domingo, 3 de junio de 2012

Las Llamas Que Nos Esperan

Los evangélicos nos iremos directo al infierno. Así ha sido afirmado en las más recientes declaraciones papales.  Simplemente no representamos la verdadera doctrina. Somos herejes, y en los casos más extremos -que constituyen la mayoría, faltaba más- peligrosas sectas. Y por eso vamos a arder en el fuego de Dante inmediatamente después de muertos y sin paradas. De hecho, nuestros pecados son tan graves, que los obispos nos han advertido de sus consecuencias al mismo tiempo que se han destapado importantes escándalos precisamente en el seno de la iglesia católica y el Vaticano: los que ya no se reducen a abusos de niños, sino que además ahora se está hablando de una monumental estafa financiera que involucra a altos prelados junto con prósperos empresarios.

La primera pregunta que sale a colación tras la emisión de estas sentencias tan lapidarias es: ¿y qué sucede con el dogma del Purgatorio? Se supone que todos, católicos o no, paramos allí hasta que acontezcan tanto la Parusía como la resurrección. Las únicas excepciones son las excomuniones, en concreto sólo una porción de ellas: las que afectan a los sujetos que han impedido la difusión del mensaje de salvación -entendiendo como tal el defendido por el romanismo- usando recursos violentos, como la agresión o directamente el asesinato de misioneros o sacerdotes. Pero incluso en esas situaciones, se tiene que esperar una declaración oficial -léase pontificia- que señale y aluda al individuo en cuestión para que el conjunto de los feligreses, incluyendo el mismo papa, lo imagine ardiendo en las brasas de Lucifer. Más aún: si se condenara de manera pareja a todos los incrédulos la misma idea del Purgatorio no tendría sentido, pues ha sido elaborada con la finalidad de impedir que se propague la creencia en la inmortalidad del alma, que los curas consideran falsa a todo evento pues retrotrae al dualismo platónico fuera de disminuir la fuerza y la importancia de la ya también mencionada resurrección. Aparte de que jamás se ha escuchado emitir siquiera una queja al respecto contra reconocidos personajes, varios de ellos autoridades políticas, que en determinados pasajes de la historia, también en el siglo veinte, ordenaron genocidios y crímenes masivos contra laicos y consagrados de tendencia papista.

Por supuesto, ningún evangélico, al menos en las centurias recientes, ha allanado el terreno para el acaecimiento de dichas masacres. Al revés, muchos reformados las han intentado evitar, como lo prueba la incontable cantidad de testimonios que, por ejemplo, datan de la Segunda Guerra Mundial y de la Alemania nazi, régimen con el cual hasta el propio Vaticano colaboró de manera informal. Sin embargo, tal parece que para la iglesia católica es más grave la herejía que cualquier otra cosa. De acuerdo: el principal pecado es dejar de amar a Dios y la apostasía es una muestra concreta de esa actitud, por mucho que el interesado diga que alaba al Señor a su modo. Pero, ¿no que es tan inaceptable como la heterodoxia, el aborrecer al prójimo, aunque sea el más enconado de los enemigos? Todavía más: aquella es justamente una motivación que alienta la existencia del dogma del Purgatorio. La institución romana es tan acogedora -siguiendo los preceptos de Jesús- que acepta a los impíos incluso tras haber fallecido, dándoles la opción de que reciban la buena noticia hasta en esa condición. Es una justificación bastante hermosa cuando se formula, hay que admitirlo; en especial cuando los papistas se la refriegan en la cara a los hermanos, cuya rigidez los impulsa a olvidar lo que acontece con quienes han fenecido antes que la palabra llegase a sus territorios.

Cuando comento estos temas, varios me han insistido que la doctrina católica al menos en muchos aspectos depende del estado de ánimo del papa de turno, el cual suele estar suscitado a las coyunturas políticas, sociales y económicas de la organización que dirige; y que de modo irremediable lo afectan principalmente a él, en cuanto cabeza de una institución estructurada bajo los cánones de la más absoluta verticalidad. De esta forma, un pontífice puede borrar con el codo lo que todos sus antecesores han recalcado con denodada insistencia. El mismo Ratzinger que condena a los evangélicos hace un tiempo atrás dio particulares muestras de este proceder interesado y ambiguo, cuando eliminó el dogma del limbo, absurdo por donde se le mire -incluso desde el punto de vista de aquellos tratados católicos que prescriben con mayor fuerza el bautismo infantil- pero que ya iba a cumplir el milenio de vigencia. Y con la infalibilidad impuesta tras el concilio Vaticano I, el asunto es bastante peor (no vengan con eso de que se trata de una característica propia de todo el cuerpo eclesiástico antes que de una persona, que aquí la mollera es la única con la facultad de tomar decisiones). Al final, sólo se puede sacar en concreto que los únicos que merecen llegar al cielo son quienes no se allegan a una persona o estructura, sino que deciden tomar su cruz a título individual e ir tras Jesús sin pensar en las consecuencias. O sea, los cristianos sin adjetivo. Que a la postre son los cristianos de verdad.

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