domingo, 15 de agosto de 2010

Como Hermanos o Como Sectas

El trato que dispensan los componentes más conspicuos de la iglesia católica -ya sean sacerdotes o "laicos"- hacia quienes integran una comunidad evangélica, suele ser ambivalente y pendular. En un momento del día, pueden hablar de los "hermanos separados", y asegurar que los reformados marchan por el mismo sendero de los curas, pese a las diferencias surgidas en un pasado remoto donde las condiciones políticas y sociales eran otras. Pero en cuestión de minutos, son capaces de cambiar diametralmente tal actitud, por una más agresiva y condenatoria, donde los herederos de Lutero son calificados como una masa amorfa de sectas, según el contexto, peligrosas, alienantes o extemporáneas. De hecho, las conductas se pueden manifestar en el mismo prelado y de forma paralela, de acuerdo a un determinado estímulo exterior.

Una situación que desde el punto de vista teológico, por supuesto es incapaz de ofrecer un mínimo de coherencia. Pero que se entiende a la perfección cuando analizamos las causas por las cuales un personero católico reacciona de manera positiva o negativa sin tener la deferencia de establecer un puente entre ambas emociones. Tal origen, una vez más, se halla en lo conveniente o no que puede resultar una decisión para el seno del romanismo, por cierto que no en términos de apostolado o testimonio de fe, sino en base a consideraciones absolutamente ajenas a aquellas, como el lucro, el engordamiento de las arcas o el prestigio social -mejor dicho, entre la clase dominante-. Y al obrar así, es obvio que el obispo o párroco individual está pensando en el bienestar general del credo (después de todo, su peculiar verticalidad de mando, le ha servido a la iglesia romana para mantenerse y preservarse como un cuerpo, aunque no del modo en que lo prescribe la Biblia); sin embargo, y esto es algo también muy evidente, de igual forma está velando por intereses unívocamente personales. Los que apenas ocultan, bajo el manto de un razonamiento lógico sustentado en la verdad cristiana, un ansia manifiesta de escalar posiciones y cargos dentro de su institución eclesiástica, con el fin de obtener fama y riqueza que, en última instancia, es el deseo motor de quien persigue las posiciones de privilegio.

Es lo que trae como resultado, la ambigüedad, o para emplear un vocablo muy en boga por estas épocas, el doble estándar. Cuando una congregación evangélica cierra filas en torno a una campaña católica contra los homosexuales o el uso libre de anticonceptivos, se trata de hermanos que están a la par en su nivel de salvación. Pero cuando un reformado expresa sus divergencias con la teología romana, en los más variados aspectos -veneración a María, culto a las imágenes, comunión de los santos- o incluso se manifiesta de manera disidente a los temas morales mencionados al inicio de este párrafo (pues existen las justificaciones bíblicas que permiten oponerse a ellos), entonces nos encontramos con un grupúsculo de sectarios a quienes se debe temer y en consecuencia rechazar, lo que equivale (puesto que producto del respeto actual que se exige por los derechos humanos, no pueden andar asesinando a todos los que les caen mal) a procurar su exterminio. En definitiva, la herejía protestante se perdona, hasta se pasa por alto, cuando quien la profesa es servil a los intereses del inquisidor y no rechista porque a fin de cuentas, son valores comunes al cristianismo, aunque se trate de un punto de unión demarcado, impuesto y legitimado exclusivamente por una de las partes, en este caso los curas. Sin embargo, cuando dicho creyente detalla las motivaciones que lo impulsaron a tomar una cierta determinación en asuntos de fe, se torna en el canuto que grita, no estupideces, sino amenazas contra la seguridad pública, que constituyen un atentado a la integridad religiosa y por su intermedio, a la integridad nacional. Polémica que además, empeora cuando el sacerdote o laico se entera que tales diferencias se sostienen con argumentos sólidos, capaces de poner en duda su propia línea de pensamiento. Y que para colmo, cuentan con plena vigencia en la cotidaneidad actual.

Que todos alabamos a un mismo Dios, de eso no cabe duda. Más aún: es una coincidencia que los cristianos compartimos con los judaístas y los musulmanes. Pero en la viña del Señor uno se puede tropezar, no con posturas, sino con intenciones oscuras y antojadizas, sobre las cuales es preciso discernir. Ya hemos visto, pues los ejemplos abundan, que al fomentar el ecumenismo (en realidad, una versión sesgada, diseñada a la rápida y producto de una actitud tardía, pues esa tendencia ya era práctica recomendada entre las iglesias evangélicas), lo que se busca al interior del papismo es una sumisión ciega de las opiniones disidentes, al punto de conseguir que éstas desaparezcan. Es la misma intolerancia de siempre, ahora cubierta por una canallada de rostro afable. De hecho, las declaraciones en sentido positivo de algunos prelados, obedecen a que los templos reformados a los cuales han elogiado, a su vez les han apoyado en su cruzada contra el libre albedrío y la aceptación del pecador -al que nunca se debe insultar, sino convertir-, pues se han dejado embaucar por actitudes presentadas como un modo de proceder del creyente modelo. Y detrás de eso, hay un desconocimiento, en todos los términos imaginables, de la doctrina cristiana.

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