domingo, 24 de mayo de 2009

El Profetismo y el Fin del Mundo

La creencia popular tiende a calificar al profeta como un sujeto propenso a anunciar calamidades, la mayoría, conducentes a un fin trágico y violento de nuestro planeta, producto de la ira del ser o los seres superiores ante la desobediencia y el desagradecimiento de sus súbditos humanos. Para comenzar, la verdad es que esos elementos no se encuentran en la profética, sino en la apocalíptica, un género diferente con el que guarda bastante relación, pero que corre por un carril totalmente independiente. Pero aún así, ninguna de esas dos disciplinas se justifican como una sarta de vaticinios terribles, pues ni siquiera tales mensajes son el desenlace fatal de una sucesión de hechos previamente determinados. Muy por el contrario, si uno los lee y comprende de la manera correcta, notará que sólo detallan un tránsito, doloroso si se quiere, pero no único, hacia un final que tampoco es absoluto, ya que le da la opción al mortal para que lo modifique, con muchas y vastas posibilidades de rematar en una meta feliz.

El profetismo existió en todas las religiones antiguas, y en muchas de las actualmente vigentes, es una pieza importante para entender sus misterios y propuestas. Más que una forma de contacto entre dioses y hombres, fue y ha sido una fuente imprescindible de especulación intelectual, y por consiguiente, una contribución a la riqueza cultural de un determinado credo. Los oráculos permiten inferir el futuro de acuerdo a los parámetros que rigen el sistema de creencias del emisor, pero también se nutren de la realidad circundante, sacando una conclusión que será más o menos asertiva dependiendo de la calidad y el compromismo del pitoniso. Por lo mismo, no sólo sirven para explicar lo que sucederá en los últimos días, sino que son capaces además de teorizar sobre el tiempo presente. De hecho, el profeta observa la situación actual de la sociedad, y desde ahí le avisa qué le sucederá proximamente. Hace, en resumidas cuentas, eso que en algunos círculos llaman proyección, y que en este caso, guarda muchas similitudes con el método científico. Así han obrado todos los profetas y los de la Biblia no han sido una excepción; por el contrario, resultan ser bastante más terrenales de lo que se espera o imagina.

¿ Por qué todos estos mensajes se nos aparecen como adivinaciones catastrofistas? Porque la mayoría de los profetas que conocemos -puesto que aparecen recopilados en libros bíblicos que llevan su nombre- vivieron y escribieron en una época en que existía una fuerte desigualdad social, coronada con la hipocresía pietista y el constante abuso del poderoso hacia el débil, fenómenos que caracterizaron a Israel en los últimos ocho siglos antes de Cristo, y que se agudizaron dramáticamente en la época de Jesús. Además, en el periodo vetestamentario, se vivía algo que hoy denominaríamos estabilidad y prosperidad macroeconómica, donde las arcas del país crecían a ritmo exponencial, aunque esto sólo beneficiaba a los ricos y la clase gobernante, pues el pueblo raso se empobrecía cada vez más. Esto provocó un relajo entre las capas altas de la sociedad, que se sentían poderosos e importantes ante sus vecinos. Olvidaban que Israel era un país pequeño, inmerso en una zona de conflicto permanente, rodeado por imperios ambiciosos a quienes les aumentaba el apetito al ver a un territorio vulnerable enrquecerse con relativa facilidad. Los profetas estaban ahí para advertir y señalar lo que Dios había dejado en claro desde los tiempos de Moisés: los dejaré solos si descuidan, a ver si se las pueden arreglar solitos como creen. Y las consecuencias de una distensión en el mundo antiguo se pagaban: con la invasión y el consiguiente sometimiento a un pueblo más poderoso, lo cual efectivamente ocurrió.

Es ahí cuando los autores acuñaron la frase "dolores de parto" que tantos quebraderos de cabeza ha ocasionado entre agnósticos e incrédulos. Aquella expresión alude al momento en que los fieles se dan cuenta que la han jodido, después, claro, de recibir uno que otro golpe, que son menos un azote de Dios que el resultado de las propias torpezas. Vendrá, o podrá venir, un sufrimiento muy grande; pero tras él nacerá una nueva etapa, fortalecida tras el aprendizaje de la lección. Es el tomar conciencia del pecado; mejor, de que se ha cometido un error inconmesurable que es el antecedente que uno lo tiene hundido en el pozo. Todo lo contrario del que aguarda con inercia temblorosa un esperado pero a la vez impredecible fin del mundo, como si fuera un batallón de tártaros en el desierto. Aquí se solicita que se haga lo correcto, y si se cayó al hoyo, se entregan las instrucciones para salir y enmendar el rumbo.

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