domingo, 20 de febrero de 2011

Ni Vírgenes, Ni Santos Ni Vicarías

La condena que el propio Vaticano emitió contra el sacerdote Fernando Karadima, quien fue hallado culpable de abusos sexuales y extorsión, cayó como un batatazo en lo más profundo de la iglesia católica chilena. Ya que este consagrado se caracterizó por ser un innegable formador de curas, al punto que fue responsable de la instrucción de más de una cincuentena de ellos, incluyendo cinco obispos. Vale decir, que el grueso de los actuales guías espirituales del romanismo, los mismos que de vez en cuando nos fastidian con sus pretensiones de erigirse como los garantes de una moralidad delineada a la medida de los conventos, le deben todas sus habilidades a un violador y pedófilo homosexual. Y esto último, reconocido nada menos que desde la propia Basílica de San Pedro. Aunque al parecer, el mismo papa le concedió un espacio de misericordia a la historia de su organización, pues este importante reverendo, si bien fue conminado a permanecer encerrado de por vida en un monasterio -del que sólo puede salir con autorización del arzobispado-, sin la opción de entregar los sacramentos ni de oficiar misa, empero conservará los hábitos, con todos los beneficios que esa condición acarrea, como es un sueldo y una manutención garantizadas de manera permanente por la institucionalidad eclesiástica.

Si bien Karadima es un sacerdote relativamente anciano, con una vasta carrera dentro de la iglesia católica, los dos aspectos de su personalidad que hoy salen a relucir, el positivo -formador de nuevos curas- y el negativo -ávido abusador de menores de edad-, los consolidó como rasgos identitarios hacia fines de la década de 1970 y en todo el decenio siguiente. Es decir, en los años en que los más altos dirigentes del papismo mostraban una imagen exterior de defensores de los derechos humanos y de contendores de las atrocidades cometidas durante la dictadura militar. Eran los tiempos en los cuales muchos chilenos miraban hacia las parroquias y sólo distinguían, o creían divisar, el rostro supuestamente afable y acogedor representado por la sobrevalorada Vicaría de la Solidaridad. Nadie se preocupaba por el control de la natalidad, la censura cinematográfica o la ley de divorcio. Mejor dicho, nadie que perteneciera al pueblo raso, porque estos seres con voz de mafiosos y traje de cuervos desde el inicio estuvieron sacando los cuchillos para en el instante propicio empezar a arrancar los ojos. Así firmaron, entre gallos y medianoche, acuerdos con la junta que entre otras cosas, permitieron la total proscripción del aborto terapéutico, sólo días antes de que asumiera el gobierno democrático. Y mientras las personas salían a las calles a riesgo de su propia vida, confiados en el prometido paraguas de los prelados, un oscuro consagrado de ascendencia griega preparaba a los mostruos que a futuro iban a atacarlo todo "en favor de la vida" de unos embriones de estructura amorfa que jamás alguien conoció.

Hace rato que debimos haber mordido el dedo que estos sujetos nos tienen metido en la boca y que ya nos sacan por el ano. A la par que Raúl Silva Henríquez atraía a la opinión pública y a los medios de comunicación con sus llamados a la reconciliación nacional -porque nunca tuvo la valentía de opinar sobre Pinochet-, la iglesia católica le encargaba a un conservador recalcitrante la creación de los cuadros con los cuales iba a hacerle frente a la futura democracia. La primera, una labor visible que permitía ostentar una buena imagen; lo segundo, un trabajo de hormigas que por su naturaleza y sus implicancias debía efectuarse en el más completo sigilo. Como toda empresa comandada por un gerente hábil y ladino, que emboba a los incautos con la publicidad para, cuando ya éstos han sido cautivados, aplicar la letra chica. Y no nos engañemos: el romanismo es una gigantesca institución que como las de su tipo, cuenta con muchísimas estructuras filiales, pero al final todas se encuentran sujetas a un exclusivo mando vertical. Entonces, y de acuerdo al principio de no contradicción -enunciado por Aristóteles, sustento filosófico de la teología papista-, dos de sus dependencias jamás van a quedar en contraposición mutua, sino que tenderán a complementarse en aras de enriquecer el núcleo central. Y eso hicieron los curas durante la década de los ochenta: usar a Fernando Karadima, el elemento más indicado, para afrontar los desafíos posteriores a la dictadura, y apoyarse en la Vicaría de la Solidaridad, como instrumento para desviar la atención y a la vez propagar una careta amigable, con el propósito de allanar el camino para reinsertar en la sociedad al catolicismo real.

La iglesia romanista ha sido la misma desde sus orígenes y en ella hay espacio para las cruzadas, las hogueras, los abusos de niños y los desfalcos económicos (un delito que no se ha investigado en Chile, pero donde puede haber más de una sorpresa). También para las caras sonrientes que no son sino engranajes del sistema. Sin ir más lejos, el despreciable Karadima fue discípulo de Alberto Hurtado, esa vaca sagrada que por conceder unas limosnas terminó siendo erigido como santo. Qué nos debería extrañar, si Silva Henríquez, a su vez, fue maestro de Raúl Hasbún y Jorge Medina. Por eso, no se debe creer en vicarios de la misma forma como se deben pasar por alto los canonizados y los íconos. Sólo Dios uno y trino merece la adoración.

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