domingo, 26 de junio de 2016

Cómo Enfrentar A Tu Testigo

No debe haber cosa más desagradable que verse obligado a abrir la puerta un sábado o domingo por la mañana, y encontrarse del otro lado del umbral con un testigo de Jehová. No sólo por el horario que eligen para llevar adelante su proselitismo, ni la verborrea empalagosa que utilizan para dar a conocer una serie interminable de dogmas sueltos que sólo a ellos le importan. Sino porque uno, como cristiano evangélico, sabe que quien está enfrente representa a un grupo con el que tiene ciertas coincidencias doctrinales, que se dan porque su fundador era en un principio hermano de fe, pero que formó su propio credo por considerar que el tronco original se había desviado o nunca fue suficiente al momento de expresar la verdad total del mensaje de salvación, situación que sus seguidores no se demoran en recalcar, admitiendo por supuesto que ellos son los poseedores de la revelación final y por ende más perfecta.

En realidad, los testigos son bastante fastidiosos. En sus puerta a puerta, antes que comunicar la buena nueva de salvación, prefieren dar a conocer la doctrina particular de su religión (que lo es, aunque ellos desprecien esa palabra), quizá como una manera de informar que se trata de una fe distinta y original respecto a aquella en que el oyente se ha formado. ¿Y en qué consiste tal paradigma? Pues en una amalgama de dogmas y declaraciones de principios carentes de un discurso teológico sistematizado, justificados con argumentos aún menos inconexos entre sí, lo que provoca la sensación de tratarse de una lista de simples supersticiones y leyendas populares. Más que un planteamiento unificado, lo que muestran son respuestas puntuales a las preguntas que se formula cada cristiano (y a veces, cada persona común), en muchas ocasiones planteadas con un estilo rebuscado y pretendidamente académico -en el sentido teológico más que nada-. Esto último es lo que genera irritación en el receptor, pues como se señaló, ha sido moldeado en otro credo cristiano -o en el agnosticismo- que en el peor de los casos le infunde un determinado respeto, a quien una serie de sentencias emitidas otrosí de una manera que las presenta como revelaciones absolutas, que contradicen violentamente su sistema de creencias, no le resultan muy acogedoras, y se resigna a escucharlas debido al carisma de quien las expele.

¿Por qué finalmente adoptamos la postura de un interlocutor pasivo, y terminamos oyendo con una paciencia impertérrita algo que de antemano sabemos que es una doctrina falsa? Tal vez se deba a que nosotros hemos, de alguna manera, optado por el camino opuesto. Es cierto. Cuando se quiere divulgar la palabra entre incrédulos, lo más recomendable es dejar de lado los aspectos teológicos que requieren una reflexión apenas profunda, y optar por una transmisión de la palabra lo más concisa y comprensible posible, incluso no despreciando los aspectos del estilo publicitario. Sin embargo, el problema radica en que los evangélicos suelen llegar hasta ahí, limitándose a recitar de memoria algunos versículos bíblicos, pero dando por terminada la labor (ante ellos mismos, su comunidad y el mismo Señor) una vez que la persona se ha convertido (o es empezada a ver con frecuencia en el templo). Incluso, muchos rechazan el conocimiento por considerar que el exceso de éste constituye una suerte de árbol de la ciencia del bien y el mal para el feligrés, y que si adquiere mayor profundidad intelectual, aumentará su escepticismo y disminuirá su aprecio por Dios. Así, los neófitos saben tanto o menos que quien los invitó a la iglesia, y la cuestión se torna un círculo vicioso. Luego no es difícil permanecer callado y remitirse a una oración silenciosa y la exclusiva confianza en las alturas, aceptando humildemente la prueba. El asunto es que algunos no la pasan y ante el bombardeo de sentencias absolutas que, por su parecido con las tradicionales dejan la fe del escucha en entrevero, acaban por comprar uno de esos magacines que venden los testigos y hasta enganchan con sus dogmas.

Agrueguemos, además, que en la pasividad de los hermanos también hay una cuota de miedo. Aunque a las claras se puede notar que se trata de otro evangelio, la manera en que éste se emite, muy similar al modo como quien lo condujo a la iglesia le mostró las verdades cristianas, incluyendo la condena al infierno si el incauto, entre otras cosas, preguntaba demasiado o dedicaba horas a la investigación intelectual, termina con el oyente reducido a una calidad inferior, también por debajo de las doctrinas que le ha soltado el testigo, situación que puede provocar estragos. Por ello, lo correcto es no sólo aprender de la existencia de la Trinidad, sino conocer toda la justificación bíblica, pero también teológica e histórica que la respalda (entre esto último, el concilio de Nicea, legítimo desde el punto de vista cristiano aunque por sus circunstancias y su origen a algunos no les parezca así), y dominar conceptos como la Unión Hipostática, esencial para entender la condición de ser humano pero a la vez de hijo de Dios de Jesús. Si no estamos lo suficientemente preparados, el diablo puede meternos el tridente en la boca y nosotros, en lugar de morderlo, hasta podríamos ser capaces de disfrutarlo.

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