domingo, 16 de octubre de 2016

Niños Sin Hogar

Más que los varios miles de niños muertos en la última década en recintos sostenidos o reconocidos por el Servicio Nacional de Menores, lo que llama a la indignación es la actitud de los políticos y opinantes de toda índole, quienes protestan, rasgan vestiduras y hasta lloran (literalmente) a causa de una situación que ellos mismos contribuyeron a ocasionar. Pues es preciso señalarlo, el proceso de descomposición de los hogares de infantes, a pesar de que estas instituciones siempre estuvieron al borde del precipicio, comenzó casi al mismo tiempo en que se producían los decesos masivos de sus internos debido a las negligencias de los adultos que los tenían que custodiar (y entre quienes se encuentran los servidores públicos mencionados al inicio de este párrafo.

Resulta innegable fijar el punto de partida de este deterioro en los cambios legislativos acaecidos en los primeros años de este siglo, cuando se reformó lo relativo a la responsabilidad penal juvenil. Una iniciativa que no es negativa en sí (para los afectados es una garantía de juicio justo, en comparación a ciertos elementos que incluía el estatuto anterior, como el trámite de discernimiento y las detenciones "por protección"); pero que estuvo acompañada de dos hechos que a la larga la transformaron en una referencia: el aumento de las acciones consideradas punibles -y de los castigos para las que ya eran consideradas como tales-, suscitada en el marco del miedo irracional a la delincuencia común, al extremo de presentarla como un tema de interés nacional; y la inexcusable necedad cometida por las autoridades de entonces, quienes encargaron al ya mencionado Servicio Nacional de Menores la tutela de estos infractores, sin efectuar una mínima separación entre ellos y los pequeños que estaban resguardo estatal por provenir de un ambiente de riesgo. Torpeza que, en todo caso, fue consciente, y que demuestra el desprecio social que siente por estos muchachos.

Existe un prejuicio arraigado respecto de los menores de edad, en el sentido de que serían gamberros impenitentes a causa de su falta de experiencia y conocimiento del engranaje comunitario. Si no se les aplica una disciplina lo más estricta posible, no dejarán de hacer travesuras -en la acepción más negativa del término-, además lo único que les permitiría su mentalidad imberbe. En Chile hay ejemplos de esas convenciones en la implantación de la jornada escolar completa y la ya mentada responsabilidad penal juvenil. Y si se trata de chicos provenientes de las capas más pobres, donde se supone el entorno familiar carece de los medios suficientes para ejecutar las necesarias correcciones, el asunto es bastante peor. Nos hallamos frente a potenciales ebrios y vividores inútiles, o como se asevera en la actualidad -para presumir de ciertas nociones científicas y no pasar por un mojigato anacrónico-, futuros delincuentes. El hecho de que descubramos -gracias a los escándalos mediáticos y la excesiva cobertura de la prensa escrita, la radio y la televisión- cada día más infractores legales que no rozan los dieciocho años, se torna en un aval para estas ideas preconcebidas. Lo cual, finalmente, remata en la conclusión de que todos los chicos susceptibles de caer en una institución guardadora son eventuales atracadores, por lo que da lo mismo meter a un idéntico saco a quienes han llegado a ese escalafón junto a los que ingresan a un hogar porque es imposible que sean criados en el de origen.

Aquí existe otro hecho repugnante, relacionado con la manera en que en su momento se justificó esta inaceptable mescolanza. Se dijo que los menores eran así considerados con el afán de no vulnerar sus derechos y no ser juzgados como adultos, lo que les obligaría a asumir una responsabilidad que no serían capaces de comprender. Además de que separar a los infractores del resto de la población infantil equivalía a ser tratados como niños de segunda clase. Ignoro si detrás de estas declaraciones existían auténticas buenas intenciones: lo cierto es que la realidad dejó en claro que eran contraproducentes. Y al margen de aquello, uno no puede evitar sospechar que tras esas palabras de buena crianza se escondía un desdén hacia los más pequeños cimentado en los prejuicios ya citados aparte de un intento por evadir preguntas relativas a la inyección de recursos o la realización de un trabajo esforzado, serio y perdurable en el tiempo. Lo último, eludido no sólo producto de la pereza obvia, sino también debido al temor que causaba la presión de los grupos que siempre insisten con el asunto de la delincuencia, muchas veces, para extraer réditos personales. Sí, pues: de qué se quejan ahora, si ellos confeccionaron este sistema, con el propósito de neutralizar cacos, antes de que tratar con seres humanos.

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