domingo, 12 de mayo de 2013

Las Madres Enclaustradas

En una de sus rutinarias conferencias ofrecidas en el Vaticano, el papa se reunió con unas ochocientas monjas de un similar número de congregaciones, y les exigió ser "más madres y menos solteronas". Las declaraciones, emitidas de manera oportuna y oportunista en víspera de que en muchos países occidentales se celebre el día de la mamá, fueron recogidas y divulgadas casi en el acto por los más variados medios de prensa, quizá impulsados por las pequeñas dosis de originalidad y de ingenio que dichas palabras esconden -lo cual, a la larga, permite que el acontecimiento más banal acabe transformado en noticia-, aunque de modo inconsciente, también por el significado que esconden y que se revela al ser sopesadas con la estructura y el organigrama de la ordenación consagrada femenina que se permite al interior del catolicismo.

Ya hemos acordado en alguna entrega anterior que el celibato romanista, más allá de la imagen externa que lo exhibe como una demostración de virtud, es en realidad un método de control cuyo propósito final es castigar la castidad de igual o incluso más agresiva manera que el libertinaje sexual. Quien opta por dejar de lado tanto el matrimonio como los impulsos fisiológicos, es relegado y arrinconado en los templos o en las celdas de reflexión. Y al tratarse de mujeres, la situación es bastante peor. Ya que están impedidas, producto de una errónea interpretación de la Biblia, de dirigir comunidades, su labor queda relegada a la permanencia en oscuros conventos, aisladas del resto de la sociedad -hasta de los sacerdotes varones- y forzadas a mantener la cabeza gacha y a balbucear un murmullo que haga creer a quienes por algún motivo se topan con ellas, de que están orando. El propio régimen de confinamiento es el que las termina tornando el prototipo de las solteras amargadas. Sin embargo, esta coyuntura cuenta además con el patrocinio de la iglesia papista, que oculta a estas personas vestidas con tan largos como lúgubres trajes negros que acentúan su tristeza interior, separándolas y escondiéndolas en un sitio seguro donde no sean vistas por otras féminas, otorgando la totalidad del espacio para que se desarrolle el único modelo de mujer posible: la abnegada madre y ama de casa que sólo se preocupa de alimentar a su extensa prole y enseguida de hacer feliz a su marido.

De allí que las palabras de Jorge Bergoglio adquieran un trasfondo que mezcla la sorna ofensiva con la segregación por género. Más allá de la correcta esposa no cabe otro imaginario para una mujer, pues aquella que finalmente renuncia a casarse manifestará un rostro agrio por el resto de sus días. En eso consiste la caricatura de la solterona amargada. La misma que el papa se encargó de recordar a las monjas que lo escuchaban, y sobre la cual acentuó su connotación negativa en el marco de los prejuicios sociales, al cuando menos insinuar que sus oyentes eran una representación de esa infelicidad. Una que es autorizada por un supuesto decreto divino. Pero que a la postre sólo constituye la variante "espiritual" que permite amortizar una anomalía que bajo la percepción teológica del catolicismo siempre resultará pecaminosa. A las que pasan por alto el matrimonio hay que aislarlas y arroparlas de una forma que resulte repugnante a ojos de la gente común, con el propósito de dejar bien en claro que ésa no es la alternativa. Al mismo tiempo, con sus declaraciones, Francisco establece que las religiosas por su sola naturaleza son o tienden a ser solteronas. Y que la solución de esa anormalidad se traduce en buscar un alejamiento, siquiera racional, de los atributos que le son asignados a una consagrada, y empezar a expresar su fe como un sucedáneo de la maternidad.

Entiendo que las palabras del papa son expelidas en un contexto donde se llama a las monjas a asumir con mayor ahínco las pocas tareas que la iglesia católica finalmente les acepta dar, como la educación en las escuelas romanistas, o por último, actuar como un estímulo para que los niños se encaucen en la religión. Pero si analizamos, incluso aceptando su connotación positiva, aquella petición, nos encontramos ante una comparación igualmente nociva. Las religiosas están para los mismos propósitos que las mujeres seculares; esto es, criar niños. Sin embargo, se trata de muchachos ajenos, por lo que su cuidado tendrá de manera inevitable que ser considerado de segunda clase. La exigencia de "engendrar hijos espirituales" está pregonada desde un punto de vista en el que tal mandato se torna una especie de premio de consolación para quien fue incapaz de obedecer la orden de llenar la tierra y sojuzgarla. Alguien que debe acostumbrarse a recibir las sobras de la sociedad, cumpliendo una labor que siempre será catalogada como menor.

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