamente, de lo que se desprende que también debiera serlo para él-, contaba con la facultad de azotarlo o de castigarlo de los modos más abusivos que pudiera imaginar. Adicionalmente, criaba especies de fina sangre para la mera exhibición, que no obstante constituían un símbolo de estatus y se tranzaban por millones en las ferias. Sufrir un robo por parte de cuatreros que más encima quedase inmune, significaba horadar un agujero en el orden social y nacional.

Sólo cabe agregar que en algunos países,en especial aquellos cuya economía dependía del sistema de haciendas, el abigeato era un delito que tenía penas semejantes al homicidio. De esos tratados se han colgado los defensores de los derechos de los animales, con el propósito de imponer sus convicciones progresistas traídas de lejanos lugares o de escritores poco valorados en vida. Por eso mismo el asunto les resulta tan fácil, al extremo de creer que están llevando a cabo una lucha épica donde las cientos de manos son capaces de resistir a las anquilosadas instituciones. Fuera de que los oligarcas simpatizan con ellos, ya que por generaciones han reverenciado a sus animales y han despreciado a quienes les ayudan a cuidarlos. No les preocupa el perro que muerde al transeúnte o la yegua suelta en el descampado que en un momento  de agitación termina aplastando a un pordiosero. Son dos personas menos, que no les reclamarán por la mala distribución del ingreso ni por la injusticia social.
                                                                                                           

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