domingo, 11 de octubre de 2009

Miguel Servet o las Hogueras de Calvino

Como ya ha sido anotado adecuadamente, Miguel Servet (1511-1553), fue un reformador español, amigo personal de Casiodoro de Reina. Escapado varias veces de la Inquisición católica, realizó una parada de descanso en Ginebra, y ahí terminó en la hoguera de Juan Calvino. Las acusaciones fueron esencialmente dos: sus objeciones contra el dogma de la Trinidad -por las cuales ya había polemizado con el francés- y su prescripción de la preferencia del bautismo para los adultos, esto último, pilar de las iglesias evangélicas en la actualidad. También, aunque no fuera mencionado en la sentencia, le jugó en contra su tesis de la circulación de la sangre y la manera que ésta se irriga a los pulmones, que, por cierto, es la correcta respecto de ese ítem. Y por último, documentos de la época, comprobarían que otro pecado réprobo de Servet habría sido su tolerancia a la multiplicidad de opiniones y al disenso, incluso en temas doctrinarios: algo que jamás gustó al propio Calvino, que en la ciudad suiza, había impuesto una férrea dictadura sostenida en la moralina.

Veamos: a poco de instalarse Juan Calvino en Ginebra, invitado por las familias más pudientes, que en masa habían abrazado la fe reformada, y gracias a su astucia y verborrea, se hizo del gobierno -Suiza cuenta con una tradición en que las ciudades gozan de amplia autonomía- y prohibió los centros nocturnos, el teatro, los circos y en general, todo tipo de diversiones. La única distracción posible era la asistencia a la iglesia -al menos tres veces por semana- que desde luego era obligatoria y contaba incluso con apoyo de la fuerza pública: durante las horas de culto, un cuerpo de policía especializado recorría las calles persiguiendo a todo aquel que se encontrase deambulando en ellas, para detenerlo y traerlo al templo más cercano; dichos patrulleros no tenían, por cierto, escrúpulos en ingresar a las mismas viviendas si percibían un movimiento sospechoso dentro de ellas. Por otro, las formas de libertinaje sexual eran severamente castigadas, hasta con varios años de cárcel. En conclusión, tendió a crear un Estado teocrático de características represivas sobre todo en los aspectos culturales, imitando con eso lo que los papas hacía con la población civil de Roma. De hecho, por aquella época, Ginebra fue catalogada con el irónico sobrenombre de "la Roma de los herejes".

A este ambiente llegó a caer Miguel Servet, huyendo de un proceso inquisitorio católico en Lyon, donde al final fue ejecutado, pero en efigie, esto es, se quemó un muñeco con su figura, que era un modo en que los papistas expresaban su impotencia cuando un librepensador se les arrancaba de las manos. No sabemos si lo hizo por accidente, o porque en realidad buscó protección. Como fue anotado en el párrafo de cabecera, ya había sostenido una fuerte reyerta argumentativa con Calvino, quien, producto de su conducta agresiva e intolerante, justamente era un enconado enemigo de esta clase de debates. Tras la publicación de "Restitución del Cristianismo" el francés le envió al español una copia de "Institución del Cristianismo" que Servet devolvió con una importante cantidad de correcciones, entre las cuales estaban las mencionadas aprehensiones contra el dogma trinitario y el bautismo infantil. Aseguran ciertas fuentes que Calvino montó en cólera y se juró ante el mismísimo Dios atrapar a ese falso maestro y destruirlo con sus propias manos. Y lo hizo de una manera tan sutil como cobarde: le envió una carta anónima, en la que se presentaba como "un amigo luterano" a un importante cardenal católico, lo cual abrió el citado proceso de Lyon. Lo que se sabe es que en Ginebra Servet permaneció oculto y fue descubierto en medio de una celebración litúrgica, tras lo cual, los propios fieles lo detuvieron y lo enviaron al mismo Calvino, quien organizó un juicio contra él calcando los procedimientos de la Inquisición romanista, con las consecuencias ya por todos sabidas, y que tiene el dudoso honor de ser el único caso de un disidente abrasado por los católicos en efigie, pero por los evangélicos en figura real. Cuando aterrizo en este vergonzoso desenlace, me pregunto: ¿ en qué habrá estando Calvino cuando veía a su hermano consumirse por las llamas? De seguro, el papa no le iba a quitar la bula condenatoria de encima, porque al fin y al cabo se trataba de la ofrenda de un hereje. ¿ Habrá creído, entonces, que Dios lo iba a acoger, porque incineró a un heterodoxo incorregible, y sin necesidad de formar parte de una estructura decadente y empecatada, como entonces ya era la iglesia católica? Mírame, Señor, que yo también puedo matar a los que tergiversan tu mensaje, y sin recurrir a santos ni a íconos. No soy como ellos: soy mejor que ellos porque te alabo de la manera correcta.

De más está decir, que el Señor debió haberle contestado de una manera distinta, aunque Calvino haya seguido escuchando, o queriendo escuchar, otra cosa. Agredir físicamente al más débil o a quien está bajo nuestra autoridad es un grave pecado y el que lo comete, desde luego, debe rendir cuentas. Si Servet defendía doctrinas reñidas con el cristianismo verdadero, como el arrianismo, lo que correspondía era guiarlo por la auténtica senda, jamás evitar que tome la que mejor le parezca. Si persistió en su error, era un asunto de él con Dios: sus hermanos ya habían cumplido la tarea. La única consecuencia de este asqueroso proceso, fue que en Europa se empezó a mirar a los evangélicos como unos católicos sin imágenes religiosas: o sea, parecidos y hasta idénticos en todo lo demás. Con eso se truncó la reputación de la Reforma, como un movimiento que traería aires de democracia a las estancadas sociedades de aquellos años. De aquí para adelante, el cristianismo volvería a ser considerado por los círculos intelectuales como una superstición oscura y sólo apta para fanáticos, estigma del que no ha podido zafarse hasta el día de hoy.

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