domingo, 18 de julio de 2010

Vicaría de la Falsedad

Entre los diversos mitos que sostienen la democracia chilena, está aquel que asegura que la iglesia católica llevó a cabo una labor épica y heroica en defensa de los derechos humanos durante la dictadura de Pinochet. Es algo que se viene recalcando especialmente durante el último tiempo, en que dicha institución se encuentra atravesada por casos de pedofilia y abusos varios, no sólo sexuales. Y cuando a la par con esos escándalos, la cúpula sacerdotal viene publicando una serie sucesiva de declaraciones que recuerdan la peor época de la Inquisición, donde se condena a la homosexualidad, el empleo de métodos anticonceptivos o la libertad individual, con expresiones ofensivas e intolerantes propias de quienes creen que si no se obra de acuerdo a su paradigma particular, el mundo camina de manera inexorable hacia su destrucción (nunca sabemos si producto de un proceso de degradación progresiva, o de la aniquilación de la mayoría que se opone a la fuente de origen de los malos augurios). Como la resistencia a esos auténticos insultos ha sido, por causas obvias, masiva, los responsables de tales relatos legendarios han fortalecido la narración igual que un rumor que se acrecienta conforme va pasando de boca, a fin de estructurar un muro de contención fuerte y eficaz que contrarreste todas las críticas negativas. Por eso, se esmeran en recalcar que, al margen de las excepciones que nunca fallan -y que en atención al dicho, sólo confirmarían la regla-, la organización romanista en su conjunto se habría enfrascado en una lucha por la justicia en tiempos que tales atrevimientos podían costar la vida. Incluso, siempre se da a conocer un nombre que, a estas alturas, ya se transforma en un símbolo al estilo de los iconos de yeso: la Vicaría de la Solidaridad, esa oficina fundada por Raúl Silva Henríquez, a la sazón obispo de Santiago, allá por 1975, que se dedicó a recopilar listas de personas martirizadas durante el régimen militar.

Revisemos el orden cronológico de los acontecimientos. Éste, nos revela que la primera entidad de cuño eclesial que se estableció para combatir la dictadura y sus efectos en quienes la rechazaban, fue el Comité Pro Paz, establecido un año y algo antes que la manida Vicaría. Dicha conjunción fue convocada por dos pastores luteranos alemanes, que llevaban un buen tiempo trabajando en Chile. A ella asistieron representantes de todas las iglesias instauradas entonces, incluyendo confesiones no cristianas, como los judíos y musulmanes. La gran ausente -aunque a poco andar se fue integrando, más que nada tras palpar la conveniente relación entre costo y beneficio- fue la católica, debido a su ancestral desprecio por los que siempre ha tratado de cismáticos, herejes, incrédulos o sectarios. Sin embargo, a poco de consolidarse el citado Comité, Pinochet expulsó a los ministros germanos bajo el cargo de conspiración contra el gobierno (no retornarían hasta 1990). Fue entonces cuando Silva Henríquez se arrancó con los tarros y a su vez, y aprovechando su trono en el arzobispado de Santiago -que ipso facto lo transformaba en presidente de la Conferencia Episcopal, máxima autoridad del romanismo en un país-, fundó el organismo de marras. Cabe señalar que la deportación de los pastores no desmotivó a sus seguidores originales, quienes casi de inmediato crearon el Fondo de Ayuda Social de las Iglesias Cristianas (FASIC), encabezado por la misma congregación luterana a la cual los teutones pertenecían. La labor de este centro no se circunscribió sólo a las víctimas de torturas y desapariciones forzadas, sino que además acogió a los millones de chilenos que iban descendiendo de manera sostenida y constante hacia la pobreza, producto de las políticas económicas de la tiranía, basadas en el capitalismo de Friedman. No obstante, no contaban con el poder mediático del papismo, por lo que su obra es poco conocida por las generaciones más recientes.

Ignoro cuanto de verdad o de hipérbole habrá en este asunto de la Vicaría de la Solidaridad. Pero una cosa sí es clara: a entender por el comportamiento de la iglesia católica antes y después de la dictadura, se trató de una oficina poco deseada: una suerte de pecadillo aceptado porque era necesario aparentar que se estaba del lado de los oprimidos, a fin de mantener de conservar la credibilidad de las masas populares. El afán de sobrevivir, pues, no fue dado por la urgencia de evitar caer en las garras de las policías secretas; sino de mantener un nivel de respaldo en sectores sociales que los propios curas siempre han despreciado -empobrecidos, izquierdistas-, pero que les son imprescindibles al momento de asegurar su solvencia política, social, cultural y económica. La prueba más contundente en apoyo de tal hipótesis es que una vez ocurrido el retorno a la democracia, la Vicaría fue cerrada y el romanismo regresó a las barbaridades ya señaladas en el párrafo introductorio. Ni siquiera la salva el hecho de ser un engendro del presidente de la Conferencia Episcopal - dato interesante dada la verticalidad en el mando que caracteriza a los papistas-, pues siete años más tarde el mismo Vaticano sustituyó a Silva Henríquez por el más conservador Juan Francisco Fresno. Y a fin de cuentas, ¿quién era Silva Henríquez? Un hacendado que le tocó crecer en la época en que los curas trataban de engañar al mundo jugando a la renovación. Quien, mientras se desnucaba hablando de la "opción por los pobres", llevaba a Raúl Hasbún a Canal 13, y ya instalado el régimen militar, a Jorge Medina a la Universidad Católica: dos sacerdotes que no se caracterizaron precisamente por cuestionar a Pinochet, y que en tiempos recientes, han sido el punto de referencia para que la curia recupere su testera agresiva e intolerante. La cual jamás abandonó. Porque obispos y curas rasos condescendientes con lo que sucedió en esa tiranía abundaron, y todos tenían lazos de parentesco o de amistad con quienes se presentaban como integrantes de un bando contrario. Pues, no lo olvidemos, para ser investido, o al menos investido purpurado, se requiere pertenecer primero a una determinada clase social.

Sopesemos las cosas y entreguemos a cada cual el reconocimiento que le corresponde. Es difícil afirmar, al menos en el ámbito de la cordura racional, que una entidad que durante toda su existencia se dedicó a confeccionar fichas médicas de personas sobre quienes se desconocía su paradero, haya sido el núcleo central de la resistencia contra la dictadura. Si es cierto que hubo curas que tras el golpe ocultaron a dirigentes izquierdistas a pesar de haber manifestado abiertamente su ateísmo y haber adherido a esa frase de Marx que sentencia que "la religión es el opio de los pueblos", al revisar estos casos nos encontramos con que casi todos pertenecían al mismo estrato social del que provenían los mentados sacerdotes. Por lo que se desprende que ya se conocían, habían asistido a los mismos establecimientos educaciones, y hasta tenían relaciones de consanguinidad. Así salvaron a los socialistas del güisqui y el caviar, mientras quienes tenían extracción baja quedaron a merced de las fuerzas represoras. Los mismos socialdemócratas que ahora se arrodillan ante los dictámenes inaceptables del catolicismo, que a la postre consideran parte del estatuto legal del país. Los arremolinados que no fueron capaces de arriesgar un poco más para retener el gobierno y no entregárselo a la derecha, y que pretenden dar lecciones de democracia atacando a gobernantes como Hugo Chávez. Los que viven entre las parroquias y los negocios, que por muy progresistas y esnobistas que sean, se comportan tal como sus vecinos conservadores.

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