domingo, 15 de mayo de 2011

Poligamia, Adulterio, Infidelidad

Recientes estudios han confirmado que este asunto de la infidelidad entre parejas hace bastante tiempo que dejó de ser visto como una situación excepcional para transformarse en una conducta no sólo aceptada socialmente, sino además practicada casi como si se tratase de una norma a seguir en las relaciones erotómanas. Y dicha tendencia al adulterio se da por igual entre ambos géneros. En paralelo a la aparición de estos datos estadísticos, otros estudios afirman que el intercambio de cónyuges también ha experimentado un fuerte incremento. Lo interesante es que ambos fenómenos no se dan en el contexto de grupos que podrían ser calificados de liberales o libertinos, sino entre personas de filiación cristiana, que de acuerdo, no poseen una formación teológica contundente ni una sujeción aceptable con su comunidad eclesiástica; pero que de todas maneras asisten al templo con bastante regularidad, e incluso opinan de manera similar al conservadurismo político, religioso o moral. Más aún: pese a que el resto de sus hermanos conoce o al menos intuye de su comportamiento, empero deciden mirar hacia el lado, amparados en el principio bíblico que impide juzgar la vida privada del semejante; pero en realidad, temerosos de perder una abundante cantidad de diezmos y ofrendas.

En realidad, al igual que el divorcio, el adulterio y la infidelidad se hallan por definición intrínsecamente unidos al matrimonio. Por lo tanto, si existe este último, también se darán los otros tres. Cuando menos así está concebido en los cánones filosóficos y jurídicos de la llamada civilización cristiana occidental. En cierto sentido, es una forma de reconocer el fracaso de la imposición de una imagen idealizada por encima de la "naturaleza intrínseca del hombre", cliché que asevera que, en materia de relaciones erotómanas, nadie es fiel por naturaleza. Una necesidad de rendirse a las evidencias, que adquiere mayor importancia en estos tiempos de mundo desencantado, en que todo busca ser explicado a través de la ciencia por un lado y de la sicología por el otro. Y donde quien rechaza tales predicamentos arriesga ser tildado de fanático religioso ignorante y defensor de supercherías medievales. Algo que, si bien no terminará con el disidente en la hoguera, sí le podría significar una condena en los medios masivos de comunicación y por su intermedio, en la opinión pública. Sin embargo, y en paralelo a esta distensión o relajamiento de las costumbres -que en cualquier caso se viene dando desde que se instauró el connubio monógamo-, el matrimonio persiste como una institución virtualmente sacralizada, no sólo dentro de los márgenes del catolicismo. Porque aquí se saca a colación otro aspecto que pretende pasar por empirista. Ya que existen registros de celebraciones conyugales a partir de la Antigüedad, que además han tenido la virtud de regular un cierto orden social, como la crianza e instrucción de las nuevas generaciones. Y esto es muy bueno pues impide que el liberalismo moral o incluso el libertinaje sean vistos como antesala o peor como sinónimo de revolución, acontecimiento bochornoso y violento capaz de provocar la muerte o el despojo de nuestros semejantes y hasta de nosotros mismos. Libre pero no imbécil es la consigna.

De esa manera, se conserva el matrimonio con el fin de asegurar el statu quo, o de permitir la movilidad social sin afectar a quienes detentan un mejor poder. Por último, para quedar en paz con los dioses. Asimismo, las "debilidades de la carne" no son combatidas con la flagelación, que ya Freud indicó qué pasa en el organismo cuando se reprimen los impulsos (para dejarlo en claro, acuñó el término neurosis, y lo asoció a la religión). Y como nos encontramos inmersos en los valores de la civilización cristiana occidental -responsable también de la sicología-, hemos pactado un consenso donde aceptamos como única alternativa el matrimonio monógamo, pero añadiéndole una válvula de escape en que caben el adulterio, la infidelidad, el divorcio o incluso la prostitución. Por el contrario, la poligamia, por poner un ejemplo, es apuntada como algo propio de machistas y agresivos musulmanes, o de sociedades atrasadas dependientes de la agricultura (calificativos que por extensión semántica también afectan a la poliandria, su versión femenina, que se da en ciertas culturas). Tampoco la soltería o la búsqueda de relaciones ocasionales es bien recibida bajo este esquema: si antes quien obraba así era un fornicario o un inmoral, ahora es un inmaduro, que tras la irrupción del sida, hasta ha sido tachado de irresponsable. De igual manera queda descartada la opción de mantener diversas parejas sexuales a la vez, aunque éstas sepan que se involucran con un promiscuo -otro término que tiene una connotación despectiva- y conozcan a sus demás congéneres -de hecho, eso puede contribuir a que tal decisión sea todavía más despreciada e inaceptable-. Mientras que la homosexualidad comienza a ser tolerada pues está siendo adaptada de manera progresiva a estos cánones, como lo prueba la legalización del matrimonio gay en varios países.

Uno puede o no tener una tendencia conservadora. Pero quien desea dirigirse por los estándares del cristianismo (no el cristianismo ultramontano, recalcitrante u ortodoxo, sino el cristianismo a secas, que es el único verdadero) debe recordar que el seguidor de Jesús debe ser marido de una mujer, y que la Biblia siempre condena de manera más enérgica el adulterio que la fornicación, aunque considere que ambas actitudes son pecado. Y por sobre las dos, apunta que más peligrosa es la hipocresía. Esto de la infidelidad y del adulterio realmente provoca asco. Porque se intenta vender como una aventura para aficionados a las sensaciones fuertes, cuando en realidad se rige por una mentalidad reaccionaria a extremos patológicos. En fin: por eso, entre otras cosas, es que no me caso ni tengo hijos.

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