domingo, 13 de junio de 2010

Las Viejas Cosas Nuevas

Como otro intento desesperado de supervivencia, ante la avalancha de demandas judiciales que de seguro, la iglesia católica enfrentará en el corto plazo, producto de los abusos de menores en que se ha visto involucrado un número cada vez más creciente de sacerdotes, Joseph Ratzinger convocó a todos los obispos del mundo (a estas alturas y tomando como referencia la actualidad: a quienes aún no se les comprueba su participación en delitos sexuales) a una masiva reunión en los estrechos patios del Vaticano. Como todo lo que concierne a una asamblea de curas, de ésta tampoco se puede rescatar algo importante; a menos que uno sea lo suficientemente ingenuo para plegarse a las exageraciones de cierta prensa intencionada y acomodaticia, que destacó en sus principales titulares la grandilocuente petición de perdón institucional vociferada por Benedicto XVI. La enésima del año, por cierto: pues como se señaló al principio de este párrafo, en el romanismo se comen las uñas frente a los inevitables requerimientos que los tribunales terrenales levantarán contra los poco celestes consagrados.

Tales operaciones de redención, se basan en aquella sentencia de Pablo, que en II Corintios 5:17, al definir el estado inmediatamente posterior a la conversión, declara que "las cosas viejas pasaron y he aquí que todas son hechas nuevas". Una afirmación que puede aplicarse, de manera indirecta, a los actos de contrición de un cristiano, o supuesto cristiano, que ha dejado la grande y está consciente de ello, aunque su angustia personal no nazca necesariamente de un arrepentimiento sincero. Aplicar tal prerrogativa desde la posición del autor del daño, por supuesto que es totalmente beneficioso para éste, y más todavía si él mismo o uno de sus representantes la recuerda ante los hermanos que exigen explicaciones. Y esa actitud de caraduras, es lo que mueve a la iglesia católica, para estos menesteres representada en su autoridad papal. Como el pecador ha reconocido a ojos vista, y delante de las cámaras y los medios de comunicación, sus fallos, se supone que de modo automático desciende la absolución divina, borrando las manchas de la memoria del infractor como del ofendido. El clásico olvido que debe seguir tras la reconciliación. Que si lo emite primero el agresor, deja un inevitable tufillo a oportunismo; pues, interpretando la Biblia de la manera más elemental, significa que el afectado queda obligado a aceptar la disculpa, ya que si no lo hace, no cumple su parte del trato y luego desobedece un mandato del propio Jesús, por lo que es él quien finalmente se transforma en pecador.

El problema es que cada acción humana, ya sea buena o mala, tiene una consecuencia directa en el entorno y de hecho, en el marco de la convivencia cristiana, ésa es la vara con que se califica si tal acometimiento es o no pecado, el cual puede traducirse en una ofensa a Dios, al prójimo o a la comunidad. Luego -y esto es algo que puede encontrarse tanto en el Antiguo como en el Nuevo Testamento, toda vez que constituye un asunto de ética universal, por ende inherente a la creación-, corresponde reparar los resultados negativos. El solo perdonazo no es una limpieza cabal, e incluso, puede ser considerado como una conducta ligera frente a los preceptos teológicos. De hecho, en determinadas ocasiones ni siquiera elimina completamente la antigua tendencia del ofensor, aunque éste en realidad se haya redimido. Al contrario, suele regresar adaptada a circunstancias diferentes. Por ejemplo, quien fue un borracho pendenciero antes de seguir el camino de Jesús, al que después no le tiembla la mano para imponer castigos físicos a sus hijos. No basta conformarse con decir "allá ellos si no me perdonan porque el Señor está de mi lado". Aunque tal declaración sea correcta, es preciso hacerse cargo de las disfunciones que las malas acciones particulares provocaron en el entorno.

En tal sentido, Ratzinger y su ganado no deben retrotraerse a una sola porción de la Biblia -que además es aquella que les conviene-, sino que atenerse a las Escrituras, pero considerándolas un todo. Así, también se les ruega recordar los textos de los evangelios, en especial el relato de Zaqueo, ese usurero publicano que frente a Cristo y su audiencia se comprometió devolver el doble de los montos que había recaudado mediante tácticas incorrectas y fraudulentas. El mismo Mesías recalcó dicho proceder en innumerables oportunidades, como señal palpable de que un converso sentía de verdad lo que estaba hablando. Y no pienso en las retribuciones pecuniarias que de seguro los magistrados le prescribirán a la iglesia católica a modo de arreglar, al menos parcialmente, la telaraña de entuertos que ha tejido. Que por cierto, debieran surgir desde el propio seno del romanismo y no tras un golpe de mazo. Sino que, con esto, se hace referencia a una compleja pero al mismo tiempo creíble actitud de reparación, que vaya mucho más allá de las lamentaciones públicas que, al parecer, han sido construidas con la finalidad de salir pronto del paso, para asegurar un futuro donde, probablemente por el mismo objetivo que ha movilizado al papismo durante doce siglos, las cosas nuevas no sean sino las ancestrales canalladas recicladas.

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