domingo, 14 de junio de 2009

La Mala Distribución de Hijos

Todavía están contando cadáveres en México. Y no por la nueva influenza, que ahí ya no tiene nada que aniquilar. Se trata del voraz incendio que hace dos semanas devastó a un jardín infantil y mató a más de cuarenta niños, casi todos menores de cinco años. Además de dejar en vilo el futuro de otros párvulos, que a esta hora agonizan en el hospital o intentan superar sus secuelas, tanto físicas como mentales. Es muy doloroso por tratarse de chicos tan pequeños, y uno no puede sino conmiserarse con el sufrimiento de los padres. Un accidente ocurrido, más encima, producto de un hecho fortuito: una explosión en una vecina distribuidora de gas, por lo que los afectados no tienen ninguna culpa.

Estos días, he estado recordando a quienes me ha afirmado, muchas veces como una verdad incuestionable, que los hijos son la máxima bendición divina para la persona, independiente de si es varón o mujer. Y que, por ende, todo mortal, o cuando menos quien se diga cristiano, debe optar a esa meta pues en caso contrario es un hombre incompleto, ante su propia naturaleza y ante los ojos altísimos, lo que a la postre significa que no alcanzará la felicidad plena, ni en esta existencia ni en la eternidad, aunque al final igual se salve, porque de cualquier forma permanecerá a un nivel menor que quienes remataron más llenos. Desde luego, ese mandato veterotestamentario, establecido en una época en que no cabía la resurrección, a poco andar se encuentra con un sinnúmero de contra argumentaciones. Sin embargo, nadie, o muy pocos, se detienen a observar el fuerte grado de discriminación y de sesgo que tal afirmación acarrea, características que ya habían ruborizado a Jesús en su vida terrenal, cuando dejó en claro que en su reino no existían redimidos de primera y de segunda clase. De aceptar ese razonamiento, enseguida debemos afirmar que las mujeres estériles, los fallecidos jóvenes y aún los niños que no alcanzan su etapa adulta como el caso de los mexicanos, están malditos y sus cabezas exhiben un aura similar a la que se coloca, en ciertas religiones, sobre los bebés que no son bautizados a edad temprana.

Me niego a aceptar que una injusticia derive de una bendición de Dios. Porque la distribución de vástagos es tan mala como la del ingreso, y que ya sabemos que la Biblia, desde los profetas y pasando por el mismo Jesús, condena la inequidad social y prescribe ayudar al pobre a salir de situación. Madres y padres que desean tener hijos, no pueden hacerlo a causa de la esterilidad. Mujeres que han optado sinceramente por la abstinencia sexual, pueden quedar encintas producto de una violación. Las que deben tragarse un embarazo no deseado hasta el parto, abandonan al recién nacido en la puerta de alguna casa o recurren al infanticio. Otras, que decidieron criar a su bebé aún en situaciones de extrema pobreza, corren el riesgo de que un inspector fiscal se los arrebate por supuesta seguridad, y lo recluya en una institución donde de seguro no contará con la dedicación afectiva necesaria, cuando no tiene la suerte de caer en manos de un hogar adoptivo, en el que ignora finalmente el trato que recibirá. El género masculino también sufre: varios se ven obligados por una decisión judicial a ceder a sus hijos a parejas indeseables y maltratadoras, que les exigen cada vez más pensión alimenticia para darse sus gustos y sumir en el descuido a los niños. También el vástago no deseado está condenado a vagar en un valle de lágrimas, padeciendo las agresiones de una progenitora que no encuentra otro estropajo con quien desquitarse.

El problema, a propósito de que mencioné la adopción, es que este acto, al ser víctima del predicamento ya ampliamente descrito, y aún siendo llevado a cabo por una familia que en verdad desea criar a un muchacho desamparado -y las hay bastantes-, es también centro de la discriminación y el desprecio. Quienes adoptan, ora por simple volición personal o porque se han visto empujados por la infertilidad, se convierten en sujetos que han descartado la bendición, la cual probablemente la divinidad la reservó para un tiempo futuro. Tales consideraciones, de uno u otro modo, los defensores de esta corriente de pensamiento, que casi nunca son los padres del beneficiario, se las hacen sentir a éste, al punto que la práctica de la adopción culmina siendo socialmente resistida. Yo no recomiendo que se deje de hacer; es más, la prefiero a la fábrica de fetos, porque insisto, una bendición de Dios jamás se transforma en una injusticia.

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