lunes, 13 de agosto de 2012

Orígenes del Capitalismo

No faltan quienes sitúan el inicio del capitalismo en la Reforma iniciada por Lutero en 1517. Muchos lo asocian con la teología de la predestinación defendida por Juan Calvino, quien habría asegurado que la prosperidad económica de un hombre era la señal inequívoca de que estaba siendo bendecido desde la cuna por Dios. Dentro de la iglesia católica, voces intencionadas buscan calzar estas opiniones sueltas con el propósito de achacarle al movimiento iniciado en la Alemania del siglo dieciséis una suerte de impulso ideológico que a poco andar se tradujo en la expansión imparable de un sistema financiero, de acuerdo con el discurso romanista, despiadado, inhumano y que tiende a privilegiar a unos pocos en desmedro de una masa que además está obligada a padecer el estigma de ser considerado flojo, antisocial y en definitiva un maldito pecador.

No obstante, y ya asumiendo que el afán de acumular riqueza mediante la compraventa de diversos productos es una costumbre que tiene el hombre prácticamente desde que existe, resultaría muy objetivo señalar que los primeros esbozos de lo que hoy conocemos como capitalismo -en sus más variadas acepciones y aplicaciones- se empezaron a dar en los albores del segundo mileno, en plena Edad Media europea, cuando nadie, siquiera producto de una visión profética o algún delirio místico, habría sido capaz de anticipar una cosa como la Reforma luterana, y además en una época donde el papado ya se había ganado la facultad de hacer y deshacer en el Viejo Mundo. Existen datos que indican que ya en el año mil los monasterios, al principio movidos por un afán de subsistencia, empezaron a tranzar los bienes agrícolas o ganaderos que los internos cultivaban o elaboraban dentro del claustro. Con el paso del tiempo, y la venia de la misma autoridad católica que se cuidaba de que estas prácticas no se reprodujeran en el ámbito secular -a través de alianzas establecidas con nobles y señores feudales, quienes por beneficio propio mantenían a la población bajo situación de servidumbre, generalmente concentrada en pequeñas aldeas aisladas entre sí y destinadas más que nada a preservar la vida rural-, dichos recintos adquirieron un caudal fiduiciario que en determinados casos incluso les permitió prestar dinero a los reinos, a veces con elevadas tasas de interés. De hecho ciertas órdenes, como los templarios, llegaron a actuar como auténticos bancos. En paralelo comenzaron a emerger los conventos femeninos, que por idénticas causas repitieron la costumbre. Al respecto cabe señalar la importancia que estos últimos lugares obtuvieron en las colonias españolas y en la península misma, actuando como verdaderas cajas financieras y ejerciendo labores similares a las de los actuales prestamistas. Una actividad que el romanismo considera vil usura inventada por burgueses herejes, se desarrolló y consolidó en su propio seno.

Más aún: el primer intento exitoso a nivel masivo de capitalismo secular también se dio entre católicos. Para ser más concretos, entre los ricos mercaderes de la península italiana, como la familia de Marco Polo. Casi todos pertenecientes a la nobleza local y varios con algún antepasado o pariente sentado en el sillón pontificio. Fueron de hecho ellos quienes expandieron este sistema financiero por el resto del continente europeo, haciéndolo ya una práctica conocida y asumida cuando irrumpe la Reforma. Sin embargo, ¿por qué asocia su fundación -y sus vicios subyacentes- a una suerte de artimaña teológica supuestamente diseñada por Lutero y Calvino? Lo que sucede es que con sus predicaciones, estos próceres les enseñaron a las personas comunes y plebeyas que ellos también contaban con las habilidades para acumular riqueza, y que bastaba con la adopción de determinadas reglas de disciplina individual para comprobarlo, incluso siendo capaces de acceder a un nivel parecido al de los acaudalados de entonces, aunque jamás hayan pertenecido al grupo social conocido como "los de sangre azul". En resumidas cuentas, incentivaron a la gente del pueblo a elevarse desde la nada, un factor que, ahora sí, guarda relación con la doctrina cristiana evangélica, por ejemplo en aspectos como el nuevo nacimiento o la libertad de escoger la manera más adecuada para alabar a Dios, puntos clave del asunto de la liberación espiritual y la consiguiente libertad individual y la vez personal. Dicho de otro modo, hicieron más democrático el capitalismo.

A despecho de las aberrantes distorsiones generadas por Adam Smith y Milton Friedman -y en sentido negativo y de forma indirecta, por Karl Marx-, lo cierto es que nos volvemos a encontrar en una situación donde la iglesia católica defiende una cosa y practica otra totalmente opuesta. Pues por mucho que los obispos despotriquen contra el capitalismo recalcando los daños anexos que ha ocasionado en la humanidad -con el aval de poder atribuírselos a un movimiento que miran como indeseable-, en el seno del romanismo existen entidades como el Instituto de Obras de Religión, que por algo se le conoce a nivel coloquial como el Banco del Vaticano. Dicha organización -necesaria para la subsistencia de la Santa Sede, que al igual que todos los micro Estados se ve forzado a transformarse en un paraíso financiero a fin de no sucumbir-, aparte de ser muy poderosa en términos empresariales, concede préstamos y sostiene millonarias cuentas ya sea de ahorro o débito. Y todavía más: su secreto -aumentado por sus condiciones peculiares de dependencia- le ha permitido a importantes líderes de la mafia depositar sus ganancias ilícitas ahí, en uno de los escándalos mayúsculos de los últimos dos años. El problema es más simple: los curas detestan que se susciten acumulaciones de riqueza en ambientes alejados del suyo, y amparados en el subterfugio de que son la exclusiva y excluyente verdad, aparte de la advertencia bíblica-mal empleada por lo demás- sobre el egoísmo proporcional al aumento de caudales monetarios, siempre han intentado detener las iniciativas respecto del particular, precisamente porque ya cargan con la vileza de corazón. Fue justamente lo que hicieron con la mencionada orden del Temple, disuelta por mandato papal y confiscadas todas sus pertenencias cuando apenas los sacerdotes notaron que empezaba a consolidarse como gran empresa. Con los reformados simplemente no pueden ejercer de idéntica manera, ni aquí en la tierra ni en el más allá, aunque fanfarroneen con sus acusaciones y las excomuniones.

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