Para mañana diez está programado el primer paseo del "bus de la libertad" así llamado por sus creadores, la organización extremista católica Hazte Oír,por las calles de Santiago. El famoso vehículo anaranjado recorrerá las arterias de la capital chilena con mensajes diferentes al "los niños tienen pene; las niñas tienen vulva: que no te engañen" que lo hizo conocido en España, donde se le ideó como una protesta contra la denominada ideología de género, así como a la aprobación por parte del parlamento peninsular de ciertas leyes que castigarían, por ejemplo, a quienes insistan en que la homosexualidad es un pecado o que se nieguen a admitir la existencia de los niños y adultos transgénero con todas las implicaciones sociales que eso significa (baños especiales en las escuelas, posibilidad de identificarse incluso en términos legales con el sexo opuesto al que una persona muestra a través de sus genitales, y un largo etcétera). En cambio, por estos pagos se pretende usar sentencias como "no se metan con mis hijos" o "más familia, menos Estado". Esta última de carácter especialmente delicado, dado el debate que se ha generado en el país en pro de una mejor calidad de la educación, que hoy se encuentra en su mayoría en manos privadas que la han degradado de manera más que evidente.
Que una entidad católica conservadora a ultranza, en realidad reaccionaria, tome las banderas de la libertad resulta al menos curioso, cuando no sospechoso. Más si se considera que está asentada en España, donde la iglesia romana, aliada con otros grupos de poder -políticos, empresarios, militares- ha impuesto una ancestral represión a las masas populares, la cual se extiende a muchos campos, no sólo la vida privada de las personas ni la expresión religiosa. Y hablo en tiempo presente porque, aún debilitada, esa férula persiste hasta hoy. Ahora: éste se ha vuelto un alegato recurrente entre las organizaciones de cuño extremista cristiano, cuyos miembros suelen aseverar que los grupos homosexuales y afines están llevando una agenda que pretende, al igual que los terroristas islámicos, aniquilar la fe en Jesús o cuando menos torcerla de acuerdo a sus propios intereses. Muestras de este afán destructor estarían contenidas en ciertas legislaciones que buscan una protección especial para los gay y que derivan en considerar delito recordar pasajes de la Biblia como ése que asegura que "ni los afeminados ni quienes se echan con hombres heredarán el reino de los cielos" (lo cual por desgracia ya es una realidad en Suecia y Canadá), o las demandas por discriminación -que han llegado a juicio- sufridas por comerciantes que se han negado a armar una boda entre congéneres cuando se lo han solicitado, o los magistrados civiles que han rechazado formalizar esa clase de matrimonios.
El asunto es que esta actitud tiene un componente muy vistoso de impotencia y poca aceptación de la derrota. Los cristianos más extremistas están viendo cómo los homosexuales, un grupo histórica y especialmente despreciado por ellos, están ganando espacios inimaginables hace sólo un par de décadas. Triunfos que deberían acarrear -aunque al menos en la actualidad no se está ni cerca de eso- una ira divina tan letal y apocalíptica como corresponde cuando en términos generales es admitida -y hasta celebrada- la peor de las perversiones. Entonces produce una mezcla de frustración y desesperación, porque la profecía que tanto han anunciado aún no se cumple aunque de acuerdo a su concepción debiera acaecer en cualquier momento del futuro (y si se aguarda a un instante en que ya sea muchísimo el pecado acumulado, el castigo se tiene que desatar con la mayor de las fuerzas). Todo lo que conlleva al uso de expresiones virulentas espetadas con la finalidad de que el potencial destinatario, si no le va a caer un rayo en la cabeza, al menos reciba insultos degradantes que los impulsen a tomar conciencia de que lo que está haciendo es la acción más abyecta concebible. Quizá sea aquello la gran ganancia -de consolación, claro está- que persiguen asociaciones como Hazte Oír: jamás se abrirá el cielo y consumirá en fuego a algún desafortunado gay que ande caminando por la calle; tampoco ellos lo podrán matar porque eso los enviaría a prisión y por muchos años al tratarse de un crimen de odio -legisladores inmundos que confeccionan decretos de acuerdo a sus propias concupiscencias y negando los mandatos divinos-: pero al menos se abogan la facultad, de origen celestial, de señalar con el dedo la suciedad y gozar pensando en la condena final de los indeseables en el infierno.
Ahora. La cuestión es que todo ser humano lleva consigo el instinto de supervivencia y si lo atacan es lógico que se va a defender. Incluso en los preceptos cristianos -de los que cabe recordar, estarían excluidos los homosexuales- de mostrar la otra mejilla, ya que por último es deber de un creyente denunciar a quien ejerce el mal ya fuere contra él o su prójimo. Y ante los vilipendios recibidos, los gay han actuado ejerciendo sus influencias y han conseguido que se promulguen leyes contra los discursos de odio, o más aún, que no les conceden sólo derechos sino que hasta privilegios, como lo mencionado sobre Canadá y Suecia. Algo similar está, de hecho, acaeciendo en España, donde el parlamento se prepara para discutir un proyecto legal que entre otras cosas pretende castigar con cárcel a quien afirme que el amaneramiento es pecado. Es una motivación que ha influido en el carácter agresivo de los discursos de Hazte Oír (bueno, y en su misma fundación) y organizaciones afines. Pero, cabe insistir, es también un reflejo de la conducta que ha mostrado el catolicismo desde su instauración en la península, y en la cual los integrantes de esta asociación de seguro se sienten respaldados. El problema es que los gay, para salvaguardar su identidad -que sienten igualmente amenazada- responden de manera que ellos consideran proporcional y como ya forman parte de los círculos de poder españoles, son capaces de hacer pasar sus preceptos como imposiciones tal cual ha acontecido por milenios con la iglesia romana.
domingo, 9 de julio de 2017
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