domingo, 9 de agosto de 2009

La Familia Vendiendo Cruces

El nueve de agosto recién pasado, se conmemoró el cuadragésimo aniversario del horrendo asesinato de la promisoria actriz Sharon Tate, a la sazón esposa de Roman Polansky, y de un grupo de amigos que la visitaban en su casa, a manos de la secta seudo cristiana "La Familia", liderada por el gurú Charles Manson. Fue un crimen simbólico en muchos aspectos. Pero en especial, marcó lo que sería el inicio del fin de todo lo que representó la década de 1960, a sólo seis días, además, de que se efectuara Woodstock. Los defensores de las utopías recibieron un duro golpe, al notar que eran tan vulnerables como sus conservadores padres; y tal cual ocurrió con sus progenitores cuando ellos arremetieron, ahora también se les venía el edificio abajo. Por decirlo de algún modo, los idealistas despertaron de un sueño infantil, y entraron a la adultez acompañados por una cruel advertencia: desafiar el orden establecido, la religión tradicional y los dioses, podía acarrear graves consecuencias. Aunque tales dioses efectivamente no existan y el mentado orden sólo pueda imponerse mediante un temor irracional. Aunque todo fuese nada más que miedo al cuco, dicho cuco siempre iba a contar con un defensor capaz de ejecutar sus peores sentencias.

Precisamente, de la situación de las religiones, sobre todo en el Occidente de tradición cristiana, y su implicancia en el movimiento de Manson, es que quiero tratar en este artículo. Para la década de los sesenta, tales credos habían sido fuertemente desacreditados y eran los que más estaban padeciendo las rebeldías de jipis y guerrilleros izquierdistas. Católicos, evangélicos y otros grupos, como representantes más visibles de todo lo que se impone "porque sí", porque a alguien o a algo se le ocurrió que era bueno, vaya a saber el mortal común por qué motivación -que es mejor que no averigüe, si no quiere ser silenciado de la manera más violenta posible; fueron el primer y más fácil blanco de coléricos, airados y en general, de una mayoría social -porque trascendió a una mera generación- que ya no deseaba ser mandada por los mismos y lo mismo de siempre. Y esto, pese a que por aquel entonces el poder real de las iglesias más notorias, al menos en varios países del primer mundo, estaba claramente debilitado o restringido ( tal vez por lo mismo, al final del decenio, encontramos las mismas caras gobernantes que vimos en el punto de partida; cuando no, estos mismos rebeldes acabaron comportándose como lo que intentaban atacar). Sin embargo, aquí, después de todo, también se trata de mostrar una imagen, tanto si se carece de argumentos sólidos, como si el público destinatario no está muy dispuesto a escucharlos.

La relación que se dio aquí fue a partir de la inferioridad de condiciones. Estaban los sesentistas abajo, y su objeto de rechazo, al menos aparentemente, en el poder. Hacia 1969, sin embargo, tenemos que algunos de los disidentes habían escalado posiciones y llegado a ostentar los mismos privilegios de quienes pretendían derribar. Uno de esos ascensos destacables, sin duda era el de Sharon Tate. Tenía todos los atributos del arquetipo femenino de la época -joven, esbelta, hermosa y artista- fundido a las comodidades reservadas para una persona conservadora y bienpensante -recién casada, embarazada y viviendo en una mansión. Enfrente, Charles Manson, un hombre de alto coeficiente intelectual, pero analfabeto, además hijo de una prostituta que lo cedió al nacer, y cuya existencia hasta entonces se dividía entre maltratos, orfanatos y encarcelaciones. De seguro, Manson y sus secuaces escucharon a quienes aseveraban que se podía cambiar el mundo con sólo proponérselo, y se entusiasmaron con tales pregones. Pero la felicidad les llegó a quienes caminaban al lado, mientras que ellos continuaban en la desdicha, a pesar del enorme despliegue de esfuerzos. Quizá, estos delincuentes fueran los primeros en oler la hipocresía que caracteriza a quienes acumulan riquezas sin mirar alrededor, impregnada en los mensajes de paz y amor que vociferaban los rebeldes entre las fumarolas de marihuana. Y como contrapartida, acabaron mezclando lo más oscuro de la época con lo igualmente siniestro de la sociedad más tradicional. Así, motivados por el principio de que cualquiera podía crearse sus propios espacios y ser conocido, fundaron su propia religión, y acto seguido, en el nombre del más castigador de los dioses, comenzaron a impartir la justicia del más terrible de los apocalipsis.

Cuando Manson y sus discípulos ingresaron a la mansión de los Polansky-Tate, ese fatídico nueve de agosto de 1969, los roles sociales se habían invertido. La librepensadora -mujer, lo cual lo hace más simbólico- se hallaba en la cúspide y el líder religioso deambulaba por el último eslabón de la cadena. Y el homicida procedió de igual forma que los fanáticos de antaño. Arrastrando tras de sí, empero, a una secta nueva, organizada al calor de los tiempos que corrían. Los miembros de "La Familia" reclamaron lo que les había sido permanentemente negado, como todos los que cuestionaban el orden establecido en ese decenio. Y lo hicieron contra individuos acomodados y existosos, como los mismos rebeldes les recomendaron que actuaran.

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