sábado, 16 de enero de 2010

El Pecado de Haití

No es correcto atacar a un hermano de fe. Pero tampoco se pueden pasar por alto las desafortunadas declaraciones de Pat Robertson, explicándose el devastador terremoto que hace unos días afectó al suelo haitiano. Uno le puede tener una inmensa admiración no sólo por su conducta cristiana a toda prueba, sino especialmente por haber contribuido a la fundación de esa maravillosa obra que es el Club 700, cuya labor evangelizadora en América -la latina y la anglosajona- ha sido encomiable, toda vez que ha sido pionero en el establecimiento de redes de comunicación entre conversos de distintos países. Sin embargo, con desaciertos como el acometido recientemente (atribuir el sismo a un castigo divino, producto de que los sacerdotes del vudú habrían firmado un pacto secreto con Francia para garantizar la independencia de Haití, alianza que además, cómo no, contendría elementos propios de un misticismo africano de tintes demoniacos y peligrosos), el hombre secular sólo puede reforzar la imagen que en ese ambiente, que a la postre es el que prevalece en los libros de historia, se tiene del predicador de marras: un dinosaurio del conservadurismo político y religioso impulsado en Estados Unidos por Richard Nixon y Ronald Reagan, que sospechosamente sigue arrastrando su pesado cuerpo, cuando todos sus colegas de generación han sucumbido víctimas de los mismos vicios (desfalco económico, libertinaje sexual) que combatían denodadamente desde las tarimas.

Pero en fin. Cumplamos el mandato bíblico de no torpedear a un hermano, y dejemos que Pat Robertson analice sus opiniones junto a Dios, a ver si descubre que cometió un error y pide disculpas por ello. Y dediquémonos, a propósito de lo de Haití, a desmenuzar esta idea de que los desastres naturales, al menos los más mortíferos, son advertencias celestiales contra la incircuncisión. En efecto, muchas de estas tragedias les acontecen a países donde la religión mayoritaria no es una iglesia cristiana, los cuales, además, son extremadamente pobres. No obstante, siempre estos sucesos sólo desnudan una situación precaria que se arrastra de mucho tiempo atrás, cuyas causas, además, son bastante terrenales: corrupción de las autoridades, represión política, escaso interés en crear un auténtico Estado, y un largo e interminable etcétera. Conductas que se pueden hallar en profesantes de todos los credos: de hecho, los estragos dejados por el huracán Katrina en New Orleans, fueron maximizados en gran parte por los desfalcos de dineros que iban a ser destinados a reforzar las defensas de esa ciudad contra esta clase de fenómenos: malversaciones de las cuales eran responsables los asesores del devoto y practicante gobierno del evangélico metodista George W. Bush. Pero si revisamos el pasado de estas naciones miserables, nos topamos conque muchas veces, desde sus orígenes, han sido saqueadas y humilladas por caciques tiránicos, que no se hallan entre sus congéneres, sino que, muy por el contrario, son extranjeros que se vinieron a apoderar de esos territorios. Y he aquí un dato interesante: esos amos eran fieles seguidores de la doctrina de Jesús, ya fuere en sus variantes católica, evangélica u ortodoxa.

Es lo que ocurre con Haití, una nación formada en base a esclavos acarreados desde África por los romanistas franceses, que en un buen número de ocasiones, se los compraban a piratas y corsarios reformados que trabajaban para la reina de Inglaterra. Cuando esos sirvientes se asquearon del trato inhumano que se les prodigaba, se organizaron y montaron una de las rebeliones bélicas más cruentas de que se tenga registro, donde los terratenientes galos no sólo perdieron la totalidad de sus bienes, sino también a sus familias, pues los negros mataron de forma metódicamente lenta a los niños y violaron durante días y a veces semanas a las mujeres. Tal vez era su modo intrínseco de actuar, pero no es menos cierto que se vieron forzados a proceder de tal manera, por la ira acumulada hacia quienes los sometían con mano de hierro. Y conste que la motivación de su movimiento no fue la independencia ni la creación de un nuevo país, sino liberarse de una condición indigna. Por eso es que el proceso de emancipación haitiano no se ve con la misma lógica ni se incluye en el mismo flujo histórico que sus pares suscitados en Estados Unidos, las colonias hispanas o incluso en las dependencias europeas de Asia y África durante el siglo XX.

Luego, el desprecio hacia este pueblo continuó. Las potencias europeas, se insiste, todas ellas cristianas, aislaron al nuevo país con la remota esperanza de que el estrangulamiento provocara que los ahora libertos fueran a solicitar auxilio donde sus antiguos patrones, aceptando las condiciones que éstos les impusieran. Mediante la presión económica, consiguieron que Estados Unidos y los países hispanoamericanos, todos ellos también cristianos, les secundaran, dejando a Haití a merced de los siempre: caudillos carismáticos que con buena labia y frases elementales conquistan a una población desesperada, para, ya instalados en el poder, convertir al territorio nacional en una hacienda personal. Muchos de estos líderes, por cierto, se valieron del integrismo religioso, como François Duvalier, que era un sacerdote del vudú. Jesús recalca que ni al mayor enemigo, cuando está necesitado, se le debe entregar una piedra por pan ni una serpiente por pescado. Y los haitianos no son enemigos de Dios ni del cristianismo por apoyar masivamente otra religión. Son personas a las cuales hay que convertir. No con reprimendas que recuerdan los latigazos de la esclavitud. Sino proporcionándoles la ayuda suficiente para sacarlos de su ancestral postración. Una ayuda que siempre les fue negada por, hay que insistir hasta el cansancio, cristianos que iban a orar a la iglesia todos los domingos, porque no querían que personas de distinto credo y color de piel gozaran de sus derechos, pues eso les significaba pérdidas pecuniarias. Aunque aquí se tratara del prójimo.

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