martes, 20 de octubre de 2015

Un Sacramento Extraño

Siempre me ha resultado un enigma la confirmación, ese sacramento que la iglesia católica administra a los fieles que tienen entre quince y veinte años, y que a simple vista se percibe como una primera comunión aunque a mayor escala. Por su parte, los textos romanistas no ayudan mucho a aclarar las cosas. En prácticamente todos ellos, esta celebración es explicada en términos bastante abstractos, sin recurrir a ejemplos comparativos basados en el diario vivir, lo cual hay que admitirlo, no suele ocurrir cuando son examinados otros quehaceres del papismo. Una tendencia que también caracteriza a los sacerdotes y los profesores de religión, que siempre tratan de saturar las lecciones en torno al tema con una seguidilla de términos extraídos de la alta teología, con el afán de disminuir el interés de la audiencia mediante el aburrimiento, y así aprovechar el momento provocado de letargo para pasar al próximo capítulo.

La verdad es que casi todos los sacramentos católicos cuentan con un equivalente en las iglesias evangélicas, y es necesario reconocerlo, una importante base bíblica, aún cuando esto último se use como base para llegar a interpretaciones peculiares. La gran excepción a la norma la constituye la confirmación, si bien ciertas congregaciones surgidas al inicio de la Reforma -luteranos, anglicanos, presbiterianos- la mantienen al menos como simple rito. Pero tal parece que esta celebración derivara de antiguas costumbres paganas, relacionadas con las ejercicios de paso a la era adulta o las llamadas fiestas de quince -edad que entonces se consideraba suficiente para casarse y procrear-. En tal sentido, se trataría de un procedimiento semejante al que dio origen a las denominadas "fiestas de guardar" que fueron superpuestas sobre ancestrales conmemoraciones que obedecían a viejas mitologías. Para el caso que ahora analizamos, un clásico proceso de iniciación fue re interpretado como una antesala de la madurez plena tanto en la fe como en el desarrollo personal, tras la cual se estaba habilitado para efectuar actividades que daban cuenta de que se estaba en el punto más avanzado del camino a la salvación, donde ya se era capaz de instruir a otros, ya sea contrayendo matrimonio y formando una familia o recibiendo la ordenación sacerdotal.

No sería la única motivación. Con este sacramento, la iglesia católica consigue una cifra de siete, es decir, el llamado número divino. Y se asegura que cualquier persona sólo cumpla con seis -al verse obligado a elegir entre matrimonio u ordenación-, es decir, el denominado número de hombre, que jamás alcanzará la perfección divina por más que lo intente (esfuerzos que por cierto, toda doctrina cristiana considera valiosos e imprescindibles). Sin embargo, las demás actividades están reconocidas en más de una ocasión en las Escrituras. Siempre es posible hallar textos que hablan acerca del bautismo, el perdón de los pecados, la oración por los enfermos, la recreación de la santa cena (que es lo que se pretende con la comunión) o la consagración de líderes espirituales. No sucede, y desafío a probar lo contrario, con la mentada confirmación. Tal vez ahí esté la causa de que, aún cuando en todas las demás discusiones igualmente se recuerden elementos de la alta teología dogmática, aquí sean los únicos componentes presentes, más todavía, con un lenguaje propio de la mayor solemnidad intelectual. O que los curas y laicos especializados repitan de memoria frases hechas sin dejar la posibilidad -ya en la naturaleza o en la manera cómo dan a conocer sus lecciones- del más insignificante análisis. Suena cliché, pero es preciso reiterarlo: no se puede explicar lo inexplicable.

Y ese mismo embrollo, o alguna causa desprendida de él, debe ser lo que algunas congregaciones surgidas al calor de los primeros años de la Reforma, las impulsa a considerar la confirmación, ya como simple rito o derechamente como sacramento. Quizá el asunto radique en que recién estaban abandonando el tronco principal y que les resulta incomprensible que una celebración que llevaba siglos efectuándose y que había sido importante en sus vidas, se perdiera para siempre. Después de todo, romper de modo radical, incluso con la por entonces ya insostenible iglesia católica, podía equivaler a alejarse demasiado del tronco principal y por ende de la esencia del cristianismo, significando luego caer en la falsa doctrina. No obstante que cada vez está más claro que lo que se debe hacer es huir lo más lejos posible de una concepción abiertamente heterodoxa -aunque sus practicantes lo nieguen y busquen siempre demostrar lo contrario- para arrimarse al auténtico árbol que es la Biblia.

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