domingo, 3 de mayo de 2009

Desde los Extramuros de Roma

No falta quien asegura que después del concilio Vaticano II, la iglesia católica sepultó para siempre, al menos en el marco de la discusión teológica, conceptos e instituciones como la inquisición, la excomunión o la condena a los herejes. Que comprende a aquellos que viven fuera de su paraguas, propiciando el diálogo interreligioso. Efectivamente, durante las últimas décadas Roma asumió su condición de anciana debilitada y empezó a llevar adelante una revisión de sus hechos pasados. Lo que en la práctica se tradujo en una suavización de su discurso avasallador e intransigente, poniéndose, al menos en apariencia, incluso por delante de los demás credos cristianos en temas como el consenso, la tolerancia y el debate amistoso con el prójimo. Aunque, es preciso insistir, siempre en el ámbito puramente teológico.

Sin embargo, tal cambio de disposición no es gratuito, y luego, tampoco es real. Y una muestra clara de ello es la posibilidad, para el catolicismo, de que alguien que no reconoce su magisterio pueda ser considerado redimido. Hasta antes del susodicho concilio, regía un cláusula, de carácter negativo y enunciada en latín que rezaba "extra ecclesiam nula sallus", traducido "fuera de la iglesia no hay salvación", con la cual todo quedaba resuelto y no cabía espacio para las preguntas. Al terminar aquella reunión, empero, el papado, en uno de sus tantos intentos por presentar un rostro amigable, cambió esta sentencia por una de sentido positivo, bastante más ambigua y sutil, que expresa: "la iglesia (católica) es signo y sacramento de salvación". Para alguien ingenuo o demasiado optimista -de la estirpe que sólo se puede dar dentro del romanismo-, esto significa, si bien no la reconciliación definitiva, cuando menos un paso adelante. El resto no se siente atraído por una frase rebuscada hasta el hartazgo; por lo demás, para entenderla es necesario averiguar qué significan las palabras signo y sacramento en el marco de la teología católica, lo que significa acudir a una biblioteca especializada, que escasean en el mundo, y leer un libro para el que no se está preparado: y aún superando esas dificultades, es necesario descubrir por qué tales vocablos están acuñados junto a "salvación", sin salirse de los márgenes establecidos por el magisterio eclesiástico, además extensos de detallar y estudiar.

Entonces, el ciudadano pedestre se queda con la primera impresión, justamente la que pretende el romanismo, lo cual convierte a la declaración de marras en un mero eslogan comercial, aunque convenza a sus destinatarios por abulia. Pero al escudriñarlo tan sólo un poco, uno comprende que la verdadera intención se halla muy lejos de lo que se cree, o se quiere creer, a simple vista. Porque el cambio es sólo cosmético, ya que se trata de voltear una clave negativa para transformarla en positiva. Al final, el catolicismo insiste en que la exclusiva manera de obtener la salvación, es a través de su estructura. En la práctica, dicen, ahora basta con reconocer que Roma es la auténtica portadora del mensaje cristiano, y quienes participan en una comunidad independiente, pueden ingresar a él aún permaneciendo en su núcleo congregacional. En conclusión, para conseguir el boleto al cielo se precisa en el peor de los casos, instalar una tienda en los extramuros de la ciudad de las catacumbas. Supongo que a los obispos no les importará que los improvisados acampantes sufran producto de la lluvia o el frío: es el castigo por haber abrazado una doctrina desviada y ellos, aún siendo pecadores, los acogen con el más absoluto amor, aunque su desprendimiento sólo alcance para un pedazo de tierra a orillas de una carretera secundaria.

Tal resolución permite matar varios pájaros de un tiro. Por una parte, permite a quienes siguen una religión no cristiana, aunque sea anticristiana, e incluso a los agnósticos, llegar al paraíso sin siquiera saber de qué se trata. Por otra, en ojos de la opinión pública, le pasa el bastón de la intolerancia a las confesiones evangélicas y ortodoxas, que si reclaman, quedan como movimientos anacrónicos incapaces de aceptar una instancia de diálogo, que los curas abren con una buena disposición. Una nueva forma de presentar la amenaza de la hoguera, esta vez con el fantasma de la condena por parte de la sociedad liberal encima. Como un viejo acaudalado que, feliz por su vida, les cuenta historias a sus nietos mientras los acaricia cariñosamente. Pero que fue un déspota con sus hijos y los empleados y colaboradores que tenía a su cargo

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