lunes, 18 de noviembre de 2013

Cuando La Opulencia Es Pecado

Se reitera hasta el cansancio que la acumulación de riqueza, en sí, no constituye un pecado. Es cierto. Pese a que el propio Jesús insistió en que es más fácil que un camello atraviese una entrada estrecha que una persona acaudalada ingrese al reino de los cielos. Y es que en los tiempos bíblicos -y durante la casi totalidad de las décadas siguientes- se llevaron a cabo algunas conversiones entre ciudadanos más pudientes, quienes enseguida contribuyeron con sus bienes materiales y su influencia social de una manera decisiva a la propagación y consolidación de la doctrina del camino.

Desde luego que la acumulación de caudales por sí sola no es maligna. Los padres de la Reforma, y también los del cristianismo, incluso la presentaron como una muestra de las bendiciones de Dios para quien trabaja de manera responsable y constante, tanto en los asuntos terrenales como en los espirituales. El problema se genera cuando dicha actitud es excesiva, de idéntico modo en que ocurre con las comidas y las bebidas. Primero, porque el nuevo millonario corre el riesgo de enviciarse con el cada vez mayor flujo monetario, llegando al extremo de vivir sólo para el afán de ganar cada día más dinero, no existiendo en su pensamiento ni en su accionar espacio para cualquier otra actividad. Pero en especial, debido a que se ve y se siente obligado a gastar buena parte de lo obtenido como una forma de demostrar su opulencia, y de paso, y en cierta manera, justificar lo acaparado durante años. Una muestra necesaria que cuando se torna exagerada constituye una ofensa para los más desposeídos, quienes a su vez experimentan la sensación de estar frente a un bravucón engreído que se mofa de ellos ya que se supone que son más flojos o pertenecen a una raza inferior.

El boato del otro, entonces, arrastra a conductas como la envidia y el resentimiento. De acuerdo: dichas actitudes no se hallan en la mentalidad del rico, sino en la de aquellos que observan recelosos sus posesiones. Sin embargo es menester que el acaudalado se pregunte hasta qué punto ha aportado para generar todo ese malestar. En tal sentido, la provocación, aunque tenga un origen involuntario -pero iniciado a partir de una actitud consciente-, en términos teológicos se transforma en incitación a la tentación, lo cual sí constituye pecado. Fuera de que el acaparamiento, y muchas veces con justificaciones bastante sólidas, suele ser percibido como el resultado de conductas incorrectas o reñidas con los valores más elementales. Un caldo que acaba desencadenando comportamientos violentos, expresados tanto en el delito común -los asaltos que afectan a los más adinerados, y donde debido a diversas causas los atracadores suelen proceder con un alto nivel de agresividad- como en las protestas sociales. Ambas, conductas cuyos ejecutantes presentan como un acto legítimo de retribución y una manifestación imprescindible contra un sujeto que de seguro ha conseguido lo que ostenta mediante prácticas oscuras.

Es por ello que Cristo insta al joven rico a repartir sus excedentes entre los menos afortunados -no que lo entregue todo y se quede prácticamente en la miseria, como muchos, con distintas intenciones, han solido interpretar- porque de ese modo se rodeará de personas que lo admirarán y no le lanzarán amenazadoras miradas de sospecha. Es también la lógica que impera tras el cobro de impuestos en forma proporcional a la acumulación de caudales de cada ciudadano: que algunos no se enriquezcan más de la cuenta y sus ostentaciones terminen ocasionando más mal que bien, incluso para ellos. Y por supuesto, está presente en aquellos millonarios que han optado por crear fundaciones a las que han destinado por completo sus ganancias, quienes no se han amilanado ni han huido llorando ante las recomendaciones del Señor, y se han preocupado más por sumar tesoros en el cielo.

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