domingo, 8 de marzo de 2009

El Mundo de Ying y Yang

Las últimas décadas de nuestra historia han sido protagonistas de un inédito interés por las grandes religiones orientales, especialmente en aquellas zonas geográficas, como América o Europa, donde resultan exóticas, tanto por su origen como sus propuestas. Varios factores pueden explicar este fenómeno: el crecimiento económico de los países del Sudeste Asiático; la nostalgia aún vigente por el decenio de 1960, el más reciente periodo idealista vivido por la humanidad, cuyos protagonistas canalizaron su rebeldía contra lo establecido propagando estos credos, y la velocidad que en tiempos recientes ha adqirido el trasvasije de información, que nos permite un conocimiento acabado, incluso de los más inimaginables rincones del mundo.

También es posible formular un cuarto argumento, relacionado estrechamente con los anteriores tres, y que incluso tiene características de conclusión global. Las religiones orientales no cuentan con ningún elemento que las vincule siquiera de modo rebuscado con la llamada civilización cristiana occidental, tanto en términos ideológicos como sociales o históricos. Crecieron en una suerte de universo paralelo, con el que quienes nacimos al otro lado del mundo tuvimos contacto real recién a mediados del siglo XX. Por ende, nuestra abulia, desencanto y disconformidad, comportamientos que arrastramos por ya doscientos años, y que solemos atribuir, en cualquier caso con un dejo de asertividad, a las enseñanzas piadosas de nuestra niñez, en consecuencia nos arrastran hacia la luz emanada desde el sol naciente, aunque en muchos casos, demostremos una ignorancia supina respecto de estos sistema de creencias, capaz de colocarnos en ridículo frente a sus profesantes ancestrales. Con todo, la fascinación por la novedad y lo desconocido, unido a la pureza de estas ideas al momento de compararlas con nuestra educación elemental, es suficiente para que algunos sientan la necesidad de un misticismo diferente y se atrevan a cruzar el río, que en cualquier caso no es para nada correntoso. A fin de cuentas, la religiosidad es ante todo emotividad inconsciente, y reserva poco, cuando no nulo espacio, al pensamiento frío.

Las justificaciones entregadas por algunos, además, revelan su desconocimiento respecto de lo que están defendiendo, a veces, con evidente y vergonzosa facilidad. Porque muchos dicen abrazar las teorías orientalistas hastiados por la represión moral y política que en toda su existencia han montado en Occidente el cristianismo, el judaísmo y el islam, impulsando guerras y matanzas que van en contra de un pensamiento religioso supuestamente basado en el amor, la paz y la hermandad. Sin embargo, las ofertas de la tienda del ying y el yang no han sido menos fructíferas en lo que a masacres y sujeción irracional se refiere. Buda, por ejemplo, consideraba a la mujer de mucho peor manera que el más extremista de los musulmanes; el sintoísmo, la religión de los samurayes, respaldaba la tortura y el asesinato masivo de "infieles", que en muchos casos fueron aldeanos que no les erigían altares a los dioses japoneses; mientras que el hinduismo utiliza ahora mismo la rencarnación para perpetuar el sistema de castas y los privilegios de los nobles de la India. Los gobiernos de esa parte del mundo han sido casi todos autoritarios y el grueso de ellos, especialmente crueles e inhumanos con su población. Por allá, incluso en épocas recientes, se han llevado a cabo campañas de exterminio que horrorizarían hasta a los nazis. Y por motivos bastantes comunes: cara y dioses diferentes a los de los atacantes. Ni siquiera las dictaduras neoliberales o comunistas que han pululado por este sector se salvan de esta tendencia mística por el crimen: Mao Tse-Tung transformó el culto a los antepasados y la veneración a los ancianos de las antiguas religiones chinas, en un culto a la personalidad, mientras que Suharto por poco hace desparecer a los timorenses con el pretexto de que practicaban el catolicismo, religión importada en Indonesia.

Existe una cuarta explicación que se puede esbozar y que, de todas formas, ya ha sido expuesta en anteriores artículos. Los credos orientales son ateístas, un rasgo que caracteriza, empero, a las religiones universalistas en general, y que al cristianismo no le es ajeno. Sin embargo, en estas confesiones es mucho más marcado y no sólo por su estructura ideológica. Entonces, para quienes desean zafarse de la tutela de un dios omnisciente, y no obstante aún buscan una salvación, este pensamiento resulta particularmente atractivo. Quizá sería bueno recordarles que, al final de la jornada, su actitud incrédula, que les permitió aterrizar en el Sudeste Asiático, hubiera sido imposible de ser estructurada en una formación que no fuese la cristiana occidental, que les entregó, además, la capacidad de discutir y de descubrir.

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