jueves, 24 de septiembre de 2015

El Último Estallido del Bomba

La muerte de Eduardo Bonvallet, quien al parecer se suicidó -no motivado, eso sí, por una supuesta depresión, como algunos interesados lo han intentado presentar, sino por los costes que le acarreaba el tratamiento contra el cáncer-, ha encendido la discusión acerca del real aporte que representó este antiguo futbolista devenido en comentarista deportivo, el cual ganó fama por sus comentarios violentos e insultantes, aunque varias veces asertivos, acerca del universo que rodeaba al balompié criollo, en una época -la década de 1990- donde aún no se superaba del todo el trauma provocado por el escándalo del Maracaná, y la hinchada reclamaba la obtención de triunfos en un deporte que, guste o no, es el más popular en Chile, y que al igual que en muchos otros países -y en especial, los sudamericanos- tiene el potencial para transformarse en un fenómeno social.

 El llamado fenómeno Bonvallet está muy relacionado con los años en los cuales este personaje irrumpió en los medios de comunicación. A mediados de la última década del siglo pasado, la sociedad chilena vivía un profundo letargo, ocasionado por los pactos efectuados entre la clase política y los sectores pudientes respecto al rol jugado por la dictadura de Pinochet en el crecimiento económico, que a través del consumo -o mejor dicho, el consumismo-, proveía a las masas de una válvula de escape y un elemento de evasión. Eran los tiempos de un consenso impuesto pero a la vez incuestionable, ya que al menos en la superficie era eficaz, al conseguir que en su seno conviviesen los resabios de la tiranía con el esplendor monetario e incluso los denominados valores tradicionales (en el jaguar de Latino América, la iglesia católica aún experimentaba un poder fuerte que impedía el desbande, baste recordar que no existía ley de divorcio). Este ambiente chato, donde sólo cabía sonreír y dar la mano como un buen vendedor de artilugios, era propicio para la aparición de un individuo que se atreviera a hablar de modo vehemente en torno a algún tema específico, pero sin tocar en lo más mínimo aspectos más estructurales o emblemáticos.

Y dicho sujeto arribó en la persona de un ex futbolista frustrado que formó parte del seleccionado que tuvo una desastrosa participación en el Mundial de 1982 -por lo demás el último de un equipo chileno hasta entonces-. Porque Bonvallet podía lanzar los escupitajos que se le ocurrieran sobre ciertos dirigentes del balompié -algunos que por lo demás eran muy merecidos-, pero al fin y al cabo se trataba de un discurso que no contaminaba otras áreas del quehacer nacional. Es más: mirándolo desde una determinaba perspectiva, hasta se puede aseverar que lo complementaba. Si éramos el tigre económico en una región económicamente depauperada, ¿cómo era posible que en un deporte tan arraigado en la cultura popular, que como todos los juegos, y al igual que el asunto monetario, implicaba competencia, conociera en esta parte del mundo un desarrollo tan paupérrimo, que no se condecía con el éxito conseguido en otras áreas? Argentina y Brasil aún no salían de sendas crisis financieras, y aún así y con diversos escándalos internos de corrupción nos superaban en algo tan sencillo como embocar una pelota en un arco rival. No era algo presentable para una sociedad triunfante. Y en tal sentido, la apelación al chovinismo como argumento de motivación que de forma majadera hacía Eduardo Guillermo aquí adquiría su justificación. Mira el vecindario; date cuenta que vives mejor, que eres el mejor, y luego sale a ganar.

El problema llegó cuando Bonvallet acabó por transformarse en ese vencedor que siempre anheló. Entonces, se creyó el cuento, como solía decir él mismo, y empezó a opinar sobre áreas ajenas a las que lo habían colocado en el sitial donde estaba. Allí demostró que como buen engendro de la década de 1990 era incapaz de cuestionar el engranaje imperante en ese entonces, y no por temor, sino simplemente porque no se le ocurría. Más aún, sus declaraciones se tornaron en muestras de apoyo de los aspectos más desagradables que caracterizaban al territorio chileno por esos años. Así, se declaró un iluminado de la iglesia católica, aplaudió la censura cinematográfica y se manifestó en contra de la ley de divorcio -la misma que después usó para separarse de su primera esposa-. Atacó con injustificada dureza a intelectuales y políticos que mostraban una costumbre más relajada en términos morales, replicó con comentarios machistas y racistas las reivindicaciones de los grupos emergentes que empezaban a sacar la voz, y como corolario, realizó una vergonzosa y complaciente al nivel de lo insufrible entrevista a Pinochet, aún cuando su propia madre fue una militante socialista que sufrió la represión y la tortura tras el golpe de 1973. Supongo que lo habrá visto como un sueño, una meta a concretar: un peldaño final en su planteamiento de logros. En resumen, un personaje más de la farándula, cuyo aporte no pasó más allá de ese ambiente, el único donde se puede asegurar que fue importante.

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