miércoles, 19 de agosto de 2009

Woodstock en Su Justa Medida

El quince de agosto, cuando muchos católicos conmemoran la supuesta asunción de María, los devotos de la década del sesenta celebraron su propia efeméride: el cuadragésimo aniversario del recital de Woodstock, un evento que se ha impuesto a la posteridad como la cúspide y a la vez como la muestra más reprentativa del movimiento jipi, al menos, en sus aspectos que por consenso se consideran positivos. En esta oportunidad, y para resaltar que los protagonistas de esos años están, cuando menos físicamente hablando, envejecidos, no se efectuó una réplica rememorativa como las de 1994 y 1999 -esta última, quizá por la fiebre que caracterizó al fin de siglo y de milenio, con réprobos y preocupantes hechos de violencia-, sino que optaron por fumar un cigarro -no siempre de marihuana, porque algunos ya la consideran pecaminosa- y hablarle del maravilloso pasado a sus nietos, en su cómoda casa, sentados frente al televisor, viéndose en la entrevista que concedieron horas antes para la nota periodística.

En la actualidad, se tiende a tratar a Woodstock como el feliz y esperado desenlace de un cuento de hadas. Uno que, al menos a primera vista, no incluyó brujas malas ni monstruos horribles. Sin embargo, cabe recordar que el jipismo había comenzado en 1965, con la organización de varios encuentros antibelicistas en San Francisco. Luego, se sucedieron una serie de acontecimientos que marcaron la historia de manera más imborrable que el festival de marras, como el llamado "verano del amor" de 1967, año en que casi todas las bandas importantes de rock editaron discos que cambiarían definitivamente el curso de la música, la popular desde luego, pero también muchos aspectos estructurales de la docta. Por esas fechas, se realizó otro festival musical, Monterey, que por el momento en que se efectuó, así como la influencia de los artistas que participaron en él, es un modo de comprender la época mejor que el mismo Woodstock. Además, la explosión artística que hizo posible los mensajes de paz y amor recorrió toda la década y tenía antecedentes a considerar desde mucho antes. Por ejemplo, The Beattles, un estandarte para esa generación, había grabado su primer álbum en 1962, y eran conocidos en el ambiente subterráneo, no sólo de Inglaterra, sino de Europa en general, ya de bastante antes.

Muchos expertos coinciden en que, lejos de ser el triunfo definitivo de los idealistas rebeldes de esos años, Woodstock es la primera señal de su decadencia. Nixon había llegado al poder en Estados Unidos, demostrando que los grupos conservadores podían llevar a la presidencia al hijo de un campesino modesto, los mismos a quienes los jipis decían defender, porque eran los que, debido a su nula posibilidad de acceso a los estudios superiores, terminaban desembarcando en Vietnam. El recital, amén de ser muy masivo, sin embargo reunió a personas de clase alta o media más pudientes, partiendo de forma definitiva esa integridad social que caracterizó a las utopías entonces en boga. Muchos, de hecho, ya no eran jóvenes melenudos que recorrían las carreteras norteamericanas protestando contra la guerra y teniendo sexo con quien encontrasen a su paso: varios estaban casados, tenían familia y cargos gerenciales en grandes empresas, los cuales, la mayoría de las veces, heredaron de sus propios padres. Por eso es que se ve a tantos niños en las imágenes que nos dan a ver del mentado festival. Por otro lado, las propuestas musicales ostentaban una trascendencia de la que puede decir que era, en el mejor de los casos, discutible. Al escenario, subieron bandas y solistas olvidables, otros de segundo orden ( Santana, Joe Cocker), que se consagraron porque no había una competencia destacable; algunos que estaban visiblemente minados por los excesos y que murieron al poco tiempo víctimas de ellos ( Jimi Hendrix, Janis Joplin) Pero lo más curioso es que Woodstock no fue capaz de asimilar a las nuevas propuestas y fue así como los conjuntos emergentes, que darían que hablar en el futuro, quedaron fuera ( Jethro Tull, Led Zeppelin, Yes), mientras otros fueron vetados, como The Doors, lo cual le demostró a la humanidad que hasta los más libertinos son capaces de censurar a un integrante que es demasiado revoltoso. Otra notoria ausencia fue la de Rolling Stones, hecho más plausible del carácter nacional, en este caso estadounidense, del evento.

Si hay un mensaje que dejó Woodstock, éste podría ser la comprobación definitiva del triunfo de la generación de los sesenta, cuando menos en los países desarrollados. No el de sus utopías, sino el de sus personas individuales, que consiguieron vivir el resto de su existencia de la manera que ellos querían, y sin embargo no terminar en la vera de la sociedad por esto. La moraleja que nos han legado es la siguiente: ganamos, y ahora reclamamos nuestro premio: pasar a gobernarlos como nuestros padres quisieron hacerlo con nosotros. Y nos hacen recordar sus triunfos de deporte elitista como una época tan maravillosa e irrepetible, de igual forma que lo hacían sus progenitores con las hazañas bélicas o la síncope del yaz. En definitiva, la archiconocida monserga que reza que todo tiempo pasado fue mejor. Por lo mismo, lo -valga la redundancia-, mejor, no es recordar Woodstock, o el mayo francés, o las guerrillas izquierdistas; sino crear los nuevos espacios y preparar la próxima revolución, que destrone a los rebeldes de antaño pero privilegiados en el presente.

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