domingo, 3 de abril de 2011

El Ánima de Jaime Guzmán

Antes que nada, debo admitir que me irritan ciertas actitudes de algunos colectivos de izquierda que se mofan de la persona de Jaime Guzmán. No me estoy refiriendo al pensamiento político del susodicho, el cual es repugnante bajo cualquier punto de vista. Sino que saco a colación esos chistes malintencionados que aluden a su impenetrable soltería. Por dos motivos. El primero, porque es una manera fácil de terminar una discusión, atacando al rival con recursos fáciles pero sin hacer el mínimo esfuerzo por generar un debate contundente. El segundo, porque se trata de una conducta discriminatoria, de personas que defienden la diversidad cultural y al mismo tiempo ocultan su estrechez de mente y su incapacidad de comprender un aspecto de la vida de su oponente, en el cual no se lo puede acusar de inconsecuencia.

Es innegable que Jaime Guzmán fue un intelectual digno de considerar. Lo que de por sí suena muy extraño, pues al menos en la sociedad chilena, la lógica indica que estos hombres y mujeres se ubican o debieran ubicarse a la izquierda del abanico político. Y en cambio, el personaje de marras fue un conservador a ultranza, de ideas fascistas -las que por desgracia, siempre logró exponer de la forma más adecuada-; pero igualmente, de una capacidad que le permitió erigirse como el soporte cerebral de una dictadura, la de Pinochet, en donde la pobreza cognitiva, expresada sin filtros en el tono de voz del tirano, era desviada de la atención del público mediante los balazos y las desapariciones forzadas. Y aunque se diga que no contaba con un competidor a su altura pues todos habían sido silenciados; o que la colaboración con un régimen autoritario siempre es sinónimo de consagración: por otro lado no se puede dejar de acotar que pararse frente a un gobierno que se vale de la ignorancia y la falta de información para mantenerse, demanda un cierto nivel de osadía. Para colmo, le puso la guinda a su labor formando un movimiento sectario, amparado en la concepción más huera y recalcitrante de la moralina religiosa -en este caso del catolicismo romano-, que con el paso de los años devino en un partido político, que como las organizaciones de su tipo, ha tratado desde entonces de imponer su particular visión respecto de la sociedad chilena, por supuesto que con métodos característicos de los totalitarismos.

Sin embargo, ahí donde sus fortalezas llegan a un punto cúlmine, es donde comienzan sus debilidades. En especial, porque al final de la jornada, toda la pasión desplegada acaba revelándose como superflua frente a un entorno que no valora el trabajo de la mente, porque de allí se pueden extraer conclusiones que resultan nocivas para la conservación del estado de cosas. A lo cual cabe agregar que Guzmán era un partidario de dicho ambiente, a pesar que su sola composición era para sentirse con el trasero marcado por un puntapié. Entonces, no le quedó otra cosa que adaptarse a las circunstancias, siguiendo ese principio inventado por los norteamericanos y que se coordina muy bien con el pragmatismo capitalista liberal que ellos siguen y que se buscó implantar en Chile durante la administración de Pinochet: eso del "si no puedes contra ellos, úneteles". Lo que a la postre repercutió en la riqueza de su pensamiento. Pues si la analizamos con rigor, la intelectualidad de Guzmán queda reducida a justificar gobiernos de extrema derecha, como el del dictador criollo o el de Francisco Franco, que parece que le agradaba especialmente. Más allá de ser un imponente polemista, nunca consiguió trascender con algún texto de alta filosofía, siquiera con alguna opinión que desmenuzara la realidad histórica del país. Al momento de preguntar por el golpe militar de 1973 y sus consecuencias posteriores, uno puede pedir ayuda a los más variados escritos; empero, las reflexiones de Guzmán no se incluyen entre ellos. Su aporte, en definitiva, fue de mala calidad: escaso por no decir nulo. Lo cual es una lástima porque el tipo tenía sus atributos. Sin embargo, es muy poco lo que se puede elucubrar cuando se está al alero de una legislatura que desprecia y denigra toda labor relacionada con el conocimiento, más que nada porque la considera peligrosa.

En términos simples, el entramado intelectual de Guzmán sólo está a la altura de los llamados "think thank", esos supuestos centros de pensamiento donde se lanzan ideas como quien promueve la nueva muñeca de Mattel. Ahí estaba listo para ser utilizado en cuestiones puntuales, como la redacción de la constitución de 1980, donde inventó singularidades a destajo con el propósito de entrabar una eventual transición a la democracia (y las épocas posteriores han dejado en claro que era muy capaz). Fue cuando empezó definitivamente a abandonar al intelectual de fuste para transformarse en el cerebro gris. Sin embargo, hay un factor de gran peso que impide que su nombre quede definitivamente en la trastienda de su historia. Se trata de su asesinato, a manos de un grupo armado integrado por oponentes políticos e ideológicos. Ahí cobraron sentido los pasajes más significativos de su vida, como su férreo rechazo a los movimientos reformistas de la década de 1960 -amparándose en el fascismo y el integrismo religioso-; sus declaraciones en favor de la intervención de las fuerzas armadas -que han sido reproducidas por la televisión con un afán ante todo anecdótico-; su celibato laico e incluso su aspecto físico -esto último, marca de fábrica que permite identificarlo a la distancia como un conservador a ultranza vinculado al mundo académico. Al margen de ello, le sobrevivió una camada de discípulos, que agrupados en una nueva tienda política, ahora contaban con la posibilidad de difundir las ideas de un maestro violentamente sacrificado como Sócrates o el mismo Jesús. El fantasma de Guzmán no se le aparece sólo a Pablo Longueira, sino a toda la realidad social chilena, como un inquisidor terrible que trata de vengar su muerte exigiendo a las siguientes generaciones un supuesto recato sustentado en la culpa y la pacatería.

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