domingo, 5 de diciembre de 2010

La Última Blanca

Pasó una nueva versión de La Teletón, y como ya se ha hecho costumbre, se ha "superado la meta": es decir que se recaudado más dinero del que se esperaba. Las aprehensiones de siempre, respecto a la honestidad de quienes participan en el evento -empresarios muy acaudalados y rostros de la farándula- no han dejado de salir al tapete. Pero, casi como un modo de repetir los ritos ancestrales, de nuevo chocan con la precaridad de los niños minusválidos, que son los beneficiarios de esta campaña. Lo cual fuerza hasta al detractor más radical a depositar su donación, antes los ojos inquisidores de sus propios vecinos y parientes.

Esta cuestión hace rato que se tornó una perogrullada, pero no está de más recordarla. La Teletón es el recurso que los ricos y los habituales de la televisión emplean para entregar una imagen positiva de sí mismos ante la opinión pública y, de paso, quedar bien con su propia conciencia. No hablemos en términos de la hipocresía más elemental (menos de parte del supuesto mentiroso que de los motes que puede colocar un analista bastante simple y poco dotado), sino que por un momento dejemos de dudar de las intenciones de los protagonistas, que a fin de cuentas es incorrecto culpar a alguien sin pruebas físicas concluyentes, y admitamos que son capaces de sentir un auténtico espíritu altruista o por último, desean pasar a la posteridad como sujetos útiles y serviciales. Algo que se les hace urgente cuando observan los roles que representan. Los grandes empresarios, desvelados por la búsqueda de más dinero, ya sea mediantes caminos despreciados tanto por la moralina conservadora (codicia, insensatez, tacañería, falta de sensibilidad) como por los movimientos reivindicativos (bajos sueldos, explotación de los empleados). Las figuras de la pantalla chica, relacionadas con ese universo paralelo e inverosímil denominado farándula, que mezcla a trozos iguales frivolidad -más bien habría que decir oquedad-, falso destape sexual
-porque es de carácter estrictamente masturbatorio- y una ausencia de neuronas que justifica en un mismo nivel tanto a quienes hablan de la "caja idiota" como a quienes se refieren a "el cajón del diablo". Dos grupos elitistas cada uno a su modo, despreciados por el ciudadano pedestre aunque suele recurrir a ellos cuando requiere diversión (otra vez se entrecruzan la hipocresía y la búsqueda de imagen), y que por ende precisan de una limpieza periódica en sus índices de popularidad. Una solución que un evento caritativo entrega prácticamente como maná caído del cielo.

La pregunta surge después del cierre del espectáculo. ¿Qué sucede con los propietarios y gerentes de aquellas firmas cuyos productos aportaban un porcentaje por concepto de ventas? De seguro van a festejar las utilidades obtenidas y por obtener, debido a ese asunto de la marca. ¿Qué ocurre con los rostros de la farándula, durante el resto del año? Continúan haciendo su trabajo, usufructuando de su estupidez congénita frente a una masa amorfa de televidentes que se ha acostumbrado a esta situación. Pero es válido hacer algunas proposiciones. A los hombres de negocios, pedirles que mantengan sus donaciones en forma permanente, que no se reduzcan al mes anterior a la celebración del evento. A las oquedades, que visiten los hospitales de rehabilitación de manera periódica, y que efectúen unos números para los niños que se atienden ahí. Sería interesante, pues se trata de iniciativas que no estarían sujetas a la odiosa alza de impuestos, y por ende, los involucrados quedarían sin un pretexto sobre el que reclamar. Sin contar el hecho de que la fundación existente detrás de La Teletón estaría financiada, y que le realización del circo podría llegar a resultar superflua.

Sin embargo, el inconveniente salta a ojos vista. Sin las luces y la parafernalia del evento, se acaba el elemento que permite los lavados tanto de conciencia como de imagen. Por otro lado, la caridad se transformaría en una actividad rutinaria y no excepcional, por lo que el interés de la opinión pública empezaría a perderse. Y como de paso decaería el atractivo de la colaboración, todos aquellos "productos que están en Teletón" no arrojarían las suculentas ganancias que suben las arcas de los más adinerados, para decepción de éstos, que además se verían obligados a cargar la joroba del desprendimiento permanente. Un círculo vicioso como se ha transformado La Teletón, del cual, como del sistema político y económico imperante en Chile, parece imposible salir.

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