martes, 23 de febrero de 2010

El Misticismo de Einstein

Resulta curioso que tanto el público general como los científicos especializados, al momento de recordar a Albert Einstein, no centren sus discursos en los principales hallazgos que se le deben a este físico, como su muy conocida teoría de la relatividad general -que ni siquiera fue considerada a la hora de otorgarle el Nobel- o sus investigaciones sobre el efecto fotoeléctrico, ni menos sus contribuciones al desarrollo de la energía nuclear, de las cuales el genio judío alemán incluso renegó en los últimos años de su vida, tras observar con pavor que eran aplicacadas en la fabricación de la bomba atómica. Por el contrario, la atención se concentra en su tesis de campo unificada, que en términos simples, consiste en reducir todos los fenómenos universales a una sola gran ecuación. La cual, por lo demás, Einstein nunca encontró, a pesar de dedicarle las tres décadas finales de su existencia. Una situación que nadie ha sido capaz de revertir, aunque los esfuerzos no han escaseado.

Es una conducta interesante de analizar, porque la motivación que tenía el físico, puede ser definida como un extraño cóctel de ciencia y religión. Naturalmente, no la podemos calificar de seudociencia, porque dicho comportamiento proviene más bien de los ministros vinculados a los credos, que tratan de calzar sus sistemas de creencias particulares, en especial aquellos elementos que son candidatos permanentes a ser catalogados de supercherías, con el mundo de los experimentos empíricos, sobre todo cuando un nuevo descubrimiento pone en riesgo la veracidad de algún dogma de fe. Pero a cambio, Einstein propone, desde la ciencia, una armonía de tintes místicos incluso con áreas del saber que están en constante conflicto con ella; justamente lo que intentan hacer magos, astrólogos y uno que otro sacerdote con ideas retrógradas, sólo que recorriendo el camino en sentido contrario. Como los filósofos de la Grecia clásica, que a su vez eran matemáticos, biólogos, astrónomos y hasta poetas o nafólogos: los cuales tenían la esperanza de que el empirismo pudiese explicar cosas tales como la existencia de los dioses o la aparición de fenómenos paranormales. Varios dedicaron todo su esfuerzo a dichas cuestiones, y en instante alguno se les puede motejar de charlatanes o de términos afines, pues se esmeraron en llevar adelante actividades serias, con hipótesis que siempre trataron de comprobar en terreno.

Y pese a que Einstein estuvo encerrado durante treinta años en un callejón sin salida, muchos seguidores no pierden el entusiasmo y continúan sus investigaciones en torno a una teoría que sólo ha sabido de fracasos. Más encima, sin tener en cuenta que en paralelo ha corrido la mecánica cuántica, que renuncia al campo unificado, al menos en sus consideraciones generales, y opta por estudiar los pequeños fenómenos de manera separada, aunque no descarte la posibilidad de que algunos estén relacionados entre sí. Tal corriente ha sido más exitosa en el aspecto que tratamos aquí. Pero parece que lo de Albert toca una fibra más sensitiva del ser humano: su tendencia, más bien su necesidad, de creer en un ser superior (no siempre todopoderoso, eso sí), a fin de tener algo a lo que atenerse o aferrarse, como medida de seguridad contra este valle de lágrimas. Al respecto, ya resulta majadero citar el hecho de que, si finalmente se encuentra una tesis de esa clase, se acaban matando varios pájaros de un tiro. Por un lado, se consigue explicar todo gracias a la ciencia, gracias a una suerte de dios padre que tiene la forma de unos cuantos números (lo que, hace más de veintiséis siglos, ya había planteado Pitágoras, quien llegó a transformar su escuela filosófica en secta religiosa), además, con un procedimiento irrefutable, lo cual obliga al sometimiento definitivo de la religión.

Quizá por aquello, es que le teoría de campo unificada, al igual que su símil de la evolución, nunca abandonará el nivel puramente especulativo. Y con esto no quiero repetir esa monserga de los científicos que juegan a ser dioses (sería injusto, por lo demás, tratar a Einstein de esa manera). Sólo pido algo de sinceridad, o al menos una reflexión, pues esto hace rato que abandonó el terreno de la racionalidad empírica y se ha introducido de lleno en el anhelo únicamente místico. Incluso, sus defensores se han mantenido en su opinión con una férrea testarudez, pese a que quienes sostienen plateamientos opustos, han conseguido mejores resultados. Otro dato interesante al respecto, es notar que Einstein pasó los últimos días de su vida en la más completa infelicidad, al verse incapaz de tener éxito en la empresa que tantas energías le había absorbido, lo cual de paso ponía en evidente cuestionamiento a su propio sistema de creencias, y además, al constatar que las bombas que destruyeron a Hiroshima y Nagasaki fueron diseñadas en base a sus descubrimientos, lo cual lo condujo a mostrar una especie de arrepentimiento muy conmovedor a poco de su muerte. Una reconsideración que se parece mucho a esa retractación obligada que debió emitir Galileo Galilei, aunque en este caso la confesión fuese voluntaria. Pero en ambos casos -en el del italiano renacentista, me refiero a su teoría de la mareas-, se continuó hacia adelante con un pensamiento cuyos propietarios nunca reconocieron como error.

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