domingo, 24 de mayo de 2015

Puñetazos A La Otra Mejilla

Aparte del público que suele congregar el boxeo, un número significativo de cristianos le prestó atención a la llamada "pelea del siglo" entre el filipino Many Pacquiao y el norteamericano Floyd Mayweather. La conversión del primero, que asiste regularmente a una iglesia evangélica en su país natal, y las constantes menciones a Dios de parte del segundo, quien al parecer tuvo alguna formación pentecostal, permitieron que un grupo de espectadores atípico a esta clase de eventos aumentara la cantidad de televisores encendidos, permitiendo que los organizadores del combate se embolsaran una suma de dinero aún mayor por concepto de patrocinios.

Al menos, la fe del asiático parece ser honesta. Él entra en la categoría de los nacidos de nuevo, ya que aceptó al Señor hace dos años, cuando se hallaba sumido en los vicios característicos de un deportista de extracción popular que luego no es capaz de controlar un éxito tan fulgurante y repentino, como es la adicción al alcohol y las drogas; los que por cierto ya superó. No se puede aseverar lo mismo del estadounidense. Él cita a Dios como cualquier individuo que ha tenido una formación cristiana, incluso superficial, como una manera, ya sea de impresionar a la audiencia, convencerse a sí mismo de que es un creyente más allá de sólo haber escuchado la mensaje durante la infancia, o de cubrir su carencia de habilidad para elaborar un discurso coherente con frases cliché que, pese al descrédito en que viene cayendo la espiritualidad más clásica, no dejan de ser de buena crianza. Los espectadores cristianos que vieron el pugilato también estaban al corriente de esta disparidad de caracteres, y en consecuencia sus vítores se dirigieron hacia Pacquiao, quien, y de más está decirlo, podía ser tomado como un hermano en el sentido teológico del término.

Sin embargo, finalmente fue Mayweather el que ganó. Por puntos. Pero fue el norteamericano quien recibió el cinturón dorado y para los efectos prácticos eso es lo que cuenta. Un grueso importante de evangélicos aceptó la determinación. Otros se plegaron a quienes objetaron el fallo, alegando que los jueces eran en su mayoría compatriotas del estadounidense, quien además se encontraba en su propio país. Son por cierto, aprehensiones legítimas, y no sólo por causas obvias, en especial tras revisar el despliegue de Pacquiao -de quien después se supo que combatió lesionado de un hombro- y al atenerse al hecho de que estas anomalías son comunes en el boxeo, y que han estado presentes en la disputa de innumerables títulos mundiales. No obstante, llama la atención la conducta que tuvo un tercer grupo de creyentes, que comenzaron a destacar las diversas ocasiones en que Floyd hablaba en forma positiva del Señor. Entonces descubrieron una cuestión interesante: que él también era cristiano, si bien no tan demostrativo como su rival. No se dieron el tiempo de examinar los contextos en los cuales Mayweather había expelido sus frases. Más aún: ni siquiera tomaron en cuenta que su nuevo referente no era tan introvertido ni reservado como lo presentaban para justificarlo. Al menos no en temas seculares. Y eso quedó demostrado días después del pugilato, cuando, a modo de respuestas por las críticas a su obtención del campeonato, le lanzó fuertes epítetos a su contrincante a través de las redes sociales, los cuales no se condicen con el trato que un convertido debe dispensar a los demás, en particular cuando quien está al frente es otro hermano de fe.

Estos creyentes, en realidad, en su fueron interno sintieron que Dios había perdido la pelea o que no auxilió a su hijo más fiel. Un pensamiento del que se encontraban obligados a pedir perdón o cuando menos a simular. Y a modo de sublimación, aparecieron las diatribas de Mayweather, una persona acerca de la cual nadie sabe si alguna vez se congregó en una comunidad evangélica. No les importó presentar la imagen de un Señor dividido. Al final ganó. Y también fue segundo.

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