domingo, 21 de marzo de 2010

Irlanda: Pecado, Perdón y Penitencia

Vaya que le han dado tribuna a Joseph Ratzinger y su lacrimógeno clamor de perdón por los abusos sexuales cometidos por sacerdotes en Irlanda. Mejor dicho, cometidos por la autoridad religiosa de Irlanda, incluida la curia y los laicos con alto poder de influencia, quienes, al final, son los exclusivos y excluyentes integrantes de la comunidad católica. Una institución que ha sobrevivido a través de los siglos merced a los viejos zorros que la han dirigido, entre los cuales, como es de suponerse, los que acumulan mayores méritos son los papas. Aquella pléyade de ovejas gordas y becerros de oro, descendientes de familias igualmente acomodadas, que abrazan el romanismo porque tienen miedo a perder su estatus y notan que pueden adquirir nuevas prebendas. Quienes, cuando se da la oportunidad, empuñan las armas, a veces empuñan el arma genital, o muestran arrpentimiento y se ofrecen como mediadores.

No es necesario detallar los tres elementos que han caracterizado la historia social y política del país de los duendes: su aislamiento geográfico merced a su condición insular, su pobreza endémica y su sujeción alienante, en todos los sentidos que puede usarse esa palabra, a las dos principales confesiones cristianas imperantes en Europa occidental, pues, debemos admitirlo, los reformistas también han plantado sus semillas malignas aquí, y eso último va mucho más allá de Cronwell, el Ulster, la Orden de Orange o la dominación británica -legalmente restringida al norte desde 1926, pero que en términos económicos subsiste hasta hoy-. Lo interesante es descubrir cómo tal combinación de factores le permitió a la iglesia romanista ejercer una influencia nefasta sobre ese pueblo, la cual además, permaneció incontrarrestable durante siglos. En esa isla poco habitada y con altos niveles de población rural, los curas siempre tuvieron la libertad absoluta para desplegar todo el abanico de abusos que les conocemos, que no se limitan únicamente al campo sexual; sólo que en proporciones infinitamente más grandes que en cualquier otro territorio. Siempre se nos habló de la férrea integridad católica de los irlandeses, que por decisión propia rechazaban el aborto y el divorcio (eso último fue aprobado hace unos cuantos años atrás, tras un plebiscito donde sólo el 52% de los votantes se manifestó a favor); eran felices en medio de su miseria, y habían resistido con heroico patriotismo a la herejía luterana -más bien habría que decir presbiteriana- que los ingleses trataron de imponerles a través de masacres y bloqueos comerciales. Eran, si no el más, al menos uno de los lugares donde el credo papista se había convertido en una fortaleza impenetrable. Sólo que, a diferencia de España, Francia o México, su nivel de influencia diplomática siempre fue nulo, por consiguiente pocos datos nos han llegado de su historia, que los libros no toman en cuenta, debido que jamás fue protagonista de algún acontecimiento universal en materia de asuntos eclesiásticos.

Entonces, esta nación permaneció en la memoria internacional como un agujero oscuro, más que negro. Veíamos que todos los curas que eran designados allá, iban y volvían con una amplia sonrisa en sus labios, que nos dejaba estupefactos y llenos de preguntas. De hecho, el abuso que padeció el pueblo irlandés a manos de quienes supuestamente tenían la labor de guiarlos en la espiritualidad, es una tragedia nacional como para Chile puede serlo el golpe militar de 1973, para España la Guerra Civil, para Alemania el nazismo o para Estados Unidos la Guerra de Secesión o la Guerra de Vietnam. Con la diferencia que esos conflictos se han prolongado por un lapso de tiempo bastante más corto. Por lo mismo, es que las palabras de arrepentimiento expresadas por Ratzinger, huelen más, parafraseando al apóstol Pablo, a metal que retiñe. Lo ocurrido ahí no se va a reparar con confesiones, por muy honestas que éstas sean, e incluso tampoco con compensaciones pecuniarias. En Irlanda, el catolicismo debiera entregar por motivación propia todos sus bienes dispersos en esa isla, sin que eso signifique que la reparación excluya el resto de su patrimonio, por lo demás de un tamaño inconmesurable, pues como ya ha sido señalado, acá la capacidad tributaria está muy lejos de la de otros arzobispados. Y es preciso señalarlo, porque el pontífice se ha colocado el parche antes que la herida le sangre. En uno de sus discursos, ha reconocido que estas agresiones son constitutivas de delito y luego merecen una sanción; pero acto seguido, ha llamado a los jueces y a la opinión pública a actuar con misericordia: la misma que él y su séquito desconocen cuando tratan el caso de una mujer que ha abortado, a la cual excomulgan y hasta son capaces de perdeguir a través de los propios tribunales civiles. Además, ¿de qué misericordia estamos hablando? ¿de una que permita eludir la cárcel, ruta obligada e imprescindible para violadores y pedófilos?

En medio de todo este ritual de contrición, muchos han criticado que las declaraciones papales se restinjan a los horrores sufridos por los irlandeses, dejando fuera al resto de los países europeos, latinoamericanos o africanos, donde hay bastantes arzobispados repletos de esta clase de criminales. Es natural: Irlanda es católica practicante a rajatabla, pero sus arcas no son tan abundantes como las de Alemania, España o los EUA. ¿Qué cuesta echarse al buche a una comunidad que poco dinero aporta al Vaticano? Además, como ya se acordó, la isla no cuenta con poder de influencia alguno, y las medidas que se tomen en torno a sus curas no se extenderán por un proceso lógico a naciones vecinas. No es de extrañar que la iglesia traiciones nuevamente a un aliado incondicional al que la faltan recursos: lo hizo en la Edad Media con los templarios, en la Guerra de los Treinta Años con Francia y en tiempos más recientes, con los disidentes de Lefebvre. Si hay algo que caracteriza a los zorros es su felonía. Y de esta calaña abundan dentro del papismo.

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