miércoles, 21 de mayo de 2014

Por Ser Carabinero

Hace unos días, un juez de un tribunal de primera instancia decidió no someter a proceso a un joven acusado de participar en una violenta agresión en contra de un carabinero, hecho ocurrido durante las protestas del día del trabajador, y en donde varios sujetos rodearon al policía, al cual golpearon y luego patearon en el suelo. Incluso, de no ser por la intervención de otros integrantes de la manifestación -quienes por acometer tal acción igualmente recibieron lo suyo-, las consecuencias para este guardia habrían sido mucho más graves que la pérdida de un par de piezas dentales, que finalmente fue lo más delicado que le ocurrió. Es este cúmulo de antecedentes lo que impulsó la indignación de quienes no aprobaron la decisión del magistrado, el cual consideró insuficiente las pruebas otorgadas por los acusadores, que consistían en fotografías e imágenes audiovisuales donde aparece un rostro parecido al del muchacho que se buscaba encartar, además de relatos de algunos aunque no de todos los testigos; y en cambio le resultó más convincente la coartada del imputado, que negaba su presencia en el sitio del suceso. Se optó finalmente por evitar el bochorno, que se ha vuelto tan común en el sistema judicial chileno, de mantener encarcelado a un inocente, pese a tratarse de un delito que reserva consideraciones especiales para los culpables.

Existen testimonios que aseveran que este teniente de carabineros formaba parte de un grupo que al ver a la turba dirigirse contra ellos decidió huir, pero que en la retirada olvidaron a este funcionario, quien por su parte no se percató de la estrategia empleada por su compañeros, y cuando se dio cuenta ya estaba lo suficientemente solo. De ser así, entonces no se trataría de un piquete destinado a controlar los disturbios que, en mayor o menor medida, suelen acompañar a las marchas callejeras. Lo que permite asociar este hecho con uno acaecido en 2011, donde otro grupo de policías, que regresaban al cuartel tras efectuar labores de vigilancia, fue emboscado por una turba descolgada de una protesta en demanda por la calidad de la educación, recibiendo uno de ellos un certero golpe en el rostro efectuado con una patineta. O lo que les pasó a otros dos efectivos en 1998, quienes conducían una patrulla, y tras detenerse esperando el cambio de color de un semáforo, les llegó un cóctel molotov arrojado por un detractor de Pinochet pocos días después que el tirano fuera detenido en Londres. En las tres ocasiones citadas, de las cuatro que yo recuerde que en los últimos tiempos un guardia haya sacado la peor parte en una reclamación pública (la otra es el carabinero que terminó con parte de su rostro quemado en las afueras de la universidad ARCIS en 1999), prevalece un aspecto común: los lesionados no pertenecían a las Fuerzas Especiales, esa odiosa división policial que tiene connotaciones de brigada anti motines y que se lleva la gran tajada de denuncias por abusos durante las manifestaciones.

Algo que a las claras habla pésimo de estos grupúsculos que se dedican a enturbiar las protestas que, de más está decirlo, son legítimas. Los miembros de Fuerzas Especiales son sujetos entrenados y formados para repeler las manifestaciones, y en tal sentido, aunque su actitud colme la paciencia de los marchantes, ellos cuentan con el equipamiento y la preparación suficiente para resolver los conflictos a su favor. Mientras que los carabineros que efectúan otro tipo de labores, y que tienen la poca fortuna de encontrarse con una turba enardecida en el lugar y el momento equivocados, además de tener que lidiar con el factor sorpresa, carecen de la vestimenta e incluso de la capacidad de contestar a un puñado de personas que no son la clase de tipos violentos o difíciles que enfrentan a diario. Eso de cierta forma lo saben los atacantes, del mismo modo que los gorilas anti motines que salen en contra de los reclamantes están conscientes de que se encuentran en superioridad de condiciones. En ambos casos se trata pues de actos de cobardía, efectuados hacia quienes lo más probable es que no sean rivales. Y así como se asevera que los FE descargan sus frustraciones porque no les alcanzó el cerebro para más que ser pacos, o debido a la presión propia de quienes deben estar sometidos a la disciplina y jerarquía militares: de igual manera los responsables de desmanes canalizan la impotencia de no ser capaz de triunfar sobre un elemento atiborrado con escudo, casco, rodilleras y bastón de fuerza, lanzándose en picada en contra de sus versiones menos ataviadas. En los dos ejemplos, con provocaciones iniciales de por medio.

Ante esto, uno no puede sino estar de acuerdo con quienes estiman que para bajar los disturbios en las protestas, primero debe disminuir la violencia de los funcionarios de carabineros. Si estos individuos fueran un poco más amables, no se arriesgarían a que sus colegas recibieran el enojo de unos tipos doblemente enrabiados. En cierta forma se trata de romper el círculo vicioso. Pero aquí cabe desde luego una voluntad de los representantes del Estado, a quienes les corresponde reconocer su parte de responsabilidad y desde ahí ir a la raíz del problema, en lugar de apegarse al coro populista cada vez que un juez -quien decide en nombre de ese mismo aparato público, por lo demás- dicta una resolución considerada blanda o injusta. ¿Nunca han oído que la violencia, incluso verbal, sólo conlleva a más violencia?

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