domingo, 27 de febrero de 2011

Libia: Entre la Espada y el Islam

Al momento de redactar este artículo, desconozco el rumbo que ha tomado la delicada coyuntura política y social de Libia. Sin embargo, a partir de lo acaecido durante los últimos días (o al menos, lo que ha informado la prensa occidental, cuyos datos debieran contrastarse con otras fuentes, que por desgracia están ausentes), uno puede sacar algunas conclusiones, las cuales no dejan bien parado a nadie, ni siquiera a los que ahora rasgan vestiduras producto de la violenta represión que el régimen de Muammar Al-Khadafi estaría imponiendo sobre los manifestantes. Pues, hablando con sinceridad, fueron ellos quienes en su momento le dieron de comer al monstruo, cuando sus fuentes originales ya no eran capaces de proporcionarle alimento. Cabe recordar que cuando el líder libio, que como todo dictador que lleva ejerciendo durante décadas, está transformado en un viejo y astuto zorro, optó por abandonar su actitud confrontacional con las potencias europeas y norteamericanas, y tomó el camino de la negociación, dicha contraparte lo mostró ante el resto del mundo como ejemplo de reconocimiento de los propios errores y de asimilación de los valores de la diplomacia y el diálogo. Todo en aras de la estabilidad y la prosperidad, que debe leerse como la posibilidad de obtener una buena dote de barriles de petróleo al menor precio posible. Sin importar si el vendedor maneja a un país entero en su puño. Lo que está ocurriendo en la actualidad, y que ha impulsado a ciertos dirigentes a amenazar con sanciones económicas, no es sino la forma de proceder de un sujeto que se ha eternizado en el gobierno, que además cuenta con la total confianza de la comunidad internacional.

No obstante, lo peor de todo esto es que las declaraciones que el hijo de Khadaffi emitió hace una semana, aunque sean las típicas de un jerarca que ve desmoronarse su administración, al punto que nos retrotraen a estratagemas muy similares a las que fuimos testigos los chilenos a fines del siglo pasado ("después de mí, sólo el caos"), en el contexto de los territorios árabes del Magreb, lamentablemente tienen un considerable grado de certeza. Estamos hablando de Estados demarcados por los imperios colonialistas de acuerdo a sus propias necesidades y sin consultar a los integrantes de la futura nación independiente. Que en la mayoría de los casos, además presentan nombres engañosos. Por ejemplo: Egipto, que salvo algunas reliquias que sólo sirven de atracción turística, no guarda ninguna relación con la clásica civilización de los faraones. O Túnez, creado porque allí existió Cartago. Británicos y franceses respectivamente, se guiaron por sus propios conocimientos y su visión particular de la historia de esta región, sin prestar atención en el hecho de que los pueblos que ahora la habitaban, eran distintos a aquellos que tanta fascinación les causaron al leer los libros o al escuchar las crónicas de viajes de los mercaderes. Y en el caso de Libia, esta situación es aún más conflictiva, al tratarse de un paño de tierra que jamás conoció la autonomía, sino que fue parte de reinos ya sea territoriales -romanos, árabes, turcos- o de ultramar -italianos-, y que debe su existencia a la obligación que los europeos sintieron de otorgarle algún dominio a Trípoli, ciudad que fue significativa para el desarrollo cultural de la Antigüedad grecorromana. Pero que a su alrededor, está rodeada por etnias y clanes totalmente divergentes entre sí; una contingencia que al final acaba justificando la preeminencia de una mano de hierro, en especial si el subsuelo cuenta con recursos tan determinantes como el petróleo.

La revuelta libia puede terminar en una de estas tres opciones: que finalmente sea controlada por Khadaffi -lo que parece imposible si atendemos el devenir de los acontecimientos-; que el país se acabe disgregando en su multiplicidad tribal como ya acaeción con Somalia -lujo que las potencias occidentales no le permitirán a un productor de petróleo, no temblándoles la mano si encuentran que la única solución es una ocupación militar-, o que se imponga un Estado islámico. Esta última posibilidad es la menos deseable dado el carácter libertario que a simple vista parecen tener las manifestaciones; pero por desgracia, a la vez es la salida más probable. No hay que olvidar que estos territorios han conformado gobiernos autoritarios pero al mismo tiempo laicos, o al menos neutrales en el asunto religioso. Pero como los musulmanes conforman una mayoría casi absoluta, entonces ampararse en la cuestión espiritual acarrea excelentes dividendos. Y más si se toman en cuenta factores como el resurgimiento del integrismo mahometana en sus versiones más recalcitrantes, y el crecimiento y la consiguiente proliferación de agrupaciones armadas del tipo de Al Qaeda. Las características avasalladoras de los jerarcas del Magreb, unida a su simpatía por la secularización, han rematado en que las mezquitas se consoliden como la gran y en muchas ocasiones exclusiva fuerza opositora. Fenómeno que se puede comprobar en las escasas, difusas y recortadas imágenes que nos llegan desde Libia, donde se ve a fieles y clérigos orando masivamente en las plazas centrales, en los denominados, de manera irónica pero igualmente acorde con la coyuntura, "días de la ira".

Cuando muchos ingenuos e ignorantes respecto a la actualidad política del Medio Oriente, se alegraron por la caída del régimen egipcio, no repararon en que Hosni Mubarak fue reemplazado por las fuerzas armadas, en una solución que en Europa y especialmente en América Latina sería tachada de intolerable. Pero que acá representa un intento desesperado, aunque al mismo tiempo imprescindible, para contener a los extremistas religiosos, que podrían arrastrar al país a una serie de restricciones todavía más coercitivas que las que se estaban sufriendo hasta ahora. Una precaución que no se tomó en Irán, ni en Afganistán tras el derrumbe del gobierno comunista -lo que allanó el camino para el ascenso de los talibanes-, y que se está dejando pasar en Irak, donde los integristas chiítas adquieren cada día más preponderancia. Sin embargo no es en absoluto un problema del Islam. Sino de todos los fanatismos religiosos que ven la oportunidad de crecer y consolidarse en medio de situaciones poco felices. Por tratarse de instituciones que están en permanente contacto con los dioses o los seres superiores, reciben una veneración especial de parte de la población, que siempre le teme a los castigos mágicos. Ni el comunismo pudo aniquilarlas y eso que en los regímenes socialistas era la principal preocupación del buró. Y cuando las fuerzas contra las que luchan se vuelven negativas para los ciudadanos, entonces alcanzan una supremacía que trasciende la superación de las causas originales. Pasó con los ortodoxos en Rusia, con los católicos en Polonia y Chile, con los luteranos en la extinta RDA, con los judaístas en Israel. Y continuará pasando mientras no se desarrolle un pensamiento público fuerte que no tenga que pedir auxilio en los templos ni las capillas, cuando se sienta estrangulado por el sistema político o monetario imperante.

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