Aunque ya hemos analizado en artículos anteriores a estos movimientos ateos, conviene una vez más revisar su forma de proceder. Es curioso, por decir lo menos, notar a simple vista que se comportan de la misma manera que aquellas religiones a las cuales tanto critican. Esto es, tratan de captar adeptos mediante un mensaje básico que sólo vale por sus aspectos concretos, donde se insiste en que la verdad única e irrepetible es la que pregonan ellos y que todo lo demás es de una falsedad condenable. Ahí donde el pastor de un templo de barrio asevera que los incrédulos arderán en el infierno, o el clérigo musulmán de un minarete perdido en el Medio Oriente ruega porque la guerra santa contra los infieles sea a gran escala: estos airados navegantes virtuales exigen el fin de lo que ellos califican como vulgar superchería e ignorancia. Y al igual que esos peligros a los que desean combatir, usan un lenguaje agresivo y ofensivo, donde las palabras pecador e inmundo son remplazadas por adjetivos tales como tarado o estúpido. Mientras unos temen que el enojo de su dios los termine enviando a un lago de azufre, otros miran con desesperación cómo el caudal intelectual podría mermarse por al contradecir la razón. Y cada uno lanza insultos al adversario y advierte que la decisión de éste le significará catastróficas consecuencias.
Una actitud que responde al intento de ciertos conservadores cristianos de exigir a los gobernantes que se rijan por sentencias puntuales de la Biblia, casi siempre aquellas en torno a las cuales se ha desarrollado la moralina más recalcitrante. Idéntica situación que ocurre con los clérigos islámicos y su deseo de implantar regímenes teocráticos en base a determinadas normas del Corán, también de carácter reaccionario en cuanto las sugerencias para la conducta privada. Y que en ambos casos se considera que es la única manera posible de agradar a sus respectivos dioses, excluyendo versiones algo más liberales o que introducen siquiera una porción de praxis nueva sin ninguna intención de destruir o modificar los mandamientos más esenciales, recurriendo a calificativos tales como blasfemia, herejía o apostasía. En definitiva, un factor de preocupación en el hipotético caso de que dichos paradigmas finalmente se apropien de la mayoría de las legislaturas (teniendo en cuenta que estos grupos suelen presentar sus alternativas políticas), que los ateos militantes por supuesto consideran. Y al que contestan con un fanatismo de trinchera idéntico y que poco tiene que envidiarle al de sus rivales, excepto porque la determinación de combatir el fuego el fuego, es un punto a favor de los ministros religiosos, quienes han oteado con satisfacción que su método se emplea como modelo.
La conclusión es muy sencilla. Si no es recomendable gobernar con la Biblia, el Corán, la Torá o los Vedas, tampoco es factible hacerlo con El Origen de las Especies, los tratados de sicoanálisis o los libros de Nietzche. Estos ateos militantes son en definitiva una nueva versión de los fanáticos religiosos. Y aunque no reconozcan filiación con alguno de los dioses en curso, eso no quiere decir que rechacen de plano colocar otro elemento en el pedestal. De hecho, ya han entronizado a algunos, como Darwin, la Razón (que se parece, por la forma en que se plantea, bastante al concepto de Dios cristiano, hebreo o musulmán) o a sus propios líderes, que en ciertas ocasiones se asemejan de manera amenazante a esos caudillos de sectas destructivas, como Jim Jones o David Koresh.
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